España: un problema
Es de sobra conocido que el mundo pasa por una época de profundo cambio geopolítico, impulsado por nuevas configuraciones del ejercicio del poder, cuyas consecuencias son desconocidas. La posición geopolítica de un Estado es algo que no se elige. Depende de su ubicación geográfica, de las opciones elegidas por los otros Estados que lo rodean y del impacto que ambos aspectos tengan en cuestiones tan relevantes como los flujos demográficos, comerciales y energéticos.
En ese sentido, la geografía delimita las ventanas de oportunidad, así como buena parte de los riesgos que debe asumir cada Estado. Para ello los gobiernos deben de ejercer su soberanía mediante la estrategia, entendida como la forma en que va a emplear los componentes del poder político para alcanzar los intereses nacionales. La fortaleza del Estado y la cohesión de los elementos que lo componen, son esenciales para su supervivencia.
En la actualidad, las guerras de Ucrania y Gaza conforman escenarios en Europa y en la zona MENA que, al interconectar sus efectos, activan una zona de tensiones internacionales de alto riesgo. La guerra de Ucrania pasa por un momento de impasse, pues los resultados de la famosa “contraofensiva” de verano no han aportado las ventajas previstas para las fuerzas ucranianas, a la vez que la estrategia de atrición aplicada por el Kremlin es favorable para Moscú. Las elecciones ucranianas previstas para marzo parece que le crean problemas a Zelensky, que ha reaccionado con el relevo de importantes mandos militares.
La guerra de Gaza, con la permanente larga sombra de la intervención de Irán, el despliegue aeronaval estadounidense, la tensión en el Sahel, junto con franja de inestabilidad geopolítica en el norte de África, conforman una zona de crisis permanente. Europa, una vez más, demuestra su dependencia estratégica de Estados Unidos a través de la OTAN, mientras la UE huye hacia adelante con planes de expansión más que discutibles y desacuerdos sonados como el de la ayuda a Gaza. Al escenario hay que añadir el protagonismo de Ankara, que oscila con respecto a Jerusalén, coquetea con Moscú y desde la OTAN aspira a controlar el Mediterráneo, todo ello impulsado por un neo-otomanismo que busca horizontes, más allá de Anatolia.
Por si todo ello fuese poco, España entra en una fase muy preocupante de su larga crisis interna, esta vez provocada por los resultados electorales del pasado 23 de julio. Vista desde fuera, la situación puede resultar inexplicable desde el punto de vista de un país supuestamente democrático, integrado en Europa desde 1985, aunque su protagonismo haya sido manifiestamente mejorable.
La vuelta al poder de la izquierda constitucional, tras el sangriento ataque del 14-M de 2004, abrió una época en la que España quedó sumida en la irrelevancia internacional. La política exterior entró en “off” a la vez que se cuarteó la soberanía nacional al crearse diplomacias en algunas comunidades autónomas, lo que constituían vulnerabilidades innecesarias a la seguridad nacional, a la vez que algunas policías autonómicas asumían una panoplia de competencias que no están reguladas por aquella.
La presente situación, “el síndrome de la investidura”, o el empleo de una amnistía, no contemplada por la Constitución Española, para conseguir los votos de un partido cuyos dirigentes fueron condenados por sedición y otros delitos, se produce en plena crisis geopolítica europea.
Si se recurre a la parodia hospitalaria, se anotaría que el Estado español ingresó en vigilancia intensiva y tuvo lugar el proceso de diagnosis. Los primeros resultados apuntan a una carencia de “cultura estratégica” que produce una “introversión aguda”, ya que se invierte el flujo de la energía de poder y, en vez de ejercer como actor internacional, crea una metástasis de idiocia política, contagiosa y destructiva. Estamos ante el síndrome de una “democracia ideologizada”. Se daría el caso de que un miembro de la UE, en este caso España, basase su democracia en la interpretación legislativa del poder ejecutivo de turno.
La aprobación de la ley de amnistía producirá una alteración de la normalidad constitucional en España, que tendría consecuencias estratégicas para Europa, pues la península ibérica es un pivote geopolítico de primer orden, con repercusiones en la península europea, Mediterráneo y el norte de África. La falta de cultura estratégica impide a los españoles ser conscientes de las servidumbres que les impone y de las ventajas que les ofrece su realidad geopolítica. La acción exterior de España no ha sido guiada por esas consideraciones. Su adhesión a la Alianza Atlántica y a la Comunidad Europea debió efectuarse vinculada a la incorporación en ambas organizaciones de los intereses españoles. El problema es que los españoles no los conocían, y siguen en ello.
En los tiempos presentes, una España en crisis se convierte en una importante vulnerabilidad de Occidente, pues sería blanco fácil para sus enemigos al exhibir ruidosamente su debilidad. En las circunstancias actuales habrá que tener presente a Raymon Aron cuando analizando la obra de Max Weber señala que “las democracias están perpetuamente amenazadas por la decadencia que entrañan el anonimato de los poderes, la mediocridad de los dirigentes y la pasividad de las masas sin espíritu”.