Miguel Morayta, un español en la historia del cine mexicano

Miguel Morayta. Photo Antonia Cortés
Miguel Morayta Martínez, como tantos y tantos españoles, se vio obligado a salir del país debido a la Guerra Civil. Había nacido en Villahermosa, un pueblo manchego en el que su padre era médico, aunque pronto se fueron a vivir a Ciudad Real, donde el cabeza de familia, Francisco Morayta Serrano, llegó a ser presidente de la Diputación Provincial por el Partido Radical. Venía de una familia claramente republicana; su abuelo, Miguel Morayta y Sagrario, también fue político, además de catedrático de Historia en la Universidad Central de Madrid, periodista y Gran Maestre y Soberano Gran Comendador de la Masonería española.

En 1936, Morayta se encontraba de agregado militar de la delegación española en Tánger. Él decidió no unirse a la sublevación de otros compañeros contra el Gobierno de la Segunda República. “No traicioné el juramento de lealtad que había hecho al Estado”, respondía Miguel Morayta en una entrevista que le realicé años atrás. Él era militar de carrera. 

Ese señalado año marcaba uno de los episodios más terribles de España, su división en dos: “Españolito que vienes al mundo te guarde Dios. Una de las dos España ha de helarte el corazón”, escribió Antonio Machado, que como bien saben, murió en Colliure (Francia) un 22 de febrero de 1939, camino del exilio, junto a su madre y otros familiares. Y viene a mi memoria la novela de Joaquín Pérez Azaústre, “El querido hermano”, que comienza en el momento en el que el también poeta Manuel Machado conoce tan triste noticia y decide ir a su encuentro, al menos para darle el último adiós frente a su tumba. Una historia de amor por encima de ideologías.

Morayta tuvo más suerte que el poeta, y, aunque llegó a la Francia ocupada por los nazis y pasó por algún campo de concentración, pudo salir, sobrevivir, volver a vivir. Atrás quedaban sus hermosos recuerdos de la niñez, su juventud en las Academias de Toledo y Segovia y sus siempre recordadas misiones en Marruecos; él mismo me contó que fue espía, que participó en la ocupación del territorio de Ifni, por lo que fue condecorado, o que, en la hermosa ciudad de Chauen, fue nombrado “Hijo adoptivo”. Una época de su vida interesante donde los éxitos y los problemas se mezclaron, sobre todo cuando se declaró africanista y partidario de la autodeterminación de los pueblos, de un Marruecos independiente, fuerte y aliado de España. “Imagina pensar así en aquellos tiempos”, me dijo en cierta ocasión, pues tuve la suerte de conocerlo en ese México que lo acogió, como a tantos exiliados, con los brazos abiertos.

Trascurría noviembre de 1941 cuando el Quanza, barco portugués en el que viajaba Morayta, atracó en Veracruz. Atrás dejaba demasiado, incluida su mujer, Maruja, otra manchega de Almadén, y su primer hijo, quienes llegaron dos años después. Comenzaba una nueva vida en el entonces México D. F. dedicada de lleno al cine. Poco después de su llegada, en 1943, hacía su primera película: “Caminito alegre” con Sara García, Isabela Corona o el madrileño Ángel Garasa; la última vez que rodó fue en 1978: “Los amantes fríos”. Entre medias, como director, guionista o productor, hizo más de un centenar de películas no sólo con los grandes actores mexicanos de la época sino también con los españoles. ¿Recuerdan la película “Ay pena, penita, pena” con la inolvidable Lola Flores, la Faraona? ¿Sabían que fue dirigida por Miguel Morayta? Carmen Sevilla, las gemelas Pilar y Aurora Bayona Sarría, conocidas como Pili y Mili, la que fuera el gran amor de Manolete, Lupe Sino, el galán Arturo Fernández, Joselito… todos trabajaron con el cineasta manchego en México.

Morayta nació un 15 de agosto de 1907. Él presumía de haber venido a este mundo el mismo día que Napoleón Bonaparte, su personaje histórico favorito y a quien admiraba profundamente por “su capacidad estratégica, su increíble memoria, su valentía y su incansable afán de trabajo”. Vivió 105 años, hasta el 19 de junio de 2013 que nos dijo adiós en aquella ciudad que le dio tanto, aunque siempre llevó sus raíces en el corazón. Ahora hace 11 años.

Sin duda, fue uno de los grandes exponentes de la época de oro del cine mexicano. Allá, en su país de acogida, “El mártir del calvario”, por ejemplo, sigue siendo un clásico; recuerdo haberla visto en televisión alguna Semana Santa. Pero en España es el gran olvidado, también en su tierra manchega, pese al también empeño del ciudarrealeño Domingo Ruiz de reivindicar su figura: hizo un documental y publicó dos libros sobre su cinematografía. Ni a nivel nacional ni regional le han otorgado el merecido reconocimiento que debería tener Miguel Morayta. 

Tuve la suerte de escuchar sus historias y las cosas que en esta columna les cuento hoy mientras comíamos o tomábamos un café en la Colonia Roma, donde vivía, de admirarlo y quererlo, por eso, no pierdo la esperanza, y quizá, algún día, los que tienen en su mano hacerlo pongan a este manchego que tatuó su nombre en la historia del cine mexicano en el lugar donde debería estar.