Chile demuestra que se puede frenar a la extrema izquierda

Gabriel Boric

Tiene fama de poseer la población más formada en la democracia liberal de América Latina. Como la casi totalidad del continente ha pasado por la amarga experiencia de sufrir una dictadura militar, pero, a diferencia de la mayoría de los países de su entorno, ha sabido reencarrilar su democracia sin contragolpes ni el correspondiente derramamiento de sangre. Ahora Chile acaba de coronar una nueva etapa en su andadura democrática, tanto más importante cuanto que puede erigirse en modelo y líder del cambio en el continente iberoamericano.  

El empuje del populismo castro-chavista parecía haber consolidado su incontenible avance con las últimas elecciones y el inamovible asentamiento de las dictaduras de Cuba, Venezuela y Nicaragua, secundadas por el escoramiento hacia la ultraizquierda en Perú, Honduras, Argentina y Colombia.  

El modelo chileno era y es particularmente importante y emblemático. En su proyecto de constitución bebían todos los populismos de ultraizquierda, caracterizados entre otras cosas por la entronización del indigenismo y la condena inmisericorde de toda la historia común del continente con España. Una tendencia que se ha propagado como un violento incendio desde Estados Unidos a la Patagonia, por cierto, con el beneplácito de medios intelectuales y periodísticos progresistas españoles, incluida la facción podemita del Gobierno de Pedro Sánchez.  

El aplastante rechazo de los chilenos a ese proyecto de Constitución no lo es sólo a un voluminoso y farragoso texto profundamente desequilibrado, sino también a su pretensión de fondo: un cambio en toda regla de régimen, que sustituya el modelo de democracia liberal por el revolucionario que termine desembocando en el partido único.  

El proyecto, elaborado por una convención de marcado sesgo ultraizquierdista y con un fuerte componente indigenista, mucho más allá del 15% de la población actual, parecía fascinar por su aparente progresismo: Nada menos que 103 derechos sociales reconocidos constitucionalmente, batiendo el récord de 82 de la Constitución Bolivariana de Venezuela, y por supuesto muy lejos de los 21 y 15 que plasman en sus respectivas leyes fundamentales países tan “atrasados” como Dinamarca o Austria. La definición de Estado plurinacional provocaba el mayor de los regocijos en el seno del independentismo catalán, y en fin la abolición de una Justicia única e igual para todos, sustituida por sistemas paralelos e incompatibles entre sí, hacía las delicias de quienes veían potencialmente en ese ascenso artificial del indigenismo una nueva palanca de manipulación de un futuro poder totalitario. 

Viraje al centro izquierda 

Afortunadamente, el presidente Gabriel Boric ha entendido el mensaje, de manera que no ha tardado en remodelar su Gobierno, del que ha apeado a parte de sus elementos más estridentes, como la ministra del Interior, Izkia Siches, y su subsecretario, el comunista Nicolás Cataldo, y ha rebajado a su antiguo compañero de huelgas y revueltas Giorgio Jackson. Al tiempo, ha incorporado a la centrista Carolina Tohá, hija del que fuera ministro del Interior con Salvador Allende, y a la socialista Ana Lya Uriarte, ambas partidarias de un diálogo más equilibrado con esa mitad del país que no está por la labor de ponerlo todo patas arriba.  

Boric bascula por lo tanto desde la extrema izquierda al centro izquierda, aunque deberá permanecer muy vigilante para que la facción Apruebo Dignidad, la suma del Frente Amplio, el conjunto de fuerzas más próximas al presidente, y el Partido Comunista, no le sieguen la hierba bajo los pies. Ahí está la advertencia de Guillermo Teillier, presidente del Partido Comunista: “Si los cómputos son estrechos habría que tomar las calles”. Y ya se sabe la abultada experiencia de los comunistas en estrechar cómputos y ocupar la vía pública.   

Carlos Malamud, catedrático e investigador principal del Real Instituto Elcano, estima que lo acaecido en Chile “cuestiona la idea de giro a la izquierda, de la omnipresencia de gobiernos ‘progresistas’ y de las ‘virtudes populistas’, y hará que se lo piensen dos veces aquellos líderes interesados en impulsar reformas constitucionales en sus propios países, sobre todo si quieren hacerlo con estándares democráticos”. En ese estadio están ahora mismo Perú, Honduras e incluso, aunque con muy escasas opciones, Colombia.  

Se notó, por cierto, el habitual aroma social-comunista de corte hispánico cuando el presidente colombiano, Gustavo Petro, calificó de reviviscencia pinochetista el triunfo aplastante del rechazo chileno. Hasta el expresidente socialista Ricardo Lagos no pudo contenerse: “La Constitución [que rige en Chile] lleva mi firma. Deberían actualizarse los que la denuestan. No es un texto hecho por cuatro generales, nos costó seis años de gobierno llevar a cabo esas reformas”.   

Lo de Chile sirve de pórtico a la gran elección de Brasil del próximo 2 de octubre. Como en aquel, las encuestas destilan ansias de cambio en el inmenso país amazónico. Sería de desear que la polarización ostensible que vive no se plasmara precisamente en el choque frontal, prácticamente irreconciliable, que ya escenifican el actual presidente Jair Bolsonaro, y el aspirante Luiz Inácio Lula da Silva. 

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