Astigmatismo político

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Nos encontramos en uno de esos momentos delicados de la historia, en uno de esos momentos convulsos que presenta similitudes con los antecedentes de otras catástrofes humanas y que, cuando sean reflejados en los libros de historia, plantearán la siguiente pregunta entre nuestros descendientes: ¿es que acaso no lo vieron? Desde la pandemia, la cual ha pasado a estado latente, la concatenación de desequilibrios, inestabilidades y anomalías han puesto en evidencia la fragilidad y las deficiencias de nuestras formas de organización social y política, si bien la pandemia solo las ha resaltado, ya que esto venía de antes. Ahora es el turno de la guerra en Ucrania, con la principal diferencia de que ahora no se lucha contra un virus, sino contra otros seres humanos, lo cual va a hacer que las consecuencias, como ya podemos ver, vayan a ser más nefastas. 

Al hilo de esto, haciendo una lectura de dos de las novelas más célebres de José Saramago, topé con una concepción muy interesante sobre la ceguera y, pese a que estas novelas se escribieron en 1995 y en 2004, su mensaje es atemporal. Saramago habla de la invidencia, esto es, del hecho de no mirar, pero, sobre todo, del hecho de no ver. Nos encontramos aquí con una de las bondades de nuestra lengua, la cual, del mismo modo que con los verbos oír y escuchar, nos permite hacer una distinción muy sutil en tanto en cuanto podemos oír sin escuchar, mirar sin ver o, contra todo pronóstico, ver sin mirar. Es por esto por lo que el papel de la mujer del médico del Ensayo sobre la ceguera encarna esta paradoja a la perfección. Estas sutilezas del lenguaje que Saramago articula audazmente nos permiten realizar un análisis de la realidad desde una perspectiva diferente, nos permiten identificar que quizás haya más invidentes en nuestra sociedad de los que nos pensamos, quizás nuestros líderes políticos y sus adversarios llevan más tiempo sufriendo de esta patología de carácter racional más tiempo de lo que nos pensamos. En suma, que podemos sufrir de la ceguera aun cuando nuestros aparatos oculares se encuentren en perfectas condiciones, aun cuando seamos capaces de mirar. 

Al hilo de esto, en la obra anteriormente mencionada, Saramago apunta que siempre ha habido peleas, luchar siempre fue, más o menos, una forma de ceguera, y, de la misma manera que en el Ensayo sobre la lucidez, parece que ahora estamos viviendo una segunda pandemia de ceguera política, humana, mental o como se la quiera denominar. Asistimos impasibles a la destrucción de un territorio, a la agonía de una población civil que se ha visto en el margen de una disputa en la que apenas tiene nada que decir. Digo impasibles porque, a pesar de la movilización en favor de Ucrania, o más bien, en oposición a Putin, la cual no hace sino evidenciar la hipocresía del discurso occidental sobre las libertades, la democracia y los derechos humanos, la forma de gestionar este conflicto está siendo exclusivamente militarista y económica. Sanciones económicas que buscan arruinar al Estado ruso y que, sorprendentemente tienen efecto búmeran, envío de armas a un ejército cuyas estructuras de mando y su capacidad área han sido aniquiladas y que, a su vez, está formado por milicias paramilitares que llevan en guerra en el Donbass desde 2014 y, por último y síntoma más evidente de la ceguera, el empleo, cada vez más progresivo, de los poderes de disuasión del armamento de carácter nuclear. 

Puesto que no se trata de hablar de quién empezó, de quién tiene la culpa de todo esto, puesto que un análisis caracterizado por su clarividencia sería capaz de establecer que la responsabilidad de este conflicto es de Rusia, pero también de la OTAN, lo que necesitamos es mirar este conflicto desde otra perspectiva. Es la ceguera en la que vivimos la que sume a las democracias occidentales en una contradicción permanente con lo relativo a la política exterior. La contradicción no se encuentra en la forma en la que actuamos, sino por cómo decimos que actuamos y en nombre de qué decimos que actuamos. Claro ejemplo de ello es la respuesta a la crisis de refugiados ucranianos, la cual tiene una lectura terrorífica en el plano ideológico, pues nos demuestra que existen jerarquías de refugiados, nos viene a decir que la legitimidad a la hora de solicitar asilo depende de tu agresor y no de tu sufrimiento. 

Se le atribuye a Miguel de Unamuno el aforismo por el cual se reconoce una cualidad positiva a la contradicción, puesto que quién no se contradice, es porque no dice nada, pero creo que, en el estado actual de las cosas, se dice mucho, demasiado, y no precisamente dentro de esta polaridad positiva de la contradicción. Nuestro discurso se encuentra vacío, es superfluo, no porque no responda a una estrategia cuidadosamente diseñada y con unos objetivos claros, sino porque carece de coherencia, no genera confianza, no se puede leer de estas palabras el compromiso que todo discurso debería de encarnar. A este respecto, que el expresidente Jose Luis Rodríguez Zapatero apunte, en una entrevista al diario El País, que todo lo que no es realpolitik no es política, será otra cosa, contribuye pues, a ese descrédito. 

En definitiva, ¿hemos de esperar a que Kiev sea devastada para volver a negociar? ¿acaso la destrucción de Ucrania no asegura su neutralidad per se? ¿dónde está el límite de toda esta escalada bélica? Quizás deberíamos empezar a exigir a nuestros líderes políticos mayor franqueza en sus palabras, quizás sería interesante rechazar aquellos análisis dicotómicos de la realidad, quizás sería necesario la creación de un servicio de optometría moral para graduar las lentes de aquellos que, dentro de los centros de decisión, han visto sus dioptrías aumentadas. 

rafaelarjonasoria@gmail.com