La violencia en América Latina, otra forma de terrorismo

Alexandra Dumitrascu

Pie de foto: A pesar de no haber conflictos armados interestatales, el nivel de violencia en América Latina y el Caribe es de lo más elevado del mundo. En la foto: Policía mexicana custodia la escena de un crimen.

A diferencia de Europa, de gran parte de África y de Oriente Medio, América Latina, aparentemente, no se confronta con la amenaza del terrorismo yihadista. El aumento de atentados en suelo europeo ha llevado a los ciudadanos latinoamericanos a presumir, aunque con tono de alivio, de que el terrorismo es algo lejano y que, afortunadamente, no es algo que les concierna. No obstante, un mal endémico y muy preocupante que padece la región es la violencia. A pesar de no haber conflictos armados entre los estados de la región, ni terrorismo perpetrado por grupos extremistas islámicos, el nivel de violencia es de lo más elevado del mundo. Si bien los expertos asemejan el problema a una pandemia, en realidad puede ser equiparada a otra forma más de terrorismo, aunque sólo México y Colombia padezcan la violencia de grupos organizados perfectamente identificados.

En su primera acepción, el Diccionario de la Real Academia Española, define el terrorismo como una sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror. Consciente o inconscientemente, los miembros que cometen actos violentos influyen en las víctimas, y en la población en general, minando su libertad individual y la capacidad de desarrollo pleno. Como causa de ello, muchos ciudadanos de la región afirman tomar múltiples medidas de seguridad por cuenta propia, tal como evitar llegar de noche o solos a sus casas, no llevar joyas en el caso de las mujeres, o cambiar las rutas de tránsito en la noche, entre otras. Si bien hace una década el problema de la seguridad constituía un tema más que secundario, hoy día la delincuencia es la primera inquietud para los ciudadanos latinoamericanos.

Los índices de violencia, lejos de disminuir, han seguido incrementando, de forma incesante, desde 2005. Nueve de las 10 ciudades con mayor número de homicidios del mundo se encuentran en América Latina. Por países, Venezuela, Honduras, México y Colombia registran las mayores tasas de violencia de toda la región, en algunos llegando incluso a duplicarse durante la última década. En Venezuela, el incremento de la violencia ha llevado aparejado una cifra récord de muertes violentas – una tasa de homicidios de 90 por cada 100.000 habitantes -, llegando con ello a superar incluso a Honduras, país que en años precedentes ha ocupado el primer puesto. Analizado en términos absolutos, quiere decir que una de cada cinco personas asesinadas en América Latina ha sido de Venezuela. Por tanto, saber que los venezolanos son los ciudadanos a los que más les preocupan la criminalidad, el 66%, no es ninguna sorpresa.

De acuerdo a las últimas estadísticas, el 33% de todos los homicidios de todo el mundo se producen en Latinoamérica, lo que equivale al mayor porcentaje de asesinatos, con una tasa de más de 20 muertes por cada 100.000, tres veces más que la media internacional. Sin embargo, la violencia no solamente se mide en términos de asesinatos, sino también en cuanto a la tasa de victimización, que incluye robos, secuestros y extorsiones. De acuerdo con el Barómetro de las Américas de 2014 –último dato disponible –, la mayor tasa de victimización de América Latina le corresponde a Perú, con 30.6%, seguido por Ecuador y Argentina.

Los robos son un fenómeno habitual en la región, y un problema de seguridad común para los ciudadanos, aunque lo más preocupante es el hecho de que, tal como informa Naciones Unidas a través de su Programa para el Desarrollo (PNUD), seis de cada diez se producen en circunstancias violentas. El uso de armas blancas o de fuego es una realidad ordinaria que, en ocasiones, tiene un desenlace trágico. En Argentina, prácticamente el 80% de los casos de robo implican el uso de armas de fuego. La tasa promedio de homicidios perpetrados con armas de fuego en América Latina y el Caribe (ALyC) es la más elevada del mundo, con porcentajes que van desde 55% en el caso de Sudamérica y llegan hasta casi 70% en Centroamérica, según un informe de la Universidad de Cambridge.

