¿Dónde están las fronteras?

Esther Pedraza/Tribuna de Salamanca

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“Y me fui bien lejos “ pa” mirar de cerca lo que cerca hacía que lejos lo viera” cantaba José Larralde. Mirando desde el espacio el maravilloso planeta tierra no he podido observar ninguna frontera.  Mi amiga Eugenia Rico, una escritora que consigue que veas a través de sus palabras, me ha añadido al grupo de Facebook Ayudemos a los refugiados sirios sabedora de que me iba a involucrar. Ella cree, como John Donne, que la muerte de cualquier hombre nos disminuye y que cuando doblan las campanas siempre doblan por toda la humanidad.

El objeto de esta página es reunir información sobre que ayuda podemos ofrecer a todas estas personas que huyen del horror. La actitud de los islandeses, afeando a su gobierno que sólo quiera acoger a 500 refugiados y ofreciendo más de 12.000 hogares para los sirios está resultando contagiosa. Hay epidemias que son muy saludables y la de la solidaridad es una de ellas.

La semana pasada comentábamos que Finlandia no era España. Islandia tampoco. En Islandia viven unas 300.000 personas, por lo tanto ha sido un 4% de su población la que en menos de 24 horas ha conseguido que su primer ministro reconsidere su primera decisión. Es verdad que Islandia tiene un paro que no llega al 4% y mejor renta per cápita que nosotros, pero también lo es que aquí hay muchos miles de personas con una situación holgada, seguramente con casas vacías y con las mismas posibilidades de prestar ayuda. Un 4% de la población española que se ofreciese a acoger refugiados supondría que cerca de dos millones les abrirían sus puertas.

“El problema, me dice Olga, es que aquí hay muchas familias con una posición algo más holgada que están sosteniendo a su propia familia. Mi hermano está en paro y entre mis padres y mis hermanas le estamos pagando la hipoteca. Un amigo le dejó su casa a otra familia que había desahuciado para que no se quedaran en la calle y mi cuñado está haciendo lo propio con su hermano”.

La escucho y me acuerdo de un ciudadano guineano, ese país que fue algo nuestro a principios del siglo pasado y del que pronto veremos una serie a cuenta de un bestseller, en una entrevista en la radio en la crisis de los noventa. “Me he dado una vuelta por Madrid y les aseguro que ustedes no saben lo que es una crisis, ustedes todavía no han visto morir de hambre a nadie y no creo que lo vean”. Todos queremos vivir mejor, pero nuestra crisis, por dura que está siendo, efectivamente no se parece a la de ellos.

El paro sigue siendo en España insostenible,  es verdad, y si no ha habido ya una revuelta es porque la familia está ahí, para cubrir unos flancos, y el empleo sumergido también, para parar la desesperación absoluta. Por eso nos preguntamos si en esta situación podríamos acoger a miles de refugiados. Y si lo hiciéramos, ¿Por cuánto tiempo y en qué condiciones?

El tema nos lleva arañando las entrañas y la conciencia desde hace mucho tiempo. Nosotras no hemos necesitado que la imagen de un niño de tres años nos golpeara para estar preocupadas. Tampoco a los islandeses que ya habían tomado esta decisión antes de que ese dolor se hiciera viral. Yo siempre he dicho que la imaginación es mucho más terrible que la realidad, por muy terrible que esta sea, y que no necesito ver para creer. Hasta llegar a las playas de Turquía ese pequeño y su hermano vivieron un calvario que ninguna cámara podrá jamás congelar.

El viernes pasado fue el tema de nuestra tertulia.  “Esto no ha hecho más que empezar”, Susana se indigna. ”Y de nada vale iniciar un debate sobre la responsabilidad de los europeos en las guerras, los saqueos de las empresas occidentales y todas esas mamandurrias que les encanta poner sobre la mesa a algunos. Estamos ante un derecho natural que es la supervivencia, y eso no hay quien lo pare. Ahora son los sirios y mañana serán los etíopes y pasado los senegaleses. España y los países europeos del Mediterráneo llevan años recibiendo por el estrecho a personas que huyen del hambre, de la guerra, de la sinrazón.  El Norte quedaba lejos, pero era su objetivo. Cuando los países aparentemente a salvo de esta necesidad se ven amenazados, es cuando salta la alarma. No entiendo cómo pueden estar tan ciegos”.

Los gobernantes de los países llamados del primer mundo son, efectivamente, unos ciegos. Hace muchos años un compañero periodista y yo llegamos a la conclusión de que si no se ponía remedio el futuro estaría marcado por grandes jaulas donde vivirían los “ricos europeos o americanos”, defendidas por miles de fusiles, y millones de personas presionando para derribar la jaula y entrar en el paraíso. Estamos llegando. La globalización ha llevado la vida de unos a la de otros. Ya no son cosas que se cuentan, son cosas que se ven. No hay engaño.

Miles de aviones unen culturas, sueños y enfermedades. El ébola nos demostró que ya nadie está a salvo de nada, pero algunos no quieren ver. Acoger a los cuatro millones de sirios es un acto de humanidad, pero ¿no lo es también acoger al medio millón de somalíes que llevan 20 años en un campo de refugiados de Kenya? ¿Y los que huyeron de la guerra del Congo, de Sri Lanka o de Sudán? Hay más de cincuenta millones de personas en campos de refugiados a la espera de una vida digna. ¿Qué pensarán si a los sirios se les abren las puertas y a ellos no?

Ochocientos cuarenta y dos millones de personas padecen de hambre en el mundo y un porcentaje no se resigna. Lo que les lleva a cruzar el estrecho o el mediterráneo es otra guerra igual de comprensible. ¿De verdad todo esto no son capaces de verlo nuestros gobernantes mientras viajan en sus jets privados con trajes de 1000 euros?

A lo mejor ahora que Austria se escandaliza porque los húngaros han decidido dejar vía libre en sus fronteras, o Alemania, destino final de muchos de estas familias, o Reino Unido que se ha dado de bruces con una realidad que hasta anteayer negaban, empiecen a buscar una salida. Hasta ahora no se habían dado cuenta de no hay fronteras cuando se trata de sobrevivir. Ha llegado el momento de buscar el modo, y de poner en esa búsqueda cuántos recursos sean necesarios, de que todos los seres humanos puedan vivir dignamente en aquél lugar donde nacieron.

Se trata de compartir desarrollo, aunque eso signifique una vida menos cómoda para los que ya lo tenemos,  o de gastar ingentes cantidades de dinero en evitar que “nos invadan”. O van al origen,  o veo cada vez más cerca a los europeos viviendo en esas jaulas flanqueadas por miles de hombres armados abatiendo a todos aquellos que luchen por tener las mismas oportunidades.