Occidente y la guerra

El secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, saluda con la mano mientras parte hacia Doha en la aeropista de El Cairo, el 6 de febrero de 2024, durante su gira por Oriente Medio, su quinto viaje urgente a la región desde que estalló la guerra entre Israel y Hamás en Gaza en octubre – PHOTO/Mark Schiefelbein/POOL/AFP
El secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, saluda con la mano mientras parte hacia Doha en la aeropista de El Cairo, el 6 de febrero de 2024, durante su gira por Oriente Medio, su quinto viaje urgente a la región desde que estalló la guerra entre Israel y Hamás en Gaza en octubre – PHOTO/Mark Schiefelbein/POOL/AFP 

Este documento es copia del original que ha sido publicado por el Instituto Español de Estudios Estratégicos en el siguiente enlace.

Occidente ve como su superioridad militar, incontestable durante varios siglos, se va deteriorando. Los resultados en conflictos tanto convencionales como irregulares, o incluso en operaciones de paz, han sido decepcionantes en las últimas décadas. La causa no es tanto un debilitamiento de poder económico y geopolítico, como contradicciones mayúsculas a la hora de comprender tanto la guerra como la paz. Occidente rehúsa formalmente utilizar la guerra, pero a veces tiene que recurrir a ella, de la misma forma que busca la paz, pero no siempre la paz que esperan las poblaciones locales. Eso provoca tanto inseguridades internas como feroces críticas y acusaciones de hipocresía externas. Como siempre, el pragmatismo puede ser de ayuda para superar esta crisis conceptual.

  1. Introducción
  2. Legitimidad e hipocresía
  3. El laberinto de la intervención exterior
  4. Viejos fantasmas. El retorno de la guerra convencional
  5. Occidente frente a sus contradicciones

Introducción

Por varios siglos, la superioridad militar de Occidente ha sido incontestable. Las razones para ello son bien conocidas: economías más prósperas que han permitido mayores gastos en defensa, sistemas políticos más representativos, que han motivado mejor a sus combatientes, una tecnología y una organización militar mucho más sofisticada que la de sus adversarios y una torva inclinación hacia un tipo de combate extremadamente letal, que otros pueblos trataban tradicionalmente de evitar.

Se han dado momentos históricos en los que esa superioridad se ha puesto seriamente en duda y algunas potencias occidentales han sido claramente derrotadas, y hasta humilladas, pero siempre llegaba un sucesor a recuperar el terreno perdido. Hoy nos encontramos en uno de esos momentos de duda, que se manifiesta en pobres resultados en las actuaciones militares y en inseguridad y falta de confianza en el frente interno. Puede que sea solo uno más de esos periodos de reajuste de los que la potencia militar de Occidente volverá a surgir victoriosa, o puede que sea un síntoma de su declive final.

Legitimidad e hipocresía

La excelencia occidental en la guerra se consiguió a un precio devastador. El suelo europeo fue durante milenios un campo de batalla casi permanente y en el siglo XX esa tendencia casi acabó con Europa. La reacción lógica fue un rechazo de la guerra como instrumento político y su prohibición legal en la Carta de las Naciones Unidas.
La arquitectura de seguridad que se creó tras el final de la Segunda Guerra Mundial descartaba el recurso a la guerra en la relación entre Estados. Desafortunadamente, la Guerra Fría convirtió esas esperanzas en vanas, aunque introdujo un elemento que, paradójicamente, hizo que el recurso a la guerra entre grandes potencias fuese más improbable que nunca. Las armas nucleares rompieron la lógica de coste-beneficio presente en las decisiones que llevan a un conflicto armado y garantizaron unas décadas de paz. No en todo el mundo, porque en muchos lugares esa lógica no imperaba, pero sí en Europa y en los aliados de Estados Unidos, que podían resguardarse bajo el paraguas nuclear norteamericano.

El rechazo a la guerra caló fuertemente en la conciencia de muchos europeos y norteamericanos, hasta el punto de que el mismo término «guerra» llegó a estar proscrito en el lenguaje político. Sin embargo, la prosaica realidad daba todavía muchas oportunidades al empleo de la guerra o, al menos, al uso de la fuerza militar con objetivos políticos o económicos. Surgió así uno de los vicios de los que hoy se acusa a Occidente con mayor indignación desde los países del denominado sur global: la hipocresía.

