Andanzas armenias (I): Sombras del Ararat

Antonio Navarro Amuedo
El viaje a Armenia se produjo casi de chiripa. Fue decisiva la suspensión de las conexiones aéreas directas desde Moscú y Tiblisi a raíz del conflicto desatado este verano en el Parlamento georgiano a propósito de la visita de una delegación rusa. Armenia y Georgia eran las dos finalistas del certamen caucásico y, por un capricho, la primera se llevó el gato al agua. Aunque, la verdad sea dicha, pasarse más de un lustro entre el verdor gélido de Moscú procura una querencia por los paisajes agrestes y las tierras pardas y castigadas por el sol. Y Armenia tenía todas las de ganar en eso. Las referencias armenias en la capital rusa, rompeolas de todas las repúblicas soviéticas y sus herederas, son una constante, empezando por sus económicos coñacs –que compiten en las baldas de los supermercados rusos con los vodkas locales- y sus hornos de pan y repostería, y quizás la más reconocible es la de los taxistas.
Apenas se necesitan unos segundos al subirse en un taxi en Moscú –ya se trate de uno solicitado con las nuevas apps o a la antigua usanza- para saber si el conductor es étnicamente ruso –con la única visón de la coronilla del individuo- o de alguno de los países del Cáucaso: los primeros se mantendrán en silencio toda la carrera; los segundos no tardarán demasiado en preguntarte de dónde eres, y al saber de tu nacionalidad española comenzarán a elogiar las virtudes futboleras del Madrid y del Barcelona, además de las de la Selección. Después tratarán de adivinar en cuántos países se habla el castellano, a menudo se les cuelan Portugal y Brasil, y te preguntarán por el plato nacional. De entre los taxistas moscovitas los armenios, de poblados bigotes y rosarios y crucifijos que cuelgan de espejos y lucen en las guanteras, son los más numerosos y parlanchines. Durante el Mundial de Rusia, el verano pasado, estaban especialmente locuaces; incluso eufóricos.
Encajonada entre Rusia y Turquía, antaño imperios ruso (y después soviético) y otomano y con vecinos como Irán, Georgia y Azerbaiyán, casi nada, sin salida al mar y con menos de 30.000 kilómetros cuadrados –algo más pequeña que Cataluña-, el pasado y presente de Armenia ha sido de todo menos fácil. Pero una cosa queda clara al viajero desde que pone los pies en Ereván, su capital: los armenios son un pueblo afable que quiere vivir en paz y disfrutar, de una manera parecida a otras zonas del Mediterráneo y el Oriente Medio, de los placeres cotidianos de la vida. Un paseo de madrugada por el centro de Ereván, entre los nuevos bulevares y las monótonas e impersonales construcciones soviéticas, sorprende por el bullicio y la alegría reinantes. Son las dos de la mañana, es martes y familias enteras, con todas las generaciones representadas, toman el fresco en bancos y terrazas. Parejas pelan la pava y los mayores juegan al ajedrez y fuman cigarrillos y beben té sin descanso. Tres sonrientes jubilados tocan el acordeón y bailan ritmos locales. ¿A qué hora se levanta esta gente? ¿Son todos desempleados? Qué más da.
El patriarca dio otro empujoncito. Desde que comenzara el acercamiento escrito y audiovisual a Armenia en los últimos meses, la historia de Noé y el Arca en el monte Ararat causó una especial fascinación en quien escribe estas líneas. Según la tradición, los armenios son descendientes de Jafet, el hijo pequeño de Noé. Y en las cumbres del bíblico monte –íntegramente en territorio turco-, coinciden las tradiciones hebrea, musulmana y cristiana, reposó el Arca después del Diluvio. Poco importa que no haya indicio de que en efecto el relato del Génesis tuviera como escenario cierto este volcán de exactamente 5.137 metros de altura –a pesar de ciertas imágenes satelitales que desataron pasiones- en los confines de Europa y Asia. Uno siente al llegar a Armenia que es un lugar especial y que está ante un pueblo antiquísimo con una compleja, dilatada y dura historia a sus espaldas.

Además del bíblico linaje que reivindican con orgullo los habitantes de estas montañas del Cáucaso meridional, Armenia tiene la singularidad, en este caso debidamente documentada, de ser el primer país del mundo en haber adoptado el cristianismo como religión oficial, unos años antes que el propio Imperio romano. Hecho ocurrido concretamente el año 301, en tiempos del rey Tiridates III. El monarca designó a Gregorio I el Iluminador, al que se considera fundador de la Iglesia armenia, como primer catolicós –obispo principal del reino-. Hijo de nobles parto-armenios, Gregorio fue educado en Cesarea de Capadocia por un cristiano noble de nombre Euthalius. La tradición dice que los apóstoles Judas Tadeo y Bartolomé fueron los primeros evangelizadores de la Armenia romana en el siglo I. De ahí que se les considere los primeros iluminadores de este país de sol cegador.
