La ilusión de un orden estadounidense en Oriente Medio: un catalizador de inestabilidad

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump - REUTERS/NATHAN HOWARD
Una cosa es segura, las relaciones entre Estados Unidos y los países árabes navegan hoy en aguas turbulentas, donde cada decisión unilateral de Washington erosiona aún más los frágiles equilibrios heredados del período posterior a la Guerra Fría
  1. Una inestabilidad con múltiples repercusiones 
  2. Lecciones de la historia: los peligros de las decisiones precipitadas e ideológicas 
  3. Hacia una recomposición de las alianzas 
  4. Una ilusión que se derrumba 

Las recientes propuestas de Donald Trump sobre Gaza (desplazamiento forzoso de los palestinos, control estadounidense de la zona, transformación en la “Riviera de Oriente Próximo”) no son simples peripecias diplomáticas. Cristalizan una profunda ruptura estratégica, que combina el desprecio por las realidades históricas, cálculos de seguridad a corto plazo y la incomprensión de los resortes morales que estructuran el imaginario político árabe. Este momento crítico revela una tensión fundamental: la dependencia de los regímenes árabes de su protector y amigo estadounidense choca con una causa palestina que, a pesar de las recientes normalizaciones, sigue siendo la base de su legitimidad interna y regional. 

No es de extrañar que el anuncio de estas medidas haya provocado un rechazo unánime, algo poco común en un mundo árabe tan fracturado. Egipto, bajo el mandato del presidente Al-Sisi, que suele guardar silencio ante los excesos israelíes, ha condenado enérgicamente cualquier desplazamiento de población hacia el Sinaí, recordando el espectro de los refugiados de 1948. En cuanto a Jordania, donde los palestinos constituyen casi el 60 % de la población, ha amenazado con una crisis de identidad irreversible e irrevocable. Incluso Arabia Saudí, comprometida en un tango estratégico con Washington en torno al programa nuclear iraní y los Acuerdos de Abraham, ha reafirmado su compromiso con Jerusalén Este como futura capital palestina. Estas reacciones no son fruto de un sentimentalismo anticuado. Son el reflejo de una angustia existencial: al instrumentalizar Gaza como variable de ajuste geopolítico, Trump no solo amenaza un territorio, sino que ataca uno de los últimos relatos unificadores del mundo árabe, ya minado por las guerras civiles, las primaveras abortadas y el ascenso de Teherán. 

Una inestabilidad con múltiples repercusiones 

A corto plazo, los regímenes árabes se encuentran atrapados en un dilema de proporciones cóndor. Su supervivencia depende, en gran medida, del paraguas de seguridad estadounidense. Egipto, el tercer beneficiario mundial de la ayuda militar estadounidense, no puede permitirse romper con Washington, ni siquiera cuando este menciona el desplazamiento de millones de habitantes de Gaza al Sinaí. Arabia Saudí, a pesar de su firme retórica, sigue atrapada en una relación simbiótica con Estados Unidos, desde la venta de armas hasta la protección de los campos petrolíferos. Sin embargo, esta dependencia se vuelve en su contra. Las opiniones públicas árabes, enardecidas por las imágenes de la guerra en Gaza, podrían empezar a ver cualquier colaboración con Trump como una traición. Las redes sociales ya están llenas de comparaciones entre las monarquías del Golfo y los regímenes colaboradores de la era colonial. Esta brecha entre la realpolitik y la legitimidad popular crea un terreno fértil para los grupos yihadistas o Hamás, que instrumentalizan la ira de las generaciones jóvenes. El riesgo no es teórico: en 2021, las manifestaciones pro-palestinas en Jordania obligaron al Gobierno a retirar a su embajador en Israel, recordando que la calle árabe sigue siendo un actor impredecible pero ineludible. 

Esta parálisis estratégica se ve exacerbada por el estilo impredecible de la nueva Administración estadounidense. Sus anuncios impactantes, a veces amenazando con cortar la ayuda a Egipto, a veces prometiendo un fantaseado “acuerdo del siglo”, hacen imposible cualquier previsión. Las capitales árabes navegan a la vista, divididas entre el temor de provocar su ira y la necesidad de calmar a sus poblaciones. El proyecto de la “Riviera de Gaza”, percibido como una reminiscencia de antiguos proyectos de los años treinta destinados a “hacer florecer el desierto”, ha encendido los ánimos. En los cafés de El Cairo y Beirut, se percibe como una humillación suprema: no solo se niega a los palestinos su derecho a un Estado independiente, sino que se convierte su sacrificio en una atracción turística. Esta percepción no es solo emocional, sino que se basa en una memoria colectiva en la que cada iniciativa occidental de “modernización” en realidad oculta un proyecto de dominación. 

