El islam en África, más allá de las categorías simplistas

El África subsahariana no aparece mucho en nuestras pantallas y, cuando lo hace, suele ser para informar del último desmán perpetrado por grupos terroristas como Al-Shabab en Somalia y otras áreas del África oriental, Boko Haram en el norte de Nigeria y países colindantes, alguno de los varios grupos yihadistas que operan en el Sahel o ISIS-Mozambique al norte de ese país. El continente ha sido integrado en la lucha internacional contra el terrorismo, y en la actualidad hay allí tropas de una docena de países no africanos. Esta interesante obra nos hace cuestionar muchas de nuestras presunciones sobre el islam en África y los conflictos en los que la religión musulmana juega un papel. Como indica en su subtítulo, “más allá de la yihad”, ‘L’islam d'Afrique’ busca presentar la cuestión en toda su complejidad a fin de rebatir algunos de los principales argumentos utilizados para explicar esos conflictos y justificar intervenciones armadas extranjeras.
Nuestro autor, el académico africanista Marc-Antoine Pérouse de Montclos, comienza por destacar la importancia del islam africano. En 2050 habrá más musulmanes en el África subsahariana que en todo el mundo árabe, debido a que la natalidad en la región sigue siendo alta – especialmente entre los musulmanes, que suelen vivir en las zonas menos desarrolladas del interior – a la vez que la esperanza de vida se alarga. Por otra parte, el sufismo es particularmente importante en el continente, especialmente en el África occidental, que se ha convertido en el centro de gravedad de cofradías de origen árabe como la Tiyaniyya y la Qadiriyya. Más dudosos son los argumentos con los que intenta convencernos de la influencia intelectual del islam africano. Señala, por ejemplo, el papel de ciertos clérigos africanos en instituciones saudíes como Dar al-Hadith y la Universidad Islámica de Medina, que parecen casos anecdóticos.
Según Pérouse de Montclos, el discurso actual sobre el islam africano está basado en simplificaciones reconfortantes. Tanto políticos e intelectuales africanos como especialistas occidentales tienden a achacar la aparición de movimientos yihadistas a la irrupción del salafismo de origen saudí, que se contrapone al sufismo tradicional de las sociedades africanas. Poniendo el fenómeno en su contexto histórico, el autor muestra que esta oposición entre un islam africano sufí, sincrético y moderado y un islam árabe literalista, sectario y agresivo no es nueva, sino que data de la época colonial, es decir, muchas décadas antes de que emergieran las petromonarquías que exportan el salafismo. Así, la preocupación francesa con las conexiones árabes de las cofradías sufíes en el Sahel se remonta al siglo XIX. Varias potencias europeas con colonias en África siguieron el ejemplo de Holanda, que en 1889 abrió una oficina de asistencia social en La Meca para vigilar a “sus” musulmanes malayos durante la peregrinación. Y en 1912, los británicos establecieron un instituto de estudios islámicos en Jartum para evitar que los imames africanos fuesen a estudiar a la cairota Universidad de Al-Azhar, donde podían entrar en contacto con ideas “subversivas”.

Por otro lado, la oposición simplista de un islam africano “moderado” y un islam árabe “violento” oculta verdades incómodas, como que las yihads del pasado, lideradas por sufíes, no tenían nada que envidiar a las que presenciamos en la actualidad en términos de brutalidad. Tanto el qadirí Usmán dan Fodio (1754-1817) como el tiyaní Omar Tall (1794-1864) establecieron proto-Estados – respectivamente el Califato de Sokoto (en las actuales Nigeria, Níger, Camerún y Burkina Faso) y el Imperio Tuculor (en lo que es ahora Mali, Guinea y Senegal) – mediante el saqueo y la subyugación. Usmán dan Fodio es celebrado como un héroe nacional y una de las universidades de la ciudad de Sokoto lleva su nombre, a pesar de que el califato que fundó tenía uno de los índices de esclavitud más altos que se conocen (entre un tercio y la mitad de la población). En otro ejemplo, encontramos un antecedente a la destrucción de mausoleos y manuscritos de Tombuctú en 2012-13 en la quema de libros de ciencias religiosas por parte del autoproclamado mahdi sudanés, Mohamed Ahmad (1844-1885), aunque en su caso el motivo fuese que solo había leído el Corán y quería ocultar su ignorancia.
