Las claves de la seguridad y la defensa en España y Europa en el siglo XXI

Los 20 años que han transcurrido desde el comienzo del siglo XXI no han sido demasiado esperanzadores en lo que se refiere a nuestra seguridad. Atentados terroristas masivos, crisis económicas, pandemias, cambio climático y un reordenamiento del orden mundial que no se prevé pacífico, han hecho que nos sintamos menos seguros, incluso en esta burbuja privilegiada de estabilidad que es Europa.
Es cierto que, si hacemos comparaciones con los 20 primeros años del siglo XX, o sus equivalentes del siglo XIX, salimos claramente beneficiados, pero la percepción de la seguridad y la defensa ha cambiado. Hoy estamos más convencidos que entonces de que el sistema nos puede proteger de la catástrofe, y nos sentimos mucho más angustiados cuando percibimos indicios de que quizá no sea así. La seguridad a la que aspiramos es muy exigente y requiere enormes recursos; tantos que, sin un cuidadoso diseño, puede convertirse en insostenible.
Se necesita una considerable dosis de pragmatismo para adaptar la seguridad y la defensa del siglo XXI a las características de nuestras sociedades y a los retos y amenazas que hoy nos acechan. Pragmatismo para lograr la hazaña de construir un sistema de seguridad muy sólido con recursos limitados. Hasta el momento, hemos avanzado bastante en la formulación teórica de cómo debe diseñarse este sistema, pero no tanto en los aspectos prácticos. La estrategia es un arte esencialmente práctico que trata de modificar la realidad en beneficio propio y la realidad no se deja modificar fácilmente. Sin un enfoque realista y sostenible, todo el entramado teórico construido hasta ahora no servirá más que para que se nos recuerde como brillantes académicos y nefastos gestores.
Repetir que el concepto de defensa se integra, hoy en día, en otro más amplio, que denominamos seguridad nacional, parece una obviedad. Académicamente el asunto está superado desde hace décadas pese a que pocos Estados dispongan en la práctica de algo parecido a un sistema integrado de seguridad. La reciente pandemia de la COVID-19 ha permitido mejorar la coordinación entre los instrumentos estatales para hacer frente a una situación de crisis, pero también ha dejado en evidencia los enormes vacíos que todavía existen.
Una seguridad nacional integrada se basa esencialmente en acciones y medidas prácticas que, en caso de crisis, permitan al Leviatán del Estado optimizar el empleo de sus múltiples recursos sin enredarse las patas con su propia cola en el proceso. Seguridad integrada no significa integrar instituciones ni crear monstruos orgánicos, sino disponer de los elementos necesarios para que, en una situación de emergencia, todos los instrumentos del Estado puedan actuar al unísono. Para eso, se requieren instrumentos como planes, presupuestos, normas legales, protocolos y procedimientos de coordinación, o redes integradas de mando y control.
La integración de las capacidades del Estado en un sistema de seguridad nacional es hoy más necesaria que nunca. Al argumento original en su favor, que apuntaba a una mayor eficacia en la gestión de crisis, se añade hoy otro más preocupante: la progresiva escasez de recursos. Resulta sobradamente conocido que una de las soluciones tradicionales a la escasez es precisamente tratar de integrar lo que se tiene, buscando las famosas sinergias que permitan conseguir más con menos.
La mención a la escasez de recursos puede provocar cierta extrañeza. Incluso en estos tiempos de pandemia y crisis económica las economías de los países europeos suponen más del 20 % del PIB mundial con apenas el 10 % de la población. Los problemas, sin embargo, se encuentran a mayor profundidad.