El verdadero riesgo se perfila a medio plazo. Si las propuestas de Trump llegaran a concretarse, aunque fuera parcialmente, sentarían un precedente de consecuencias imprevisibles. Su Gobierno ha roto con los principios diplomáticos establecidos, adoptando un enfoque transaccional en el que el primado de los intereses nacionales inmediatos ha eclipsado toda lógica multilateral. El desplazamiento masivo de palestinos recordaría demasiado abiertamente la Nakba de 1948, ese trauma fundacional nunca digerido. A lo largo de las décadas, los dirigentes de algunos países árabes han puesto de relieve la causa palestina para desviar la atención de sus propios desafíos internos, como la corrupción, las desigualdades y las tendencias autoritarias. Esta estrategia podría volverse en su contra si las decisiones internacionales, tomadas sin consulta, redefinieran radicalmente la situación en Gaza. En tal contexto, sería difícil justificar los sacrificios consentidos durante años, ya sean conflictos armados infructuosos o gastos militares considerables, si el destino de Gaza pudiera sellarse con una simple declaración extranjera. La legitimidad de las monarquías del Golfo, ya debilitada por su acercamiento a Israel, recibiría un golpe fatal. El rey de Jordania, cuya dinastía se presenta como guardiana de los Santos Lugares de Jerusalén, vería cómo se desmorona su crédito. Incluso Egipto, que ha aceptado sin rechistar el asedio de Gaza desde 2007, sería acusado de complicidad pasiva.

Esta crisis revela una verdad que a menudo se oculta: la cuestión palestina no es solo un conflicto territorial. Representa una lucha por el reconocimiento, una búsqueda de dignidad que trasciende las fronteras. Cuando Trump afirma querer “resolver el problema de una vez por todas”, ignora que, para millones de árabes, desde Marruecos hasta Irak, Palestina se ha convertido en el símbolo de su propia impotencia frente a un orden internacional percibido como injusto. Los Acuerdos de Abraham, firmados en 2020 entre Israel y varios Estados árabes, no han atenuado el alcance simbólico y moral de la causa palestina. Al contrario, han añadido una nueva complejidad al confrontar a los líderes árabes con un dilema: reforzar sus relaciones diplomáticas y económicas con Israel y, al mismo tiempo, complacer a la opinión pública profundamente comprometida con Palestina. Esta normalización, que se suponía que marcaría un avance diplomático con el objetivo de resolver este conflicto, no ha borrado el sentimiento de injusticia ni las reivindicaciones históricas, sino que ha acentuado la brecha entre las decisiones políticas de los Estados y las expectativas de sus poblaciones, lo que dificulta aún más cualquier enfoque equilibrado. Los Emiratos Árabes Unidos o Bahréin, al normalizar sus relaciones con Tel Aviv, creyeron que podían disociar la realpolitik económica de la solidaridad panárabe. Los proyectos sobre Gaza muestran los límites de este enfoque. Al tocar la identidad misma del conflicto —el derecho de los palestinos a permanecer en su tierra—, Trump obliga a los regímenes árabes a elegir: traicionar su retórica o arriesgarse a la ira de Washington. 

En este contexto, la seguridad nacional de los países árabes adquiere una dimensión paradójica. A las amenazas tradicionales (terrorismo, injerencia iraní, crisis económicas) se suma ahora un riesgo existencial: la pérdida de credibilidad de sus dirigentes. Un escenario de recuperación de Gaza por una fuerza extranjera (estadounidense, israelí o internacional) no sería solo una derrota militar. Sería el colapso del último gran relato árabe, el de la resistencia frente a la adversidad. Las consecuencias serían sistémicas. En el Líbano, ya al borde del colapso, Hezbolá perdería su principal argumento de movilización contra Israel o, por el contrario, se radicalizaría aún más. En Arabia Saudí, el príncipe Mohamed bin Salman, que busca construir una legitimidad modernizadora, sería acusado de haber sacrificado Palestina en aras de la Visión 2030. En cuanto a Egipto, debería gestionar no solo una afluencia de refugiados, sino también la ira de los Hermanos Musulmanes y otros grupos opuestos al régimen, que convertirían a Gaza en un nuevo símbolo de resistencia. 