Nuestro autor problematiza asimismo la caracterización del sufismo como intrínsicamente tolerante frente a un salafismo intolerante. Nos recuerda que en el Sahel muchos marabutíes sufíes continúan apoyando la escisión y el matrimonio con niñas prepúberes, mientras que el califa de los murides senegalés, Sidy Mokhtar Mbacké, convocó protestas contra Charlie Hebdo apenas una semana después de los atentados que causaron la vida a 12 de trabajadores de la revista satírica. Por su parte, la inmensa mayoría de los salafistas condena la violencia yihadista. Además, algunas sus críticas del sufismo suenan razonables, como es el caso del fetichismo y de la explotación de los alumnos de las escuelas coránicas sufíes obligados a mendigar. Los salafistas suelen tener un nivel de educación relativamente alto y trabajan en sector moderno de la economía y, en cierto modo, expresan la voluntad de modernización en las sociedades musulmanas. Por ello, el choque entre sufíes y salafistas casi podría verse como un conflicto generacional entre tradicionalistas y reformadores.
Cabe señalar que, en general, los musulmanes de África no se reconocen en las categorías que se les imponen desde fuera y que fueron creadas para clasificar el islam en Oriente Medio. Los llamados salafistas – e incluso yihadistas como Al-Shabab, Boko Haram o Yama‘at Nusrat al-Islam – no practican el rito hanbalí del salafismo árabe, o lo combinan con el malikismo típico de las zonas en las que operan. Pese a ello, los líderes políticos y religiosos de la región no dudan en utilizar dichas categorías para su propio beneficio. De este modo, tras los ataques del 11S los sufíes de Tanzania acusaron a sus opositores salafistas de terrorismo para socavar sus intentos de perturbar las jerarquías tradicionales. Y en 2015 Mohamed VI creó un instituto de formación para ulemas africanos, presuntamente para promover el islam “moderado” malikita y sufí de Marruecos, pero también con la intención de ganar apoyo político a la ocupación del Sáhara Occidental, como denunciaron las autoridades argelinas.

Otra constante del discurso habitual sobre el islam es su politización. Pérouse de Montclos cuestiona que este sea un fenómeno reciente, argumentando que el islam ha tenido una fuerte dimensión política desde sus inicios en virtud de la posición de Muhammad como profeta y fundador de un Estado. Señala, asimismo, que fue usado políticamente por los sufíes mucho antes de la llegada del salafismo: ambos grupos han utilizado el takfir (excomunión) y la yihad con el supuesto objetivo de devolver a los musulmanes al “buen camino”. Entonces como ahora el islam ha servido como instrumento de legitimación, como es el caso de la proclamación de un califato, o de contestación, como en la práctica de rebelarse contra gobernantes declarados “infieles”. En realidad, la religión se usa para articular agravios provocados por la marginación de ciertos grupos o por la competencia por recursos y territorio, cuando no para ocultar sórdidas motivaciones como la codicia.
En opinión del autor, aquellos que hablan de politización del islam se limitan a comparar la situación actual con el pasado más inmediato. En efecto, las ideologías dominantes en los países que se independizaron tras la Segunda Guerra Mundial eran el nacionalismo y el socialismo tercermundista, mientras que la creciente urbanización y la expansión de la educación contribuían a la secularización de sus sociedades. Sin embargo, el fracaso del proyecto nacionalista y el fin de la guerra fría, que se vio acompañado del colapso de regímenes dictatoriales, permitieron el establecimiento de múltiples partidos de diferentes tendencias ideológicas e identitarias. Al mismo tiempo, las crisis de la deuda y los consiguientes programas de ajuste estructural impuestos por el Banco Mundial forzaron a los gobiernos a reducir los servicios que proporcionaban a sus ciudadanos. Ese espacio fue ocupado por todo tipo de asociaciones, entre ellas las musulmanas.