En primer lugar, Estados, empresas y ciudadanos están hoy más endeudados que nunca. La magnitud de la deuda es tal que ya se empieza a considerar impagable, especialmente tras la pandemia. Esa situación, salvo acuerdo global para la reordenación de la deuda mundial, provocará un fenómeno de quiebras nacionales crecientes. En Europa, y especialmente en España, los problemas de deuda se combinan con un panorama demográfico desolador y el mantenimiento futuro del modelo social europeo se antoja problemático debido al envejecimiento de la población. En España, por añadidura, los gastos en educación, sanidad e investigación son inferiores —a veces muy inferiores— a la media europea, con consecuencias muy negativas que se hacen completamente evidentes en tiempos de crisis. Y, por si fuera poco, ahora debemos enfrentarnos a las consecuencias de una pandemia.
En estas circunstancias no cabe esperar aumentos sustanciales de gasto en la mayoría de los componentes de la seguridad. Puede que la evidencia de una amenaza inminente eleve puntualmente el gasto en algunos sectores, como está ocurriendo actualmente con los recursos sanitarios para hacer frente a la pandemia. Esa manera de incrementar el gasto, solo cuando la amenaza ya se ha materializado, presenta el problema de que los resultados casi siempre llegan tarde y siempre son parciales. Se presta atención a la última amenaza y se concentran los recursos en ella a toro pasado, lo que lleva inevitablemente a que el siguiente desastre, que será probablemente de diferente naturaleza, nos vuelva a sorprender.
La única manera de romper ese círculo vicioso de gasto tardío y sorpresa permanente es la optimización de recursos mediante su integración, la planificación a largo plazo y la conciencia de que la seguridad no consiste tanto en salvar el día a día como en ser capaz de afrontar situaciones excepcionales
En el proceso de consolidar un sistema de seguridad integrado, muchos ven un gran perdedor: la defensa. En este sentido se manifiesta el temor a que se deriven fondos de defensa a otros instrumentos de seguridad, y también a que un excesivo acento en la seguridad termine por convertir los ejércitos en una suerte de protección civil armada. Se deterioraría así sensiblemente la capacidad esencial del Estado para utilizar la fuerza en caso necesario, algo que constituye tanto el último recurso como el puntal básico de cualquier sistema de seguridad.
Sin embargo, una seguridad integrada no tiene por qué perjudicar a las capacidades de defensa, más bien todo lo contrario. Incluso ante una amenaza claramente militar que conduzca a una crisis bélica la actuación integrada de todos los recursos disponibles, civiles y militares, sería también necesaria. Por supuesto, las Fuerzas Armadas continuarían siendo un elemento esencial aportando sus capacidades específicas, entre ellas la del uso masivo de la fuerza que ningún otro instrumento del Estado puede proporcionar.
La temida “securitización” de la defensa no es pues un riesgo, siempre y cuando no se haga caso a cantos de sirena que anuncian el fin de los conflictos armados y de la necesidad, por tanto, de mantener organizaciones militares. Desgraciadamente, ese momento no ha llegado todavía y sería un error ceder a la tentación de diluir en lugar de integrar las Fuerzas Armadas en el sistema nacional de seguridad.
Aunque los conflictos armados siguen existiendo, su carácter sí que parece estar cambiando. Muy probablemente no nos vamos a enfrentar a conflictos limitados, entendiendo por tales aquellos en los que el enfrentamiento se libra entre Fuerzas Armadas y esa lucha decide el resultado final del conflicto. Cada vez parece más claro que se van a recuperar algunas de las características de la guerra total y que el objetivo de un ataque no serán tanto las Fuerzas Armadas como la población. Y para presionar a la población se utilizarán —se están utilizando ya— las dos herramientas tradicionales: la desinformación y el terror.
Un problema añadido es que esa combinación de agresión e influencia, propaganda y terror, contra la población civil no se va a limitar a periodos de tensión bélica. Por el contrario, se llevará a cabo incluso en tiempos de relativa estabilidad, en esa repetición de la estrategia de la Guerra Fría que hoy los teóricos gustan de denominar «zona gris». Un pulso continuo, buscando debilidades y oportunidades y, en ocasiones, preparando el terreno para estrategias más agresivas.
