Washington y Londres: dos formas de encarar el coronavirus

Ya lo anunció de manera solemne la Organización Mundial de la Salud (OMS): frenar la expansión del COVID 19 será responsabilidad de cada país. Conforme han ido avanzando los días, los diferentes gobiernos se han puesto manos a la obra. Las respuestas de los ejecutivos, por lo general, se han articulado en una línea restrictiva, aunque sin llegar al nivel de rigidez impuesto por las autoridades chinas desde el principio de la pandemia.
Estados Unidos ha decidido, en el curso de los últimos días, comenzar a aplicar medidas drásticas. Este jueves, el presidente Donald Trump decretó la suspensión de todos los vuelos procedentes de Europa, a excepción de los que partían de Reino Unido y la República de Irlanda. Un día después, en la tarde del viernes, se supo que la Casa Blanca ampliaba las restricciones: la Administración decretó el estado de emergencia nacional en todo el país.
En el discurso en el que anunció la medida, Trump advirtió de que las ocho próximas semanas serán “críticas” para impedir la propagación a gran escala del patógeno. En la práctica, el paso emprendido por Trump supone desbloquear ayudas a los estados y a las ciudades por un valor de 50.000 millones de dólares. Queda por ver en qué medidas concretas se materializará este impulso, aunque es cierto que el sistema sanitario público estadounidense -ya de por sí bastante frágil- salió bastante malparado de las reformas introducidas por el actual presidente, que acabaron prácticamente con el llamado Obamacare.
La maniobra de Trump llega después de duras acusaciones emitidas por el Ministerio de Relaciones Exteriores chino, según las cuales el virus habría sido liberado en Wuhan por el Ejército estadounidense para debilitar al gigante asiático y frenar su pujanza económica. Un alto funcionario del Departamento de Estado ha informado de que el embajador de China en Washington ha sido convocado para dar cuenta de esas declaraciones.
A pesar de la reciente declaración de la emergencia nacional -un movimiento aplaudido por diferentes sectores de la población, desde la clase política hasta los profesionales de la sanidad-, la Administración Trump ha sido bastante criticada por el comportamiento que ha exhibido hasta la fecha. El propio presidente ha estado en el centro de muchas críticas por su actitud errática.
En los albores de la crisis, cuando empezaron a confirmarse los primeros casos de ciudadanos estadounidenses que dieron positivo en las pruebas del coronavirus, Trump restó importancia al asunto aludiendo al buen hacer de la economía; una salida de emergencia que aplica a menudo cuando le vienen problemas. Además, se enzarzó en numerosas discusiones con políticos demócratas que le exigían que tomase medidas de calado.
En lo personal, Trump y otros altos cargos de la Administración han mantenido contacto estrecho con personas que se ha confirmado que tenían coronavirus. Sin ir más lejos, el mandatario acogió en uno de sus resorts de Florida a una figura prominente del Gobierno del brasileño Jair Bolsonaro que dio positivo en los análisis. No obstante, Trump se ha mostrado muy reticente a hacerse las pruebas, a pesar de ser una persona que, a sus 73 años, se encontraría, en teoría, en una situación de vulnerabilidad. El presidente se ha justificado aduciendo que no mostraba ningún síntoma y, por tanto, no consideraba necesario someterse al test; una postura que, sorprendentemente, ha corroborado el doctor Sean Conley, médico oficial de la Casa Blanca.

Si bien se puede achacar una cierta tardanza a la actuación estadounidense, las medidas de prevención han acabado llegando, como en la gran mayoría de países afectados. Reino Unido, sin embargo, ha optado por el camino contrario. La postura adoptada por el Ejecutivo de Boris Johnson es inédita en la lucha contra el coronavirus. Se basa, precisamente, en la ausencia de iniciativas para prevenir el contagio masivo, a excepción del aplazamiento de las elecciones municipales.
¿Qué busca Downing Street con esta arriesgada estrategia? En principio, parece haber dos objetivos. Uno es de carácter sanitario y otro, económico. En primer lugar, la Administración británica ha asumido que la acción gubernamental de cualquier tipo no podrá evitar ni un número alto de contagios ni de fallecimientos por el virus. De este modo, cuantas más personas se contagien en las próximas semanas, más habrán generado anticuerpos de cara a una hipotética segunda oleada del virus el próximo otoño o invierno.
En segundo lugar, el Gobierno británico busca paliar los severos efectos económicos que, a buen seguro, causará -y, de hecho, ya está causando- la pandemia en todo el mundo. En principio, se parte de la postura de que, si no se desactiva la estructura económica del país, las consecuencias serán menos severas una vez que haya pasado lo peor de la crisis. Italia o la Comunidad de Madrid, por ejemplo, han decretado el cierre de prácticamente todos los comercios.
No obstante, es difícil predecir qué éxito puede tener esta inacción en un mundo hiperconectado. Aunque no se restrinja la actividad en Reino Unido, lo cierto es que las bolsas de toda Europa -según la OMS, el viejo continente ha sustituido a China como el epicentro de la pandemia- han registrado caídas muy significativas a lo largo de las últimas semanas. El desplome de las cotizaciones ya es mayor que el ocurrido cuando quebró Lehman Brothers. Es probable que el efecto contagio llegue de todos modos a Reino Unido.
Por el momento, no se puede hacer balance de qué actitud será más efectiva a largo plazo. No obstante, China y Corea del Sur, los únicos dos países que hasta ahora han conseguido controlar la transmisión del virus, optaron por actuar desde el principio.