Europeos y norteamericanos utilizaron sofisticados tecnicismos para justificar que no se estaba recurriendo a la guerra, pese a que las acciones sobre el terreno producían una letalidad que encajaba bastante bien con lo que se consideraba propio de un conflicto armado. Operaciones de paz, de estabilización, de gestión de crisis o de asistencia militar terminaban con frecuencia siendo difíciles de distinguir de lo que habitualmente se entendía por un conflicto armado. Esta situación fue creando un poso de incomodidad también en las opiniones públicas occidentales, bien porque no se llamase a las cosas por su nombre, bien porque se siguiesen utilizando los procedimientos bélicos habituales bajo denominaciones diferentes.

Para ser justos, hay que señalar que la acusación de hipocresía es solo parcialmente acertada. Es verdad que, en ocasiones, se ha camuflado una intervención armada como una operación humanitaria o de protección de la población civil, pero también es cierto que el modelo de actuación militar en Occidente ha intentado hacerse cada vez menos letal, que en muchos casos las intervenciones sí que respondían a motivos humanitarios o de búsqueda de la estabilidad y que, con todos los fallos que pueden esperarse en un escenario tan caótico como un campo de batalla, se ha intentado mantener el respeto al derecho de los conflictos armados. Sin embargo, los aspectos positivos han quedado anegados por los negativos, especialmente tras errores estratégicos como las intervenciones en Irak o Libia, donde apareció un Occidente dispuesto a romper sus propias normas para conseguir objetivos geopolíticos.

Los recientes conflictos en Ucrania y Gaza han reavivado este debate, poniendo de nuevo en primera línea otra de las acusaciones habituales contra Occidente, una derivada en realidad de la hipocresía: el doble rasero a la hora de juzgar el uso de la fuerza armada. Se argumenta que Israel no hace en Gaza nada diferente a lo que Rusia ha hecho en Ucrania, y que el apoyo a las operaciones israelíes y la condena de las rusas es una nueva muestra de la hipocresía occidental.

La verdad es que la comparación no es tan simple como se presenta. Tanto Ucrania como Israel sufrieron agresiones ilegales e intolerables y tanto su respuesta armada como el apoyo inicial de Occidente estuvieron plenamente justificados. También es cierto que europeos y norteamericanos se han esforzado por moderar la respuesta israelí, de la misma forma que han vetado el uso de las armas proporcionadas a Ucrania sobre suelo ruso. Con todo, es cierto que Israel está matando civiles en Gaza a un ritmo considerablemente superior al de Rusia en Ucrania. El daño está hecho y Occidente se enfrenta de nuevo a sus contradicciones entre el rechazo teórico a la guerra y su aceptación, incluso en los términos más brutales, cuando se considera necesario.

Esa contradicción ha hecho mucho daño a la capacidad militar occidental. Lo ha hecho además socavando la legitimidad, que es precisamente uno de los puntos fuertes de las democracias. La pérdida de legitimidad se ha producido tanto en las opiniones públicas internas como en la de los países que no suelen incluirse en el bloque occidental. Eso ha aumentado la desconfianza interna y la indignación externa por el empleo de la fuerza armada, incluso en las ocasiones en las que ese empleo ha estado plenamente justificado.

El laberinto de la intervención exterior

Hubo un momento en el que la mayor parte del mundo estaba ocupado por potencias europeas, que se servían para ello de su superioridad militar. Aunque han pasado ya muchas décadas desde que esa situación terminó, el sentimiento de humillación y en ocasiones de revancha, persiste en muchos de los pueblos antaño sometidos, entre ellos el que se está afianzando como potencia global de primer orden: la República Popular China.

