Oriente Medio

Donald Trump

La situación en Oriente Medio es muy complicada y cambia deprisa, como muestra el reciente acuerdo de normalización de relaciones entre Israel y Emiratos Árabes Unidos (EAU), a los que luego han seguido Bahréin y Sudán. Para comprender lo que allí ocurre conviene tener en cuenta tres variables que son decisivas.

La primera es el cambio de la política norteamericana hacia la región. Tradicionalmente, Estados Unidos perseguía allí tres objetivos bien definidos: asegurarse el acceso al petróleo, contener a la URSS y proteger a Israel. Hoy tienen autosuficiencia energética, la URSS no existe, aunque Putin saque pecho, e Israel se defiende solo. Tras los atentados del 11 de septiembre, la invasión de Irak removió el avispero, desató la pugna entre suníes y chiíes y dio clara ventaja estratégica a Irán al eliminar a su tradicional enemigo iraquí. Luego Obama alentó la libertad por encima de la estabilidad (discurso de El Cairo en 2009), abriendo paso a la Primavera Árabe y el consiguiente barrido de dictadores en países que cayeron acto seguido en la anarquía o en manos de facciones islamistas porque eran las únicas fuerzas organizadas que existían.

Con la llegada de Donald Trump se ha vuelto a primar la estabilidad sobre derechos humanos o democracia (“busco aliados, no perfección”), el apoyo a líderes fuertes (Erdogan, Netanyahu, Al-Sisi), y a la obsesión de la lucha contra la República Islámica y sus peones regionales. El abandono unilateral del Acuerdo Nuclear con Irán, las sanciones que ahogan su economía y acciones como el asesinato del general Soleimani han radicalizado aún más al régimen de los ayatolás y elevan el riesgo de conflicto. El problema con Trump es la falta de una estrategia clara y de futuro en positivo. Sabe lo que no quiere, pero no parece tener claro lo que quiere, pues tan pronto  anuncia negociaciones con los talibanes y retirada de tropas como el envío de refuerzos a Oriente Medio. Y fue sobre este escenario y en vísperas de elecciones en Israel (las terceras en un año) cuando Trump decidió presentar su "Acuerdo del Siglo" para el conflicto árabe-israelí... con muy escasas posibilidades de éxito porque es muy sesgado en cuestiones tan sensibles como la soberanía sobre Jerusalén, el Golán, el Valle del Jordán, o los asentamientos en Cisjordania. Sobre esas bases la paz con los palestinos no parece posible, aunque la evolución de la situación estratégica en Oriente Medio los vaya convirtiendo en cada vez más irrelevantes, y la prueba es el llamado Acuerdo Abraham de normalización de relaciones entre Israel y EAU, que es el tercer país tras Egipto y Jordania que se ha atrevido a dar ese paso, que luego también han seguido Bahréin y Sudán, movidos unos por ofertas de armamento (F-35) y tecnología punta de seguridad, y otro por su salida de la lista de países que apoyan el terrorismo y la promesa de créditos y ayudas económicas. Al margen de otros detalles, lo realmente importante de estos acuerdos es que desvinculan la relación entre Israel y los árabes de la relación entre Israel y unos palestinos que pierden así su derecho de veto y que por eso lo han considerado “una traición”. Por no hablar de los réditos electorales que Donald Trump espera sacar el 3 de noviembre a estos acuerdos ante votantes judíos y cristianos evangelistas que consideran que la soberanía israelí sobre la Tierra Prometida es un mandato bíblico.

La segunda variable es el renovado interés ruso por una región que abandonó cuando se hundió la URSS. También Rusia persigue allí tres objetivos: en primer lugar, prestigio (recuperar papel de gran potencia a pesar de tener un PIB ligeramente superior al italiano; bases militares en el Mediterráneo, asegurarse de que ningún acuerdo en Siria o Libia se logra sin su aquiescencia...); luego, persigue objetivos económicos (evitar la asfixia de las sanciones por su política en Ucrania, inversiones para su industria energética, y vender armas); y, por fin, Moscú pretende luchar ‘in situ’ contra el terrorismo islamista tratando   de evitar que se extienda entre su propia población (el 20% de los rusos son musulmanes). Y lo está consiguiendo todo, como muestran la supervivencia del régimen de Bachar al-Asad en Siria, donde Rusia ha vendido un sistema de misiles S-300 y utiliza las bases de Tartus y Latakia; la buena sintonía con Irán; la mejoría con Turquía después de las graves crisis del derribo de un avión (2015) y del asesinato del embajador ruso (2016), que se ha ratificado con la venta a Ankara de un sofisticado sistema de misiles tierra-aire S-400 por valor de 2.500 millones de  dólares (con gran irritación de la OTAN), aunque ahora los escenarios libio y armenio enfrenten a Putin con Erdogan; también ha logrado inversiones qataríes en la petrolera Rosneft; negocia ventas de armas a Irak, Irán y Egipto; colabora en la central nuclear turca de Akkuyu y en el gasoducto Turkstream; se hace indispensable para resolver las crisis de Siria, Libia y Nagorno-Karabaj… Son sólo algunos ejemplos de lo que es una política rentable para Putin.

El presidente ruso, Vladimir Putin (izquierda), y el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, durante una reunión en Ankara, Turquía

La tercera variable viene dada por el esfuerzo de los países de la zona por rellenar el vacío estratégico dejado por Estados Unidos, buscando alianzas locales que configuren una nueva geopolítica regional. Con los americanos ocurre siempre lo mismo, se les critica cuando intervienen y se les critica cuando se retiran, es el peso de la púrpura. Se pueden detectar cinco grupos de países o movimientos en constante flujo y reflujo: el primero lo constituyen las monarquías del Golfo y algunos regímenes nacionalistas seculares también suníes, como Egipto y Jordania; el segundo lo forma Irán con sus aliados chiíes de Hizbulá en Líbano, los alawitas en Siria, los hutíes en Yemen, los yazydíes en Irak, y los demás chiíes de Oriente Medio; el tercer grupo lo integran Turquía, Qatar y los Hermanos Musulmanes, como Hamás en Palestina, y otros grupos afines desde Egipto a Túnez, pasando por Libia; el cuarto conglomerado lo forman las redes terroristas de raíz suní como Daesh (que pervive en la clandestinidad siria e iraquí así como en el Sahel), Al-Qaeda y algunas otras menores; y, finalmente, queda Israel, poderoso militarmente gracias a la  ayuda militar que recibe de EEUU y embarcado con ayuda de Trump en mejorar sus relaciones con las monarquías del Golfo sobre la base de un miedo compartido a Irán y de no despreciables ofertas de armas y de tecnología.

El líder supremo de Irán, el ayatolá Alí Jamenei

Al margen del estallido de la crisis constitucional en Líbano, la actualidad está dominada por las cuatro guerras de Siria, Libia, Yemen y Nagorno-Karabaj que no llevan trazas de amainar, y por la reciente tensión entre Turquía, por un lado, y Grecia, Chipre, Egipto e Israel por otro en torno a las bolsas de gas descubiertas en el Mediterráneo oriental y en las que la participan de ENI         (Italia) y TOTAL (Francia), ampliando así el número de países interesados.

Por todo eso, es imperativo que Europa, envuelta en sus propios problemas, preste más atención a su flanco sur, de donde  nos viene petróleo y gas, pero también inestabilidad, terrorismo y refugiados.

Jorge Dezcallar, embajador de España.