La última oportunidad de Francia de acabar con los privilegios

Un expresidente de Francia viene a ingresar mensualmente unos 20.000 euros: 6.220 como pensión vitalicia por haber desempeñado la Jefatura del Estado, y otros 13.500 como miembro de pleno derecho del Consejo Constitucional, también como consecuencia de su condición de expresidente. Esa misma cualidad le permite mantener una oficina de trabajo y representación, sustentada por funcionarios oficiales, que también son pagados por el Estado.
En el país de la Libertad, Igualdad y Fraternidad esto es un privilegio. Pero, lejos de ser una excepción, una buena parte de los ciudadanos también goza de sus propias situaciones ventajosas con respecto al común de los mortales, sobre todo si estos se han pasado la vida en la empresa privada y no como funcionarios bajo el paraguas del Estado. Además de las desgravaciones especiales de que gozan ciertos colectivos en sus declaraciones anuales de la renta, nada resume mejor esa carrera por disfrutar de una mejor posición que los demás que los 42 sistemas distintos de pensiones que rigen en el país, y que el presidente Emmanuel Macron se ha propuesto unificar en un único sistema general.
Pero, ni su propio ejemplo anunciando que renuncia a las dos pensiones vitalicias que le corresponderían cuando abandone el Palacio del Elíseo, ni la evidencia contable de que el sistema colapsará en pocos años a falta de los ingresos necesarios para su sostén, han aplacado la ira de unos sindicatos convertidos de facto en defensores a ultranza de los privilegios de un funcionariado tan numeroso como asfixiante.
Francia, como integrante fundamental de la Unión Europea, presenta estridentes diferencias con sus vecinos. Uno, entre muchos ejemplos, sería el de los ferroviarios. Veamos: en el tren de alta velocidad, TGV, París-Francfort, el conductor francés se lleva en su nómina entre 4.500 y 6.000 euros/mes (prima de carbón incluida, un capítulo inamovible desde que las máquinas de tren funcionaban quemando carbón). El afortunado maquinista galo trabajará 25 horas semanales hasta que, a los ¡50 años! pasará a disfrutar de una jubilación de unos 3.000 euros mensuales, a lo que añadirá el derecho a utilizar gratuitamente la red ferroviaria hasta el final de sus días. Ese mismo TGV, cuando hace el trayecto de vuelta Francfort-París, va conducido por un maquinista alemán, cuyo salario oscila entre los 1.500 y 2.000 euros mensuales; su jornada semanal de trabajo se extenderá hasta las 41 horas y no podrá jubilarse con todos sus derechos (pensión de unos 1.700 euros) hasta haber cumplido los 67 años.
Esta diferencia de regímenes laborales y de pensiones entre franceses y sus homólogos europeos ya se ha intentado recortar en las décadas pasadas. Pero, uno tras otro, los presidentes de Francia claudicaron ante la fuerza y la violencia de unos sindicatos que permanecen ranciamente anclados en las reivindicaciones de hace un siglo. Mitterrand, Chirac, Hollande, todos volvieron a guardar discretamente sus respectivos proyectos de reforma.
Ahora es el turno de Macron, decidido a resistir los embates de unas organizaciones que ni siquiera han respetado la tregua de Navidad, y han abandonado a su suerte a millones de ciudadanos que se disponían a pasar las fiestas con sus familias. Tampoco es que Macron, y su primer ministro Edouard Philippe, hayan presentado un cambio realmente revolucionario: pretenden aumentar en apenas dos años, de los 62 de jubilación real media de los franceses, a los 64, obviamente muy por debajo de las reformas que ya se están imponiendo en otros países europeos, España incluida, ante el agotamiento de los fondos para financiar la vieja situación, y que además está provocando el resquebrajamiento de la solidaridad intergeneracional, el pacto que permite que los trabajadores en activo de hoy financien las pensiones de los jubilados de mañana y así sucesivamente.
El gesto de Macron, siendo el primero en dar ejemplo con su renuncia a los pingües ingresos a los que aún tendría derecho como expresidente, lejos de haber sido recibido como un acto de generosidad ejemplar, ha sido objeto de violentos ataques, como el del líder de la ultraizquierdista Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon, que argüía que “el presidente sí tiene los medios para renunciar a esa pensión vitalicia, lo que no es el caso de todos los jubilados”, incluido, según él mismo dice, el líder neocomunista.
A diferencia de sus predecesores en el cargo, Macron no tendrá alternativas si cede a las violentas presiones sindicales. El cambio de sociedad, especialmente con la automatización y robotización, exige cambios ineludibles en los comportamientos vitales. Las generaciones más jóvenes, que se están viendo afectadas por tan drásticos cambios, no soportarían estoicamente comprobar cómo se les hace muy difícil llegar a fin de mes mientras financian el plácido retiro de los que consiguieron sus acomodadas situaciones en épocas de gran prosperidad, y reclaman que eso no tenga vuelta atrás bajo ningún concepto.