Para comprender cómo el modelo militar europeo llegó a alcanzar tal grado de superioridad hay que señalar dos elementos principales. El primero fue la supremacía naval. A partir del siglo XVIII no hubo ninguna potencia capaz de desafiar a una flota europea en una batalla naval, situación que se mantuvo hasta la derrota rusa en Tsushima, en 1905, frente a la marina japonesa. Pese a ello, los logros japoneses se consideraron una rareza y no se tardó en incluir al país como un «asimilado» a Occidente. La supremacía naval permitía a los europeos dominar las comunicaciones marítimas, y con ello el comercio mundial, además de mover sus ejércitos a cualquier parte del mundo con una libertad que solo podía ser coartada por otras potencias europeas.

El segundo elemento fue la habilidad para aprovechar la falta de cohesión política en los territorios que Europa iba ocupando. La colonización se llevó siempre a cabo atrayendo a élites locales descontentas con el poder establecido y suficientemente influyentes como para colaborar eficazmente en su derrocamiento. Los ejércitos europeos, sofisticados pero reducidos en tamaño, se utilizaban como elemento decisivo en enfrentamientos en los que las tribus, milicias y ejércitos locales ejercían habitualmente el esfuerzo principal.

Todo ese sistema se vino abajo durante el siglo XX por diferentes motivos. El debilitamiento europeo en ambas guerras mundiales fue el principal, pero habría que señalar también el despertar nacionalista en muchas de las colonias y el espíritu anticolonial de las nuevas potencias, Estados Unidos y la Unión Soviética. El golpe definitivo fue asestado por el desarrollo de métodos de lucha más sofisticados, basados en conseguir el apoyo y el control de la población, para aislar a las fuerzas europeas y a sus aliados locales.

Las derrotas europeas en sus últimos reductos coloniales fueron sustituidas por nuevas intervenciones exteriores, tanto de Estados Unidos como de la URSS. El modelo era nuevo, porque no existía la intención de adquirir colonias al modo clásico, sino de apoyar a gobiernos o movimientos insurgentes alineados con los intereses propios. En esas circunstancias, tanto soviéticos como norteamericanos se encontraron con un problema que continúa siéndolo en nuestros días: los actores locales a los que se apoya son, con frecuencia, muy difíciles de controlar.

No es lo mismo conquistar un territorio con fuerzas propias, bien apoyadas por grupos locales subordinados, que apoyar a un gobierno o grupo político cuya autonomía formal se reconoce. En el nuevo modelo de intervención exterior no es posible jugar con los actores locales, estableciendo alianzas y contra alianzas según los intereses propios y la evolución de los acontecimientos. Hay que apoyar a lo que se encuentra sobre el terreno y eso incluye tener que lidiar con gobiernos corruptos o ineficientes, con grupos armados con tendencia a la sobreactuación o, simplemente, con actores locales con su propia agenda, que no siempre coincide con la de la potencia exterior que los apoya.
Tanto Estados Unidos como la URSS terminaron por intentar paliar la poca confianza que les merecían los actores locales acumulando fuerzas propias sobre el terreno, los norteamericanos en Vietnam y los soviéticos en Afganistán. En ambos casos fracasaron porque no fueron capaces de transferir el peso de las operaciones militares a fuerzas locales fiables, con lo que el coste de las bajas sobre las fuerzas propias se hizo insostenible. En ambos casos se construyeron sistemas militares locales que se demostraron endebles frente a un adversario mejor motivado y organizado, y en ambos casos su resistencia se hundió cuando se hizo imposible seguir apoyándolos, en el caso de Vietnam por la negativa del Congreso norteamericano y en el de Afganistán por la disolución de la URSS.

Toda esa cadena de fallos que terminaron en fracaso se ha repetido recientemente en varios escenarios en los que las tropas occidentales han intervenido. Afganistán es probablemente el caso más claro, especialmente preocupante porque detrás del movimiento talibán no había ninguna gran potencia, como fue el caso en Vietnam o en el propio Afganistán en los años 80. Irak estuvo a punto de convertirse en un nuevo fracaso mayúsculo, aunque el país ha sido capaz de alcanzar un cierto grado de estabilidad, siempre manteniendo precarios equilibrios.

