Por fin, el más sofisticado, grande, caro y disruptivo telescopio espacial de todos los tiempos está a punto levantar el vuelo para intentar descubrir el ciclo vital de las estrellas, desde su nacimiento hasta su muerte.
El 25 de diciembre, día de Navidad, a partir de la 01:20 de la madrugada, hora peninsular, un lanzador europeo Ariane 5 despegará desde la Guayana francesa con las ilusiones de miles de astrofísicos de todo el mundo depositadas en su valiosa carga. De conseguirlo, atrás quedarán años y años de retrasos, una seria tentativa del Congreso de Estados Unidos de cancelar el proyecto y un incesante goteo de miles de millones, que alcanza la astronómica cifra de cerca de 10.000 millones de dólares, en torno a 8.500 millones de euros.
Tal costoso coloso tecnológico de 6,2 toneladas ha sido bautizado con el nombre de James Webb, en memoria de quien fue entre 1961 y 1968 el todopoderoso jefe de la Administración Nacional de la Aeronáutica y el Espacio (NASA), impulsor del programa lunar Apolo auspiciado por el presidente John F. Kennedy y también el defensor de que el eje central de la Agencia fuese la investigación científica.

El telescopio espacial James Webb ‒JWST por su acrónimo en inglés‒, es un enorme, potente y ultra sensible observatorio que va a ampliar y complementar los descubrimientos del ya mítico Hubble, ‒en funcionamiento más de 30 años‒, del que es heredero, pero con el que no guarda ninguna semejanza externa ni tecnológica.
Un centenar de veces más potente que su antecesor Hubble, el JWST funciona en las longitudes de onda del infrarrojo cercano y medio, y es “capaz de detectar la luz de una sola luciérnaga a un millón de kilómetros de distancia”, asegura la NASA. Pero su finalidad no es encontrar diminutos insectos en el Universo, sino “mirar hacia atrás más de 13.500 millones de años, penetrar en las nubes de polvo cósmico y observar objetos muy lejanos”, afirma Catarina Alves de Oliveira, científica de la Agencia Espacial Europea (ESA).

Iniciativa liderada por la NASA con la cooperación de la Agencia Espacial de Canadá (CSA) y la ESA, con aportaciones de la ciencia, la industria y de instituciones españolas ‒como el Instituto Nacional de Ciencia Aeroespacial (INTA) y el Centro de Astrobiología (CAB)‒, el James Webb pretende encontrar las primeras estrellas y galaxias que nacieron después del Big Bang.
También ha sido diseñado para estudiar los “elementos embrionarios que dieron lugar a la formación de sistemas planetarios y la evolución de los agujeros negros, al igual que para analizar las atmósferas de exoplanetas que puedan albergar carbono, nitrógeno, oxígeno, hierro o algún tipo de vida”, resalta Macarena García Marin, responsable de la calibración del instrumento euro-americano MIRI, uno de los cuatro a bordo del telescopio.
Pero, las investigaciones que va a ejecutar el JWST ¿podrían efectuarse con telescopios instalados en el suelo? Pues no. La atmósfera terrestre no es transparente a muchas de las bandas infrarrojas, que además son degradadas por compuestos químicos como el dióxido de carbono, el metano y el vapor de agua. Y ¿no lo puede hacer el veterano Hubble? Pues tampoco. Su óptica está adaptada a los espectros visible y ultravioleta, acumula más de 30 años de funcionamiento y está a punto de la jubilación.

El posicionamiento de ambos telescopios respecto a la Tierra es otra de sus diferencias. El Hubble se halla en órbita a 570 kilómetros de la superficie terrestre. Esa escasa distancia ha permitido que los transbordadores espaciales de la NASA hayan podido llegar hasta él para reparar su defectuosa óptica de origen y actualizar sus equipos y software, lo que resulta imposible de llevar a cabo con el JWST.
¿Cuál es el motivo de esa imposibilidad de reparación en caso de graves anomalías? El JWST será posicionado y permanecerá un mínimo de 5 años a una distancia de 1,5 millones de kilómetros de la Tierra. Es el llamado punto L2 de Lagrange, un lugar estable del sistema Tierra-Sol desde el que orbitará alrededor del astro rey. Para darse una idea de la magnitud de la distancia a la que estará colocado el nuevo telescopio, baste decir que la Luna se encuentra de nosotros a unos 400.000 kilómetros.

