Un Nobel para Trump

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump - REUTERS/NATHAN HOWARD
Ser el hombre teóricamente más poderoso del mundo garantiza aparecer a diario en las portadas de todos los medios de información del mundo

Si, además, el personaje que ostenta semejante título oficioso derrama cada hora una catarata de gestos e iniciativas sorprendentes, cuando no extravagantes, a ojos de una comunidad internacional que si parpadea se pierde seguramente algo importante, resulta evidente que erige su fama muy por encima de cualquier otro competidor público a escala mundial. 

Naturalmente estamos hablando del presidente de Estados Unidos, que une a los inmensos poderes de su cargo los rasgos de todo personaje público por dejar para la posteridad un legado eterno. Dicen los cronistas de la Casa Blanca, entre ellos el designado por el Club Internacional de Prensa como mejor corresponsal español, David Alandete, que Donald Trump aspira a revestirse con las galas de un Premio Nobel, que lógicamente sería el de la Paz. 

Sin embargo, ciertas recientes designaciones para dicho galardón por parte de los académicos de Oslo, entre ellas las de su antecesor en la Casa Blanca, el demócrata Barack H. Obama, no acaban de gustar al magnate, que habría sugerido a su ejército de asesores (tiene casi tantos como Pedro Sánchez) una apuesta menos controvertida y seguramente de mayor prestigio: el Premio Nobel de Economía. ¿Sus méritos? Se resumen en el sistema de aranceles mundiales, con el que Trump reparte a discreción premios y castigos. Un sistema flexible que depende en gran medida de su exclusiva voluntad de someter a las naciones y dirigencias más díscolas, o incluso a los países e individuos que no considera, a escala planetaria, suficientemente entusiastas en el aplauso a su persona, vida y obras. 

De momento, la diplomacia norteamericana se está limitando a promocionar su candidatura al Nobel de la Paz, basándose en un dosier que engorda día a día con la mediación exitosa en múltiples conflictos locales. Este mismo viernes, Trump se atribuirá con toda probabilidad gran parte del mérito de un acuerdo de paz entre las repúblicas caucásicas de Azerbaiyán y Armenia tras resolverse en favor de Bakú el conflicto por el enclave de Nagorno Karabaj, para lo que ha convocado en la Casa Blanca a sus primeros ejecutivos: el presidente azerí Ilham Aliyev, y el primer ministro armenio, Nikol Pashinián. 

Trump también se atribuye al alto el fuego entre Camboya y Tailandia, tras un violento estallido fronterizo, en el que uno y otro país del sudeste asiático se enzarzaron con los húmedos calores del verano y consumieron gran parte de sus arsenales artilleros. Lo mismo cabe decir del acuerdo entre Ruanda y la República Democrática del Congo, que han sostenido durante más de treinta años una de las guerras más sangrientas de África, con siete millones de muertos, más de diez millones de desplazados y la creación en la región de los grandes lagos de los mayores campamentos de refugiados del mundo. 

Sin embargo, difícilmente podrá otorgársele el Premio Nobel de la Paz a Trump si antes no logra poner fin a las guerras en Gaza y en Ucrania. Dos grandes conflictos que opacan cualesquiera otros en la opinión pública mundial. El de Gaza porque encierra la gran paradoja de que Israel, vencedor aplastante de los satélites de Irán en el Líbano, Siria y en la propia Franja de Gaza, no ha logrado imponer su propio relato del conflicto con los palestinos. Es más, la firme oposición israelí a la creación de un Estado palestino puede convertirse en el principal obstáculo para que la estrategia de extender los Acuerdos de Abraham no alcance la ansiada culminación de que Arabia Saudí estampe su firma en el documento más trascendental de las relaciones contemporáneas entre judíos y musulmanes. 

En cuanto a la guerra en Ucrania, el conflicto le está sirviendo a Trump para terminar de bajarle los humos a una Europa que llegó a creerse tercera potencia en discordia entre los dos colosos mundiales que se disputan el liderazgo global. También para espolear a la UE a que despierte de sus ensueños y vaya convenciendo a sus casi 500 millones de habitantes de que el espléndido estado del bienestar de que ha gozado hasta ahora, está no sólo agotado, sino incluso quebrado a cuenta de una deuda descomunal e imapagable, y que toca ponerse las pilas para sobrevivir en un mundo que se augura cada vez más competitivo e implacable.