Lecciones de la historia: los peligros de las decisiones precipitadas e ideológicas 

Además, la historia reciente ofrece precedentes preocupantes. La invasión estadounidense de Irak en 2003, llevada a cabo sin mandato internacional, ya había socavado la credibilidad de los regímenes árabes prooccidentales. Además, la historia demuestra con frialdad que las decisiones tomadas bajo la influencia de la urgencia, la ideología o el orgullo político rara vez alimentan la paz, sino que, por el contrario, alimentan ciclos de violencia duraderos. El Tratado de Versalles (1919), concebido para castigar a Alemania en lugar de reconstruir un equilibrio europeo, transformó una derrota militar en una humillación colectiva, ofreciendo un caldo de cultivo para el nacionalismo revanchista y el segundo conflicto mundial. Del mismo modo, la invasión de Irak en 2003, justificada por una emergencia fabricada en torno a armas de destrucción masiva inexistentes, sustituyó la realpolitik por una lógica ideológica neoconservadora, destruyendo las estructuras estatales iraquíes y allanando el camino para el surgimiento del Estado Islámico en Oriente Medio. La arrogancia de las grandes potencias, a menudo ciegas a las realidades locales, también se encuentra en la gestión soviética de Afganistán (1979): al querer imponer un régimen comunista por la fuerza, Moscú generó una década de guerra, radicalizó el islam político y contribuyó al auge de Al-Qaeda. 

Estos ejemplos revelan un patrón recurrente: la urgencia se utiliza para legitimar acciones precipitadas, la ideología oculta las complejidades humanas y el orgullo transforma los errores en catástrofes. Los Acuerdos de Múnich (1938), en los que Londres y París creyeron comprar la paz sacrificando a Checoslovaquia, ilustran esta trágica ilusión: al ceder ante el miedo inmediato a un conflicto, las democracias fortalecieron a Hitler, precipitando un conflicto mucho más mortífero. Estas decisiones, tomadas con desprecio por el derecho internacional y la memoria colectiva, dejan secuelas sistémicas —fronteras artificiales, resentimientos étnicos, legitimidad erosionada de las instituciones— que hipotecan cualquier reconciliación futura. Recuerdan que la paz no se construye ni con prisas ni con desprecio por los frágiles equilibrios que unen territorios, poblaciones y relatos históricos.

Sin embargo, la crisis actual es más perniciosa. No se basa en una intervención militar abierta, sino en una lenta erosión de los principios del derecho internacional: el derecho a la repatriación, la soberanía territorial y la prohibición de los desplazamientos forzosos. Si Gaza cae, ¿quién dirá que Cisjordania, Jerusalén, el Sinaí o incluso los Altos del Golán se salvarán? Este temor explica la vehemente reacción de países como Jordania, cuya estabilidad depende del mantenimiento del statu quo en los Santos Lugares. Entre bastidores, los diplomáticos árabes incluso evocan el espectro de un “efecto dominó”: los levantamientos populares inspirados por la causa palestina, junto con manipulaciones externas (iraníes, turcas u otras), podrían incendiar una región ya de por sí tensa. 