Puede que el caso más doloroso sea el de las intervenciones europeas en África. Resulta doloroso porque allí se ha aplicado un modelo de intervención militar nuevo, que pretendía evitar los errores del pasado. Un enfoque integral que combina el adiestramiento militar, la presencia muy limitada de fuerzas europeas sobre el terreno, la ayuda al desarrollo y las iniciativas de seguridad regionales. Todo ese entramado, que otorga el papel principal a los actores locales y regionales, se ha venido abajo ante conflictos endémicos más complejos de lo que se estimaba, la falta de comprensión europea, la ineficiencia de los gobiernos locales y el hartazgo de la población, que ha terminado por llevar al poder a juntas militares golpistas, a las que les ha faltado tiempo para buscar el apoyo de Rusia o China.

El viejo modelo colonial ya no es aplicable, afortunadamente, pero los occidentales no hemos encontrado otro que permita estabilizar zonas en crisis en colaboración con las autoridades locales. El modelo de Naciones Unidas, en el que se pusieron muchas esperanzas en los años 90, se ahogó en los fracasos de Bosnia-Herzegovina y Somalia y, aunque sigue siendo útil en algunos lugares del mundo, se encuentra en un retroceso que se antoja irreversible. Las intervenciones militares más duras de la denominada
«guerra contra el terrorismo» no salieron como se esperaba y el fracaso de Estados Unidos y sus aliados, total en Afganistán y parcial en Irak, han contribuido mucho a crear la sensación de debilidad occidental que está detrás de aventuras como la agresión rusa contra Ucrania. La tercera generación de operaciones exteriores de estabilización, liderada por la Unión Europea en África, se desmorona por momentos, no por la presión de enemigos potenciales o reales, sino por el descontento de la propia población y los gobiernos locales.

Viejos fantasmas. El retorno de la guerra convencional

Tras el final de la Guerra Fría se consideró que un conflicto convencional entre superpotencias era muy poco probable. Estados Unidos había demostrado su superioridad abrumadora en la guerra del Golfo de 1991, la URSS ya no existía, Rusia estaba arruinada y a China le quedaba un largo camino para ser una potencia militar moderna. Podrían darse conflictos limitados, como las habituales guerras en Oriente Medio, o rarezas, como la invasión iraquí de Kuwait en 1990, pero un conflicto de grandes dimensiones parecía poco probable en la época de la «paz americana». Las operaciones de estabilización y la lucha contra adversarios asimétricos serían el patrón usual.
Las intervenciones en Irak y Afganistán debilitaron considerablemente la imagen de potencia invencible de Estados Unidos, mientras que tanto Rusia como China emprendían ambiciosos programas para incrementar su fuerza militar. Rusia fue menos prudente que China en la aplicación de esa fuerza y, tras el aviso de la guerra en Georgia en 2008, se lanzó a una intervención militar en Ucrania en 2014.

No obstante, en esa ocasión la intervención militar se diseñó para evitar la atribución directa de la agresión al gobierno ruso. La ocupación de Crimea se llevó a cabo con tropas sin distintivos y con el Kremlin negando su implicación directa en los hechos durante meses. En el Dombás, la insurgencia se organizó con una mezcolanza de voluntarios locales, contratistas y fuerzas especiales rusas y, en algunas fases, tropas regulares de Moscú, pero el gobierno ruso siguió negando su implicación.

Esos intentos por enmascarar la implicación propia en la agresión contra Ucrania se dejaron totalmente de lado en 2022. Apenas la denominación de «operación especial» trataba tímidamente de disimular lo que fue una invasión en toda regla, a la antigua usanza, que salió desastrosamente mal, peor todavía que la invasión norteamericana de Irak. La temeridad rusa tuvo mucho que ver con la sensación de que tanto Europa como Estados Unidos eran débiles y no cabía esperar una respuesta de envergadura.