El revolucionario nuevo telescopio consta de un espejo principal de 6,5 metros de diámetro, lo que equivale a una superficie total de 25 m2, siete veces mayor que la del Hubble. Está conformado por 18 placas hexagonales livianas fabricadas en berilio y revestidas con 48,25 gramos de oro ‒semejante al tamaño de una pelota de golf‒, que reflejan muy bien la débil luz infrarroja. Detrás se encuentran cuatro espectrómetros y cámaras de infrarrojos: uno desarrollado por la NASA (NIRCam), otra por Canadá (NIRISS), el tercero a cargo de la ESA (NIRSpec) y otro asumido a partes iguales entre la NASA y la ESA (MIRI).
Completan los equipos a bordo antenas de comunicaciones, sistemas de estabilización en órbita y sensores de guiado y orientación de gran precisión. Todo lo citado está protegido por una enorme sombrilla de 300 m2 ‒el tamaño de una cancha de tenis‒, con cinco capas de revestimientos especiales de aluminio y silicona. Sirve para que el gran espejo y los cuatro instrumentos se mantengan a una temperatura constante de -233º centígrados ‒próximo al cero absoluto‒, y evitar que los 85º centígrados de radiación del Sol que alcanza la parte inferior de la sombrilla puedan degradar las mediciones.

En total, las dimensiones máximas del JWST son de 21,2 x 14,2 x 8 metros. En cambio, las de la de la parte alta del Ariane 5 son 5,4 metros de diámetro x de 17 de altura. Esto exige que el gran telescopio sea introducido plegado en el cohete, algo así como “meter un barco dentro de una botella”, aclara el actual responsable de la NASA, Bill Nelson.
Efectuado el lanzamiento y una vez soltado el telescopio en el espacio, a los 27 minutos del despegue se activarán los paneles solares y horas después la sombrilla comenzará a abrirse muy despacio. Intervendrán “8 diminutos motores y centenares de mecanismos, cables, bisagras y poleas”, detalla Krystal Puga, ingeniera de sistemas de Northrop Grumman, contratista principal de la misión, lo que se prolongará durante las tres primeras semanas de su navegación hasta L2.

A continuación le corresponde al gran espejo expandirse y ajustarse con gran precisión. Según Mike Menzel, ingeniero principal de sistemas de la misión, “en el proceso de apertura del parasol y el espejo pueden ocurrir 275 fallos”, pero las citadas acciones se han repetido en tierra centenares de veces y los técnicos confían que no habrá sorpresas. Ya totalmente en su configuración final, JWST debe alcanzar su destino final tres meses después. Pero queda calibrar y comprobar el buen funcionamiento de los cuatro instrumentos. La NASA conoce los riesgos, no quiere sorpresas y avanzará paso a paso, por lo que las observaciones científicas no darán comienzo hasta 6 meses después del despegue.
El telescopio James Webb ha superado con creces los costes del Hubble, que fueron del orden de los 1.000 millones de dólares. En cambio, el JWST ha sido ha sido un pozo sin fondo, en el que la NASA ha volcado ingentes sumas de dinero. El motivo principal de los sobrecostes ha sido en gran parte debido a desconocer el enorme desafío tecnológico al que la Agencia se enfrentaba. De los 500 millones iniciales presupuestados en 1997 se ha pasado a una cifra global que ronda los 10.000 millones de dólares, de los que 8.800 los aporta la NASA, unos 600 millones la ESA y el resto la Agencia Espacial de Canadá.
De tamaño algo menor a un autobús, el Hubble fue transportado al espacio el 25 de abril de 1990 por el transbordador Discovery. Su brazo robótico lo extrajo de la bodega y lo depositó en órbita. Sin embargo, los graves defectos encontrados en su óptica y las convenientes mejoras en sus sistemas obligaron a la NASA a efectuar cinco vuelos entre 1993 y 2009 para obtener las primeras imágenes de calidad, sustituir equipos deteriorados y renovar sus capacidades, labores que llevaron a cabo astronautas norteamericanos. Con el JWST eso es inviable.