Los secuestros y las extorsiones son también crímenes habituales en la región, si bien se relacionan especialmente con el narcotráfico al constituir una diversificación de la financiación de las bandas criminales tras la persecución por parte del Estado.

Los secuestros se pueden dar con fines recaudatorios al pedirse a las familias una recompensa a cambio de la liberación, aunque en ocasiones están relacionados con el tráfico de personas con fines sexuales y de trabajo forzado, muy usual en Centroamérica en donde el flujo de este tráfico se concentra en la frontera con Estados Unidos.

Causas estructurales

Los índices de violencia en América Latina son producto de múltiples factores, la mayoría de ellos estructurales, como la pobreza, la desigualdad, la educación y el crimen organizado, con un peso muy importante del narcotráfico.

Si bien la situación económica y la calidad de vida han aumentado en la última década, la cifra de las personas en situación de pobreza ha incrementado también, alcanzando los 168 millones de personas –casi un 27% de la población regional total-, de los cuales, 70 millones en situación de indigencia, de acuerdo al Panorama Social de América Latina de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL). Entre 2015 y 2016 el PNUD interceptó una reversión del proceso de salida de la pobreza en la región, y estima que más de un tercio de la población que había salido de la pobreza hasta 2013, corren el riesgo de recaer debido, principalmente, a la crisis económica, a los desastres naturales, y a los problemas de salud.

La violencia en América Central, México, Colombia y, recientemente Perú está estrechamente vinculada a la producción, consumo y tráfico de drogas, que a su vez es consecuencia directa de la pobreza y de la falta de oportunidades entre los jóvenes debido a sistemas de educación débiles e ineficaces. El éxito de Colombia en su lucha contra el narcotráfico monopolizado por las guerrillas de las FARC tras la caída de los dos mayores cárteles del país, Medellín y Cali, a mediados de los años 90, cambió el mapa regional desplazando los centros de producción hacía Perú y Bolivia; los de procesamiento y tráfico hacía Ecuador y Venezuela; y las base de operaciones de las grandes cárteles hacía México y Centroamérica. Recientemente, Perú como principal productor de cocaína de la región, se ha declarado impotente en solucionar el problema sin la ayuda internacional. No obstante, la cadena de producción únicamente representa el 29% del valor total de la cocaína, el 71% correspondiendo al tráfico, y es en los países en donde circula y se distribuye en donde se registran los mayores índices de violencia relacionado con el narcotráfico, esto es, en Centroamérica. Aunque la mayor parte de la cocaína tiene como principal destino Estados Unidos, una parte importante se distribuye también hacía África Occidental y Europa, y últimamente Argentina se ha establecido como principal zona de tránsito y de origen hacía esos destinos, lo que supone una grave amenaza para la seguridad del país.

Debilidad institucional

Si bien los factores anteriores son los principales impulsores de la violencia en ALyC, la debilidad institucional de los países de la región contribuye a que esta situación no sólo se prolongue en el tiempo, sino que aumente. De acuerdo al informe World Justice Project de 2015, que provee datos acerca de cómo los ciudadanos de 102 países del mundo experimentan el Estado de derecho, únicamente Uruguay y Chile se encuentran entre los primero 30 puestos del ranking.

El funcionamiento del sistema judicial, que involucra desde la policía hasta la fiscalía, las cortes y las cárceles, son clave para prevenir y disuadir el comportamiento delictivo de los individuos. La eficacia del sistema judicial en general depende del buen funcionamiento de todas sus partes. No obstante, en la práctica, la efectividad del sistema judicial latinoamericano se ha debilitado paulatinamente o, en algunos casos, la capacidad del Estado para lidiar con la violencia se ha visto afectada. A modo de ejemplo, en algunos estados federales de México, cerca del 90% de los homicidios están impunes, no se llega a conocer o no investiga. En Venezuela, el 97% de los delitos quedan sin resolver. Y en Paraguay, los criminales violentos salen libres a las 24 horas de ser capturados.