El abierto ataque ruso contra su vecino terminó con la ilusión de que las guerras entre Estados no eran ya posibles en Europa y puso también en evidencia lo poco preparados que estaban los ejércitos europeos y hasta el norteamericano, para afrontar un conflicto convencional. Si en los conflictos irregulares Occidente lo hacía francamente mal, las perspectivas de éxito en una guerra convencional no parecían tampoco muy alentadoras. Los pequeños ejércitos profesionales de la posguerra fría, sin apenas reservas y pobremente apoyados por una industria de defensa jibarizada por la deslocalización, no parecían lo más adecuado para librar extensas y prolongadas batallas de material.
El renacer de la guerra convencional en Europa ha sido consecuencia de dos fallos mayúsculos en el sistema de seguridad occidental. Por un lado, las fuerzas occidentales ya no disuaden lo suficiente. Por otro lado, se han dejado caer todos los mecanismos de confianza y apaciguamiento activos tras el final de la Guerra Fría. Esto ha condenado a Europa a la guerra de nuevo, pero la Europa beligerante de la primera mitad del siglo XX ya no existe, como no existen unos Estados Unidos capaces de producir y alimentar ejércitos inmensos.

La ausencia de conflictos armados mayores ha fomentado la idea absurda de que todas las intervenciones militares serían limitadas y contra adversarios débiles o no convencionales, o la aún más absurda de que las guerras futuras serán un mero intercambio de ciberataques y campañas de desinformación. Las viejas máximas de Clausewitz acerca de que la apuesta por incrementar el nivel de violencia supone en esencia una ventaja, o la importancia del «poder de hacer daño» (power to hurt) que Thomas Schelling enunciaba en los años 60, han caído en el olvido. O no. Tanto Vladimir Putin como los líderes de Hamas o el gobierno israelí parecen haberlo recordado últimamente.

Occidente frente a sus contradicciones

¿Por qué los ejércitos occidentales, antaño casi invencibles, encuentran hoy en día semejantes dificultades? Podría recuperarse el viejo concepto de sociedades decadentes, cada vez menos aptas para la guerra. En esencia el mismo que un deprimido Vegecio mencionaba en su De Re Militari en el siglo V, para explicar la inoperancia de lo que quedaba del Ejército romano.

Sin embargo, la situación es más compleja y, en muchos aspectos, la Europa y la Norteamérica de hoy en día están lejos de ser el moribundo Imperio romano occidental del siglo V. Pese a todos los avances económicos de China y los demás miembros del sur global, la economía de Occidente sigue siendo muy fuerte, no solo por su volumen1, sino por su dominio de mercados e instrumentos económicos. Además, a las economías emergentes, incluida China, les faltan todavía décadas para traducir su crecimiento económico en poder militar efectivo.

Los modelos militares que pueden oponerse con eficacia a Occidente en un conflicto armado mayor son en general poco fiables. Rusia ha demostrado, como hace con frecuencia, una prodigiosa resiliencia combinada con una apabullante ineptitud. China está construyendo un modelo que necesita todavía ser probado en una situación real y algunos países como Irán han puesto en marcha un complejo sistema híbrido, diseñado precisamente para obtener ventajas estratégicas sin caer en un conflicto convencional.
La debilidad de Occidente es más conceptual que real y se centra en gran medida en sus propias contradicciones a la hora de enfrentar el problema de la guerra. En la teoría, la violencia armada se considera un instrumento no válido en las relaciones entre Estados. En la práctica, se la utiliza cuando se estima necesario. Esta situación provoca un enfoque casi esquizofrénico, que termina por combinar lo peor de dos principios en apariencia opuestos. Ni se prepara bien la guerra, ni se apuesta con convicción y realismo por la paz. A eso se une la sorprendente incapacidad occidental para interaccionar con otras culturas en un conflicto bélico, lo que provoca de nuevo una situación paradójica. Se exigen condiciones inasumibles para sociedades y gobiernos que necesitan ayuda y, cuando resulta evidente que esas condiciones no se van a cumplir, se cae en la resignación de apoyar a líderes y gobiernos corruptos, ineficientes e impopulares.

En realidad, tras esta serie de contradicciones hay ideas valiosas, aunque su ejecución práctica haya pecado de un exceso de ingenuidad en unas ocasiones y de radicalismo en otras. La Segunda Guerra Mundial, y su hoguera nuclear final, demostraron que la guerra podía llevar más que nunca a la humanidad a la ruina. La renuncia a la guerra como instrumento de relación entre Estados era un camino lógico, aunque se pecó de un entusiasmo y optimismo excesivos en su aplicación práctica.