Pérouse de Montclos no ve motivo de alarma en la creciente visibilidad del islam en las sociedades africanas. Como explica, no existe un movimiento panislámico; los partidos y asociaciones musulmanas exhiben las mismas divisiones que afligen a las comunidades a las que representan, y que son de naturaleza tanto religiosa como social y étnica. La difusión del velo y prendas similares ha permitido que las mujeres tengan una mayor presencia en el espacio público, por sentirse menos afectadas por las amenazas a su buen nombre o la simple incapacidad de comprar ropa y cosméticos. Los yihadistas han sido incapaces de establecer un contraproyecto viable para la sociedad, y sus depredaciones han desprestigiado las ideas que defienden. Y a pesar de recibir una atención desproporcionada, las confrontaciones entre musulmanes y cristianos siguen siendo la excepción y, cuando se producen, su motivo no es la religión sino problemas como el acceso a recursos. Así, los pastores Fulani, que suelen ser musulmanes, no atacan a los granjeros mayoritariamente cristianos del norte de Nigeria debido a su religión, sino porque constantes sequías exacerbadas por el cambio climático los han expulsado de sus tierras ancestrales de pastoreo. Por otro lado, es frecuente que los musulmanes que pueden permitírselo escolaricen a sus hijos en colegios cristianos debido a su buena reputación académica.

Por supuesto, cualquier buen argumento puede llevarse demasiado lejos. El propio Pérouse de Montclos no puede evitar hacer alusión el boom petrolero, que permitió a los Estados del Golfo exportar un islam que no solo rechaza el sufismo, sino que promueve actitudes intolerantes hacia los seguidores de otras religiones. De hecho, reconoce que salafistas suelen ser hostiles hacia los cristianos, a los que consideran transmisores de la cultura occidental, y esto sin duda aumenta las tensiones en sociedades ya de por sí frágiles y fragmentadas. Por otra parte, y a pesar de sus indudables conocimientos de África y del islam, el autor muestra algunas lagunas. Por ejemplo, traduce el término árabe tuba como “conversión” (se trata de tawba, “arrepentimiento” o “penitencia”). Afirma que el término Nassara, utilizado en ocasiones para designar a los cristianos, hace referencia a conquista y victoria (proviene de al-Nâsira, “Nazaret”). Y pretende que el gran reformador del islam Muhammad ‘Abduh rechazaba influencias cristianas y occidentales, cuando en realidad era un gran admirador de la civilización occidental y dijo, en alabanza de la misma: “Fui a Occidente y vi islam, pero no musulmanes; regresé a Oriente y vi musulmanes, pero no islam”.
No obstante, ‘L’islam en Afrique’ merece nuestra atención. Es una obra muy didáctica, que añade a sus más de 400 páginas varios mapas, un anexo con información sobre las cofradías sufíes en África y un glosario. Es, además, necesaria, por obligarnos a reconsiderar nuestros estereotipos sobre África y por contener lecciones aplicables más allá del continente. Dirige críticas acertadas contra el sufismo, comúnmente envuelto en un aura de romanticismo que tiene no poco de orientalista. Y señala con certeza que el islam no es un problema en sí mismo, sino que se utiliza como instrumento de movilización en conflictos que poco o nada tienen nada que ver con la religión. Por ello, actuales políticas que favorecen la intervención armada e ignoran las causas subyacentes de la violencia – como la intervención antiterrorista liderada por Francia en el Sahel – no solo no resultan eficaces, sino que pueden exacerbar esos conflictos.