Ante esta amenaza, las opciones de los países árabes parecen singularmente reducidas. Su fragmentación política —entre suníes y chiíes, monarquías y repúblicas, países ricos en hidrocarburos y países en bancarrota— les impide formar una frente común. Las recientes iniciativas diplomáticas para resolver la cuestión palestina han puesto de manifiesto los persistentes desafíos en materia de coordinación regional. A pesar de los notables esfuerzos, las divergencias estructurales en las organizaciones regionales como la Liga Árabe dificultan la elaboración de una respuesta unificada. Además, algunas naciones podrían considerar acuerdos bilaterales para obtener beneficios específicos, lo que podría comprometer la cohesión regional y acarrear costes políticos a largo plazo. En este sentido, la solución puede estar en volver a los fundamentos de la diplomacia árabe. En los años 1950-1960, a pesar de sus fracasos, surgió una visión colectiva articulada en torno a la defensa de Palestina. El proyecto estadounidense, al provocar un choque similar a la derrota de 1967, podría, paradójicamente, empujar a los países árabes a reconsiderar su enfoque. Algunas señales apuntan en esta dirección: el reciente acercamiento entre Arabia Saudí y la Siria post-Assad, las conversaciones entre Egipto y Turquía, o los llamamientos de Jordania a una conferencia internacional sobre Gaza. Queda por ver si estas iniciativas superarán la fase de las declaraciones de intenciones. Además, varios países árabes desempeñan un papel crucial en la búsqueda de una solución al conflicto israelo-palestino. Marruecos, por ejemplo, ha demostrado recientemente su compromiso al facilitar el desbloqueo de fondos palestinos retenidos por Israel, tras la intervención del rey Mohamed VI. Esta acción diplomática subraya la importancia de la implicación activa de las naciones árabes en la promoción de un paz duradera y equitativa en Oriente Medio. 

Hacia una recomposición de las alianzas 

Nadie puede negar que los desafíos de esta crisis van mucho más allá de Gaza. Afecta al lugar que ocupa el mundo árabe en el orden internacional emergente. Al relegar el derecho internacional a un segundo plano, Estados Unidos podría acelerar la erosión del sistema multilateral, un sistema que, a pesar de sus imperfecciones, ofrecía a los países árabes una tribuna para defender sus intereses estratégicos y críticos. El ascenso de China y Rusia, menos implicadas en la cuestión palestina pero ávidas de desafiar la hegemonía occidental, podría ofrecer alternativas. Pekín ya ha propuesto su mediación, mientras que Moscú apuesta por su alianza con Irán para imponerse como actor ineludible. Los países árabes tendrán que navegar entre estas nuevas polaridades, sin caer en una nueva dependencia. 

En otro orden de cosas, la decisión de tomar el control de la Franja de Gaza y trasladar allí a su población palestina podría alterar el equilibrio geoestratégico regional e internacional. En el plano energético, la explotación de las reservas de gas mar adentro (Leviatán, Tamar, Dalit) reforzaría la influencia de Estados Unidos frente a competidores como Qatar o Irán, al tiempo que reduciría la dependencia europea del gas ruso. A nivel regional, esta iniciativa divide a las alianzas: los países árabes (Egipto, Jordania, Arabia Saudí) ven en ella una violación del derecho internacional y una amenaza para su estabilidad, mientras que Irán y Turquía podrían aprovechar la crisis para aislar a Washington y sus socios. Desde el punto de vista jurídico, el proyecto contraviene las normas internacionales, en particular la prohibición de los desplazamientos forzosos de población y la solución de dos Estados apoyada por la Liga Árabe, lo que debilita aún más instituciones como la ONU o la CPI. En cuanto al conflicto israelo-palestino, margina a la Autoridad Palestina, entierra toda perspectiva de coexistencia y corre el riesgo de alimentar un ciclo de violencia a través de la radicalización. Por último, a nivel global, esta decisión podría exacerbar las rivalidades con Rusia y China, que podrían capitalizar el resentimiento árabe, al tiempo que resquebrajaría la unidad occidental en torno a la cuestión palestina. Estas dinámicas reflejan la voluntad de rediseñar Oriente Medio según una lógica de poder, a riesgo de una prolongada inestabilidad.

En medio de esta tormenta, Palestina sigue siendo el espejo de las contradicciones árabes. Revela la brecha entre los discursos oficiales y las realidades del poder, entre la solidaridad declarada y los cálculos egoístas. Los proyectos de Trump sobre Gaza, por su propia brutalidad, podrían tener un efecto inesperado: obligar a los regímenes árabes a reconciliar sus intereses estratégicos con las aspiraciones de sus pueblos. Esta es la última dificultad, no para Gaza, sino para la supervivencia misma de un mundo árabe en busca de coherencia y dignidad. 