El final de la Guerra Fría dio origen al segundo mantra imperfecto. Si el primero era que la guerra ya no era aceptable, el segundo fue que la democracia era imprescindible para la paz. Toda intervención exterior se plegó a la necesidad de apoyar a gobiernos que comulgasen con los valores y modelos occidentales, considerados como referencia universal. El problema es que, si bien parece de sentido común que la guerra es mala, y evidente que los modelos occidentales han creado las sociedades más prósperas y vitales en la historia de la humanidad, intentar conseguir un mundo democrático y pacífico resulta una tarea frustrante. A veces porque otras culturas no han llegado al mismo punto de desarrollo o a las mismas conclusiones sobre el futuro deseable, a veces porque los propios occidentales no tenemos nuestro propio modelo lo suficientemente consolidado.

La solución del problema esencial de Occidente con la guerra pasa por la aceptación de que la guerra todavía existe. No va a desaparecer simplemente porque se la niegue, algo que recuerda a las supersticiones medievales sobre no mencionar el nombre del diablo para que no se manifieste. Ciertamente, hay que evitar la guerra en tanto se pueda, con la esperanza de que un día desaparezca, pero mientras tanto hay que mantenerse preparado para ella. También hay que promover los valores y modelos que consideramos honestamente beneficiosos para la humanidad, pero sin intentar imponerlos por la fuerza o pretender dar lecciones en casa ajena. Es lícito que tratemos de fomentar nuestros valores y es imprescindible que estemos dispuestos a defenderlos cuando alguien pretenda arrebatárnoslos, pero debemos recuperar el pragmatismo de pensar que no todo el mundo está de acuerdo en que la guerra no es un instrumento válido, y muchos ven con escepticismo nuestros modelos políticos, económicos y sociales.

La alternativa es la situación en la que nos encontramos ahora, que no parece muy halagüeña. Con escasa capacidad para hacer guerras que inicialmente no aceptamos, pero que al final tenemos que librar, y con escasa capacidad para establecer situaciones de paz que no son las que esperan las poblaciones afectadas. Todo ello sufriendo una acusación de hipocresía que resulta justificada para quienes predican una cosa y al final se ven obligados a hacer lo contrario, y que extiende todavía más el rencor hacia Occidente en aquellos lugares que un día sometió.

Cabe la esperanza de que la guerra desaparezca con el tiempo, como desaparecieron otras pautas culturales, desde la esclavitud hasta el canibalismo y los sacrificios humanos, o están en vías de desaparición las sociedades patriarcales. No cabe duda de que hay que trabajar activamente por ello, pero debemos ser conscientes de que no ocurrirá de un día para otro. Probablemente, como sucedió con las costumbres antes mencionadas, habrá que esperar a que no solo se generalice la condena ética a las mismas, sino que se extienda el consenso sobre su escasa utilidad práctica.

De momento, hay muchos actores internacionales, incluyendo algunos occidentales, que piensan todavía que la guerra resulta útil y, en consecuencia, recurren a ella cuando les conviene y ven oportunidad para ello. La búsqueda de la paz es, no obstante, una aspiración cada vez más generalizada y probablemente podamos, en un futuro más bien lejano, olvidar el famoso Si vis pacem parabellum del antes mencionado Vegecio. La prudencia, no obstante, nos aconseja tenerlo todavía hoy en cuenta o, si acaso, sustituirlo por algo así como «Si quieres la paz, trabaja por ella… pero mantén por si acaso un plan B».

José Luis Calvo Albero

Coronel del Ejército de Tierra, DEM

Referencias: 

1 El producto interior bruto (nominal) de los Estados miembros de la OTAN ascendía en 2020 al 47 % del global y eso que excluye a países claramente dentro del bloque occidental, como Japón, Australia o Corea del Sur. The Global Economy (página web). Disponible en: https://www.theglobaleconomy.com/rankings/gdp_share/NATO/ (consultado 5/1/2024)