No es que no se vayan a producir enfrentamientos armados entre fuerzas militares. De hecho, en los conflictos que se han tomado últimamente como modelo de «guerra híbrida», desde Georgia hasta Ucrania pasando por la lucha contra el Daesh, el uso de fuerzas militares se ha mostrado bastante decisivo. Sin embargo, cabe esperar que las operaciones militares sean más bien limitadas y con frecuencia a través de terceros actores. Los objetivos no serán tanto los clásicos de destruir la fuerza enemiga y ocupar su territorio, como contribuir a la presión psicológica sobre la población y los líderes adversarios hasta que estos últimos terminen por ceder.
Frente a ese modelo de conflicto, las fuerzas militares tienen evidentemente un papel muy importante, normalmente desarrollando sus actividades clásicas. Pero por sí solas no serán capaces de neutralizar una agresión que, en gran medida, no se dirigirá contra ellas, sino contra la población. Un sistema de protección civil eficiente, unas fuerzas de seguridad capaces de garantizar el orden en el interior, un sistema sanitario que pueda gestionar bajas masivas, una ciberdefensa eficaz o una comunicación pública honesta, oportuna y comprensible, serán elementos tan importantes como las propias Fuerzas Armadas. En definitiva y de nuevo, un sistema de seguridad integrado.
Si los recursos van a ser escasos y eso nos lleva a integrar lo que tengamos en el nivel nacional, es lógico que nos lleve también a buscar recursos adicionales en el exterior, es decir, a unir nuestras capacidades con las de aquellos países con los que se compartan intereses, identidades y valores.
España está bien situada en ese terreno, con una compleja red de pertenencia a organizaciones internacionales y relaciones bilaterales que favorecen que, en caso de crisis, se cumpla uno de los principios fundamentales de la estrategia: nunca quedarse aislado. Sin embargo, la propia naturaleza de las alianzas es voluble y el que hoy muestra entusiasmo por la seguridad común puede un día ver como ese entusiasmo se desvanece, o sencillamente encontrar aliados más interesantes en otro lugar. Por eso, conviene no fiar la seguridad propia a una sola organización, a no ser que la unan intereses mucho más complejos que la simple seguridad común frente a eventuales amenazas.
De entre todas las relaciones de seguridad y defensa que España mantiene, la Unión Europea es la que tiene una perspectiva más sólida a medio y largo plazo, porque es mucho más que un mero proyecto defensivo. La OTAN siendo actualmente la organización más valiosa en términos exclusivamente militares, se resiente de su naturaleza limitada y su enorme dependencia de Estados Unidos. Eso la coloca al vaivén de la política de las diferentes administraciones norteamericanas y la hace además muy poco útil ante amenazas a la seguridad de naturaleza no militar.
La Unión Europea, por el contrario, tiene unas capacidades militares prácticamente irrelevantes hoy en día, pero dispone de instrumentos de seguridad que la OTAN ni tiene, ni podrá tener. Las capacidades para firmar acuerdos comerciales y tratados políticos, conceder créditos, movilizar fondos para ayuda al desarrollo, desplegar equipos de asesores civiles, militares y policiales o financiar la industria de defensa configuran un potente mecanismo de seguridad, aunque de momento le falte el instrumento militar que, como ultima ‘ratio regis’ debe constituir la base fundamental del sistema.
La desconfianza hacia las escasas capacidades militares de la Unión Europea y la volubilidad de la OTAN provocan en algunos países europeos un retorno a ideas sobre autarquía defensiva que, hoy en día, son poco más que ilusiones. Ningún país de Europa, ni probablemente del mundo, tiene capacidad para afrontar en solitario los retos de seguridad del siglo XXI. La Unión Europea es, hoy por hoy, la alternativa de seguridad y defensa más aceptable a largo plazo. Hay otras alternativas, por supuesto. La dependencia de una superpotencia es una de ellas y la irrelevancia es otra, pero ninguna parece excesivamente deseable.