En este sentido, la estabilidad de Oriente Medio no puede imponerse mediante decisiones unilaterales desvinculadas de las realidades locales y de los legados históricos que configuran los equilibrios regionales. Cualquier enfoque que ignore las dinámicas profundas de la región solo puede generar mayores tensiones y comprometer las perspectivas de paz. Solo una diplomacia inclusiva, basada en el respeto del derecho internacional y la consideración de las aspiraciones del pueblo palestino, puede ofrecer una alternativa viable a la inestabilidad crónica. La búsqueda de un equilibrio duradero no debe guiarse por imperativos de seguridad inmediatos, sino por una visión estratégica basada en el diálogo, la cooperación y el reconocimiento de los intereses mutuos. 

En ausencia de una voluntad concertada y de un enfoque global, cada crisis no hará más que reavivar las fracturas existentes, exponiendo a varios países árabes a riesgos existenciales. Cuestionar el estatus de Gaza no solo amenaza la causa palestina, sino que también debilita la cohesión interna de varios Estados, en particular Jordania, Egipto y algunos países del Golfo, cuya estabilidad se basa en parte en el frágil equilibrio entre el compromiso diplomático y la gestión de las sensibilidades nacionales. Esta dinámica podría alimentar tensiones identitarias, exacerbar las divisiones políticas y reforzar los movimientos contestatarios capaces de desestabilizar aún más a unos regímenes que ya se enfrentan a múltiples crisis. Lejos de servir a la seguridad regional, esta política corre el riesgo de crear un efecto dominó cuyas repercusiones se extenderán mucho más allá de Gaza, sumiendo a toda la región y subregión en una nueva era de incertidumbre y rivalidades exacerbadas. 

A la luz de esto, los países árabes se enfrentan a un dilema crítico: una reacción precipitada a esta decisión podría exacerbar las amenazas que pesan sobre su seguridad nacional y su estabilidad interna. En este sentido, una alineación apresurada con un proyecto percibido como ilegítimo podría desencadenar un rechazo popular masivo, debilitando a regímenes ya vulnerables frente a los desafíos socioeconómicos y las divisiones políticas. En Egipto o Jordania, donde la cuestión palestina sigue siendo un símbolo de solidaridad panárabe, los dirigentes perderían legitimidad si parecieran cómplices de una medida contraria al derecho internacional, alimentando la frustración y la movilización. Además, la credibilidad diplomática de los Estados árabes se vería afectada de forma duradera, lo que socavaría su papel en las negociaciones regionales y su capacidad para defender intereses comunes, como el acceso a los recursos energéticos o la seguridad de las fronteras. El peligro también reside en el desmoronamiento de la unidad árabe: una respuesta desordenada o dividida debilitaría estructuras como la Liga Árabe, ya criticada por su ineficacia, y abriría el camino a injerencias externas. Para evitar tal escenario, se impone una estrategia colectiva y reflexiva: denunciar enérgicamente los traslados forzosos, al tiempo que se elaboran contrapropuestas que garanticen los derechos palestinos sin comprometer los intereses estratégicos árabes. En ausencia de tal enfoque, los regímenes corren el riesgo de marginarse, tanto frente a su opinión pública como en la escena internacional, acelerando un declive geopolítico ya iniciado. 

Una ilusión que se derrumba 

Así, la decisión de tomar el control de Gaza y trasladar allí a su población palestina constituye una ruptura geopolítica con consecuencias multidimensionales, cuyo impacto variará en función de la temporalidad. A corto plazo, la región y la subregión se expondrán a una inestabilidad inmediata: los países árabes (Egipto, Jordania, Arabia Saudí, etc.) rechazan masivamente lo que perciben como una anexión encubierta, lo que podría provocar movilizaciones populares y una crisis humanitaria si se reanudan las operaciones militares israelíes para facilitar el plan. Hamas y la Autoridad Palestina, aunque debilitados, podrían instrumentalizar el resentimiento para reanudar los ataques, debilitando las precarias treguas. En el plano diplomático, Estados Unidos podría verse aislado. Es muy probable que la UE, la ONU y socios clave en los países árabes como Francia condenen una flagrante violación del derecho internacional, socavando la credibilidad moral de Washington.