Los armenios son orgullosamente cristianos. Rodeados de países de mayoría musulmana, siglos de dominación otomana y soviética han acentuado el orgullo de su cristianismo nacional. La Iglesia armenia –oficialmente Iglesia gregoriana apostólica armenia- resiste en su solitaria singularidad: no debe lealtad ni a Roma ni a Moscú. En torno al 435 se tradujo definitivamente la Biblia del griego al armenio con el alfabeto creado por el monje Mesrob Mashtots en 406 y que sigue usándose a día de hoy. (Otro motivo de orgullo, como la normalización del armenio en todos los ámbitos: cierto es que el ruso sigue siendo segunda lengua de la mayoría de la población, pero el inglés y el alfabeto latino van ganando terreno en la cartelería al cirílico).
Lo cierto es que las sombras del Ararat son alargadas, y una espinita clavada en el corazón de cada armenio desde que en 1921 pasó a ser parte de Turquía en plena Guerra turco-armenia. El monte Ararat es omnipresente. Cuentan las crónicas de la época que los turcos protestaron a los rusos por el hecho de que en el escudo de armas armenio figuraba la silueta de un accidente geográfico que no se encontraba en su territorio y aquellos, en una salida más rusa que la balalaika, les respondieron que quizás ellos tendrían que replantearse también su enseña nacional puesto que ni la media luna ni la estrella se encontraban precisamente en el solar de Asia Menor.
Símbolo del irredentismo armenio, la silueta del Ararat se encuentra en los cuadros que decoran oficinas y cafés; luce en postales y camisetas; uno de los principales bancos armenios lleva su nombre, como lo hace una marca de cigarrillos y también uno de los brandis más populares del país. Por cierto, al parecer el coñac Ararat era muy del agrado del primer ministro británico Winston Churchill, que posiblemente probó por primera vez en la Conferencia de Yalta, en 1945.
A pesar de la fama y solera mundial de los brandis armenios, lo cierto es que los vinos son igual de importantes para los armenios. Las avenidas del Ereván soviético están hoy pobladas de animadas vinotecas. Un paseo nocturno de fin de semana por las calles Tumanyan o Moskovyan lo atestigua. Y es que Armenia, como Georgia, es tierra vinícola. De hecho, uno de los más antiguos productores del mundo: nada menos que 6.000 años en la materia. No en vano, entre las principales excursiones que se ofertan a los turistas desde la capital se encuentran las visitas a las bodegas de la región de Vayots Dzor, con el vino de la localidad de Areni, en el escarpado valle del río Arpa, a la cabeza. Un caldo, como atestigua quien perpetra estas líneas -algo dulzón quizá- de gran calidad. La visita a la cueva del complejo arqueológico de Areni-1, quizás la instalación más antigua del mundo, es obligada.
No solo de vino vive el armenio, y, si animadas son las modernas tabernas de vinos donde va una parte de la juventud más sofisticada, no lo son menos los bulliciosos restaurantes y cafés del centro de la ciudad. La comida aquí es un ritual y el viernes y el sábado noche los restaurantes de comida local –donde abundan los asados de carne acompañados por lavash, el fino pan sin levadura armenio que la Unesco incluyó en su lista de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad- están a reventar. Como ocurre en la vecina Turquía y en otras zonas del Levante y Oriente Medio, los grupos de amigos y las familias se reúnen y disfrutan de largas y animadas sobremesas. Y como pasa en otros países de esta extensa parte del mundo que coincide –perdonen la osadía del que esto escribe-, ‘grosso modo’, con las fronteras del antiguo Imperio otomano, todos se pelean por la primogenitura de un puñado de platos, desde el pan sin levadura hasta el kebab hasta las hojas de parra rellenas, pasando por la pasta de garbanzos o la ensalada de yogurt. Lego en arqueologías culinarias, el viajero sí puede, con todo, dar testimonio de lo gratificante que es degustar el género que ofrecen los restaurantes del entorno de la Plaza de la Libertad y las céntricas calles Pushkin o Tumanyan (los grandes nombres de la URSS conviven con los prohombres de la tierra).
Junto al sagrado Ararat, la otra presencia constante en las calles de Ereván es el cantante franco-armenio Charles Aznavour, icono nacional indiscutible. Una especie de símbolo para los armenios a la manera de la libanesa Feiruz, ya se traten de suníes o chiitas, para los árabes. Aznavour, aunque nacionalizado francés, fue símbolo de los armenios de aquí y de allá, de los que viven en la menguada Armenia independiente del siglo XXI y en las muchas diásporas que han sido. Su efigie se encuentra en marquesinas de paradas de autobús y adorna los parques, amén de que el cantante fallecido en 2018 da nombre a una de las más céntricas plazas. Ni rastro de las hermanas Kardashian, que aunque llevan su apellido armenio (el sufijo ‘-ian’ es la más común de las terminaciones de apellidos aquí, algo así como ‘hijo de’) por el mundo, poco les importa su fortuna y paradero a los habitantes de Ereván a los que se menciona a las estrambóticas ‘celebrities’ estadounidenses.