Eso no quiere decir apostar exclusivamente por la Unión Europea. En primer lugar, porque ni se encuentra en su mejor momento, ni dispone todavía de un sistema de seguridad al menos coordinado, ni va a desarrollar capacidades militares creíbles probablemente en décadas. En segundo lugar, porque en estrategia nunca se apuesta a una sola carta, y cuanto más tupidas sean las redes multinacionales de seguridad en las que uno se integra, tanto mejor. El proyecto europeo es el más prometedor y hay que luchar por él, pero puede que sufra retrasos considerables o incluso termine por descafeinarse, obligando a buscar otras soluciones de seguridad.
Resiliencia, sostenibilidad y transparencia
Resiliencia y sostenibilidad son dos términos que pueden encontrarse profusamente citados en cualquier documento sobre la seguridad del siglo XXI, y hay razones poderosas para ello. La sostenibilidad es siempre necesaria, pero más cuando los recursos son escasos. La resiliencia es una virtud básica en seguridad y defensa, pero cuando las agresiones van a dirigirse más hacia la ciudadanía que hacia sus fuerzas militares su valor se acrecienta aún más.
Sostenibilidad no significa gastar poco, sino gastar de acuerdo con las propias posibilidades. Se trata de un ejercicio de realismo y de eficiencia presupuestaria. Lo que daña la sostenibilidad no es tanto el gasto considerable como la incertidumbre sobre los recursos disponibles. Por ejemplo, uno de los problemas tradicionales en la planificación de la Defensa en España es que cualquier previsión queda desestabiliza por promesas pocas veces cumplidas y recortes que siempre llegan puntualmente en tiempo de crisis. La consecuencia es que se generan espejismos que terminan por provocar adquisiciones compulsivas y capacidades que se revelan insostenibles una vez adquiridas.
Que no se vaya a gastar mucho en seguridad y defensa es algo que se puede asumir, optimizando la gestión, garantizando lo esencial, asumiendo que no se va a disponer de todo lo necesario y creando un sistema integrado. Lo que no se puede asumir es la incertidumbre en la financiación disponible, porque en esas condiciones resulta imposible planear. Las capacidades militares, y las de seguridad en general, no se improvisan en pocos años, sino que requieren de largos periodos de inversión y desarrollo sostenidos. La tantas veces repetida propuesta de un plan de inversiones en Defensa, que podría ampliarse a un plan de inversiones en Seguridad, daría una cierta garantía para acometer un proceso de planeamiento mínimamente fiable y diseñar una seguridad y una defensa realmente sostenibles.
La resiliencia es la capacidad para encajar golpes y recuperarse rápidamente de sus efectos. Utilizando el símil del boxeo, la resiliencia depende de la técnica y el entrenamiento para diluir la potencia dañina de los golpes, de un buen rincón que vuelva a convertir al boxeador en un luchador presentable durante las pausas entre asaltos y, sobre todo, de capacidad de sufrimiento, algo que solo se obtiene de una sólida moral.
En la seguridad nacional, el daño de los ataques puede neutralizarse o mitigarse con un sistema de prevención, alerta temprana y respuesta inmediata. Eso incluye capacidades tan militares como la defensa aérea o la presencia de fuerzas, y otras no tan militares como protección civil, un buen sistema de ciberdefensa o una comunicación pública ágil y dinámica. La labor de restauración de los daños es evidente que recae en aspectos como un sistema sanitario eficiente, una economía dinámica y diversificada o la capacidad técnica para reparar rápidamente infraestructuras críticas. Y, por último, la capacidad de sufrimiento y la moral depende, en gran medida, de la identificación y satisfacción de la población con el sistema en el que viven.
En este último aspecto, el de la moral, es donde se percibe una de las mayores vulnerabilidades de las sociedades occidentales. La confianza en el sistema se ha agrietado considerablemente en la última década, y valores que se consideraban fundamentales en una sociedad democrática moderna se ponen hoy abiertamente en cuestión. La resiliencia de nuestras sociedades se resentirá enormemente si no se recupera esa confianza en el sistema, sus instituciones y sus líderes, y aquí que cada uno examine sus propios méritos, culpas y deberes pendientes.