A medio plazo, las repercusiones sistémicas se están cristalizando. Los Acuerdos de Abraham, piedra angular de la normalización entre Israel y las monarquías del Golfo, corren el riesgo de desmoronarse, ya que Arabia Saudí se niega a sacrificar la causa palestina en aras de sus intereses energéticos. Los regímenes árabes moderados (Jordania, Egipto) podrían enfrentarse a una radicalización de su opinión pública, exacerbando las tensiones internas relacionadas con el desempleo o la desigualdad. Al mismo tiempo, se intensifica la judicialización del asunto: ONG e instituciones como la CPI movilizan el derecho internacional para procesar a los responsables de los traslados forzosos, a pesar de la negativa de Estados Unidos e Israel a reconocer su competencia. Además, la perspectiva de un nuevo «Primavera Árabe», acompañada de un resurgimiento del islam político, constituye un desafío estratégico importante que la administración estadounidense debe considerar cuidadosamente. Los levantamientos populares de 2011 demostraron que las frustraciones socioeconómicas y políticas pueden transformarse rápidamente en movimientos de gran alcance, redefiniendo los equilibrios regionales e impactando directamente los intereses estadounidenses en el Medio Oriente. 

Una nueva ola de protestas podría provocar una mayor inestabilidad, lo que ofrecería un caldo de cultivo para movimientos islamistas que buscan llenar los vacíos de poder. Esta dinámica no solo podría amenazar a los regímenes aliados de Estados Unidos, sino también complicar la lucha contra el terrorismo y perturbar los mercados energéticos mundiales. 

A largo plazo, el proyecto podría redefinir los equilibrios regionales. La explotación de las reservas de gas en alta mar (Leviatán, Tamar) por parte de Estados Unidos e Israel marginaría los proyectos de la competencia (Qatar, Turquía), reforzando la hegemonía energética occidental. Sin embargo, la desaparición de la solución de dos Estados y la dependencia económica de los palestinos crearían una «bomba de relojería» demográfica y social, alimentando un ciclo de violencia intergeneracional. A otra escala, la iniciativa debilitaría la posición estadounidense: percibido como un actor unilateral, Washington ofrecería a China y Rusia la oportunidad de capitalizar el descontento árabe para ampliar su influencia. 

Aunque el anuncio del presidente Trump parece tener objetivos electorales (como seducir a una base proisraelí) y simbólicos (mostrar una política «disruptiva»), sus posibles consecuencias podrían ser profundamente desestabilizadoras. El plan, que prevé reubicar a 2,2 millones de palestinos en países vecinos, se considera en gran medida irrealista y suscita fuertes críticas por su falta de viabilidad y su desprecio por los derechos de los palestinos. Su aplicación podría exacerbar las tensiones regionales, socavar las instituciones internacionales y sumir aún más al conflicto israelo-palestino en un callejón sin salida. En este contexto, una respuesta colectiva de la comunidad internacional, que combine un esfuerzo diplomático concertado, un apoyo decidido a los derechos de los palestinos y un reequilibrio estratégico de las alianzas, parece indispensable para mitigar estos riesgos y promover una paz duradera en Oriente Medio. 

Lejos de aportar la estabilidad esperada, el enfoque estadounidense en Oriente Medio genera una dinámica de incertidumbre estratégica y recomposición regional con efectos impredecibles. Al sustituir la concertación por el unilateralismo, Washington debilita los equilibrios heredados del «frío» y alimenta una mayor desconfianza hacia su papel de árbitro global. Lejos de ser un simple ajuste táctico, esta postura refleja una revisión en profundidad de los paradigmas geopolíticos, en la que la instrumentalización de la relación de fuerza sustituye a la diplomacia de consenso. Sin embargo, al ignorar las realidades sociopolíticas y los imaginarios colectivos que dan forma a la región, esta política acelera la erosión de los mecanismos multilaterales y favorece el surgimiento de nuevas polaridades, redefiniendo los ejes de las alianzas tradicionales. La gestión unilateral del conflicto palestino, percibida como una negación de las normas internacionales, alimenta una protesta transversal que trasciende las divisiones estatales y reactiva las dinámicas de movilización social con profundas resonancias. En este entorno cambiante, la ilusión de un orden estadounidense que estructura Oriente Medio se desvanece en favor de un espacio estratégico fragmentado, donde los márgenes de maniobra se reducen y donde nuevos actores, más arraigados en las realidades regionales, redefinen progresivamente los contornos de una gobernanza multipolar en ciernes. 

Cherkaoui Roudani