De acuerdo a un informe sobre la seguridad en la región del Banco de Desarrollo de América Latina (CAF), ALyC tiene la menor cantidad de personas condenadas por delito: 4,5 por cada 100 delitos, en comparación con 9 en América del Norte y 15,2 en Europa. En el caso de homicidios, el número de condenas asciende a 33 por cada 100 asesinatos, aunque esta cifra sigue siendo tres veces inferior a la que se da en Europa. Pero, cuando se trata de la tasa de encarcelación, la situación cambia radicalmente. Los altos niveles de inseguridad, sumados a la presión por parte de la población, ha propiciado sistemas carcelarios sobredimensionados, con niveles que en el caso de Brasil o Colombia ha supuesto un aumento de más de 200% de la población carcelaria desde finales de los 90 y hasta la actualidad. El nivel de ocupación de las cárceles supera el 100% de la capacidad de las instalaciones, favoreciendo el colapso de una parte del sistema que, en muchos casos, más que favorecer la reinserción de los presos, contribuye a la reincidencia de los mismos.

Debido a esta situación, los ciudadanos han dejado de confiar en sus autoridades para informar acerca de los delitos lo que provoca un círculo vicioso que implica un deterioro cada vez mayor del sistema de seguridad. En las principales ciudades de América Latina, solo se denuncia un 45% de los delitos, de acuerdo con informes regionales. En cambio, los ciudadanos prefieren acudir a la seguridad privada o, en cambio, emplear la justicia por mano propia.

Paradójicamente, aunque el número de efectivos policiales en la región es superior a otras partes del mundo – un promedio de 307 agentes por 100.000 habitantes -, la desconfianza debido a la incompetencia y/o corrupción de los mismos, ha propiciado la emergencia de un sector privado de alrededor de cuatro millones de agentes privados, con un crecimientos anual de 9% . Esta situación ha llevado a que, en algunos países, los agentes privados superen en número a la policía pública, tal como en el caso de Honduras en donde la proporción es de 7 a 1, o en Brasil con 4 a 1.

No obstante, una consecuencia mucho más preocupante que la falta de confianza ciudadana, lo representa la justicia por cuenta propia que ha emergido en países como Bolivia, México, Brasil y Argentina. Sin embargo, son Surinam, Ecuador y El Salvador los países en donde más apoyo a la justicia por cuenta propia registran.

Si bien la violencia es determinada por múltiples factores, tal como se ha visto, no cabe duda que ésta es alimentada por un sistema estatal burocrático, deficiente e ineficiente, que en vez de aliviar la situación favorece la metástasis del problema. La comisión de los delitos se concentra en los así llamados puntos calientes, que si estarían adecuadamente identificados por los agentes públicos de seguridad, contribuiría, con voluntad, a la disminución de los delitos en dichas zonas solo con una concentración de efectivos policiales in situ. La vigilancia policial ayudaría en alguna medida a la disuasión y/o prevención de las conductas delictivas. Si bien, en este caso, se da por sentado que los agentes han de ser cualificados y con una retribución tal que impida las prácticas de corrupción.

La agilización de los procesos judiciales, coadyuvaría, por su parte, a la disminución de la violencia, así como el aumento de las penas carcelarias, al disuadir de esta manera las acciones delictivas.

Por último, los países de la región deberían invertir para la modernización y ampliación de las dependencias carcelarias, para aliviar la sobreocupación, pero también mejorar las condiciones de estancia de los presos a través de programas que prevengan la reincidencia y ayude la reinserción de  estos  una vez liberados.

Pero ante todo hace falta que los Gobiernos de la región tomen consciencia de la gravedad del problema en sus países.