Ahí juega un papel fundamental la transparencia informativa. Una de las razones por las que ha disminuido la credibilidad de las instituciones ante el ciudadano es porque se les atribuye una actitud opaca en la información y el rendimiento de cuentas sobre sus actividades. Gran parte del éxito actual de las acciones de desinformación se debe a que se encuentran gran parte del trabajo, que consiste esencialmente en desacreditar líderes e instituciones, ya hecho. De nuevo, una estrategia de comunicación honesta, empática y transparente aparece como imprescindible para recuperar la confianza ciudadana.
Lo cierto es que, sin moral, capacidad de sufrimiento y resiliencia, tanto da que nos gastemos mucho o poco en seguridad y defensa, que nuestros recursos estén más o menos integrados o que elijamos un modelo u otro de seguridad multinacional. La moral no resuelve por si sola las crisis, pero sin ella resulta imposible resolverlas y una sociedad sin moral para luchar por aquello que la sostiene no tardará mucho en doblar la rodilla.
Los argumentos y las propuestas reflejados en este artículo han sido expuestos múltiples veces por otros articulistas y académicos con mayor precisión y claridad y se pueden encontrar, a veces de forma implícita y a veces explícita, en documentos oficiales de nuestro país como la Estrategia de Seguridad Nacional 2017 o la Directiva de Política de Defensa 2020. Las acciones para convertir esas ideas en realidades, sin embargo, no han sido muy numerosas por el momento.
La razón es la falta de un enfoque pragmático sobre la seguridad y la defensa en Europa en general, y en nuestro país en particular, que quizá se debe a una cierta confusión sobre lo que pragmatismo significa.
A veces se asocia lo pragmático con la capacidad para salvar el día e ir resolviendo los problemas más acuciantes a corto plazo, con imaginación, iniciativa y un cierto desparpajo, en la mejor tradición de nuestra novela picaresca. En realidad, el concepto significa más bien lo contrario. Ser pragmático quiere decir sobre todo ser capaz de comprender la realidad y no engañarse a uno mismo; pensar y planear a largo plazo y prepararse no solo para sobrevivir a otro día, sino para hacer frente a situaciones excepcionales.
La gestión de la crisis de la COVID-19 ha puesto de manifiesto las consecuencias de la falta de un enfoque realmente pragmático. Nuestro sistema sanitario tenía fama de excelente y lo es sin duda para una situación de normalidad con leves picos de actividad más intensa. Sin embargo, ante una crisis de envergadura, se ha revelado mucho más débil de lo que pensábamos. En términos militares, han faltado reservas. Esta situación nos lleva a pensar que puede ocurrir algo parecido en crisis de distinta naturaleza, y donde hoy ha faltado material médico y personal en los hospitales, mañana falten alojamientos de emergencia, técnicos en ciberdefensa, munición, o capacidad para transportar rápidamente suministros a una zona devastada.
En estos tiempos de crisis, escasez y pérdida de confianza del ciudadano en el sistema, hay que echar mano más que nunca del enfoque pragmático de la estrategia; reconocer que no hay muchos recursos, aprovechar al máximo los que hay, buscar recursos adicionales dentro y fuera de nuestras fronteras, preparar el largo plazo para que no sea peor que el presente y recuperar la confianza del ciudadano en sus instituciones. Para esto último será necesario primero volver a establecer un vínculo de comunicación con la ciudadanía, y después quitarle de los ojos una venda que ha llevado durante demasiado tiempo. Se trata de hacerle comprender que la seguridad no viene dada de forma natural y que solo perdura aquello por lo que se está dispuesto a luchar.
José Luis Calvo Albero. Coronel del Ejército de Tierra/IEEE