Decepciona no poder vislumbrar de manera alguna el Ararat desde el caserío ocre y soviético de Ereván. Quizás el problema es que hay que subirse a algún mirador. Pero el taxista ha anticipado una de las grandes verdades de Armenia: hay que tener mucha suerte para poder ver su silueta coronada por nieves perpetuas. Por si no bastara con la pena de tenerlo en el país vecino, encima se deja ver con cuentagotas. Una neblina lo oculta las tres cuartas partes del año; al parecer los fríos y luminosos días de febrero son los mejores.
“Desayunar ante el monte en el que, según la Biblia, habría quedado varada el Arca de Noé, no es algo trivial. A menudo el monte se muestra etéreo y no deja alternativa a la espera tenaz. Así es como las cosas empiezan a merecer la pena. Lo supe la primera vez que intentamos darnos los buenos días en pleno amanecer en el monasterio de Jor Virap, junto a la frontera turca: el Ararat hay que ganárselo”. Con este tino y sensibilidad lo dice la periodista española Virginia Mendoza en el bello libro ‘Heridas del viento’, una declaración de amor a Armenia que es lectura obligada para quienes deseen adentrarse en las profundidades del alma de este pueblo.
A uno no se le ocurre mentarlo siquiera –cuidado con los turcos, en otro momento se abordará la espinosa cuestión del genocidio-, pero el primer paseo, de buena mañana, por las calles de Ereván le recuerda mucho a los amaneceres veraniegos en Estambul. El mismo olor a higuera y a yerba recién regada con los primeros rayos –que anticipan una jornada calurosa- de sol del día. Pero hay que subir al complejo de las Cascadas –una escalera gigante de piedra caliza que se eleva 117 metros de altura-, sin duda la mejor vista de la ciudad. La primera visita a este céntrico lugar de esparcimiento es decepcionante: sol de justicia y ni rastro del monte sagrado. Pero no lo serán las sucesivas.

La ruta entre Ereván y el monasterio de Jor Virap es breve –algo más de 40 kilómetros- pero bastan para zafarse por completo del ambiente urbano de la capital y adentrarse entre viñedos y huertos y serpentear por bellos desfiladeros. En las cunetas señoras de rostros curtidos aguardan poder vender albaricoques y cerezas, rico y fresco género que pregonan en lengua rusa al visitante. En el camino, el viajero hace una parada en el templo pagano de Garni, una rara muestra arquitectónica precristiana que data del siglo I. A pesar de lo espectacular del entorno, en plenos cañones del río Azat, el lugar decepciona porque Garni está completamente reconstruido. Poco después el visitante llega al entorno de Jor Virap, que comenzó como una capilla construida en el siglo VII en honor de San Gregorio, quien pasó 13 años en una mazmorra por extender la fe cristiana antes de convertirse en mentor del mismo rey que lo encerró, y hoy es otro de los símbolos de Armenia.
Como ya intuía el visitante, la neblina que parece empeñada en mantener el halo de misterio en torno al Ararat, impide poder contemplarlo como en las fotografías. Las cámaras del Huawei y el iPhone tampoco hacen milagros. Pese a la pequeña decepción, el entorno es majestuoso. A pocos metros del monasterio se encuentra la frontera armenio-turca, que custodian del lado armenio militares rusos. No hay manera de acercarse a las faldas del monte a pesar de lo apacible de las dehesas que se otean desde el promontorio donde se levanta la construcción del siglo VIII. Una gran bandera armenia que mira desafiante y orgullosa al Ararat preside el desolado y pedregoso descampado.
Uno es consciente cuando continúa en la ‘marshrutka’ –género furgonetero heredado de la URSS- al poner rumbo al sur del país, donde Turquía, Irán y la provincia azerí de Najicheván se dan la mano, de que se encuentra en las puertas mismas de Oriente Medio y de que, en los días estivales en que el inefable Donald Trump ha prometido lanzar un misil a los iraníes si se pasan de la raya, hay que mantener cierta cautela porque no se está precisamente en Torremolinos o Barbate.
Además de puestos de frutas y escarpados desfiladeros, el viajero observa cada cierto tiempo en la ruta el esqueleto de algún malhadado vehículo que se precipitó pendiente abajo y que nadie se preocupó nunca de recuperar, y busca algún rastro de inquietud en los rostros de los acompañantes de excursión cada vez que el conductor toma con demasiados riesgos y velocidad las curvas del camino. Con todo, la vida es apacible y sencilla en este claustrofóbico enclave del Cáucaso llamado Armenia y el viajero celebra, de camino a Ereván, poder disfrutar del vino y los asados baratos, la presencia permanente y discreta del Ararat, del sol cegador de mediodía y, sobre todo, del carácter afable y hospitalario de los habitantes de este fascinante, áspero y sufrido país.