
Si no la más majestuosa, la plaza del Trocadero de París es a ciencia cierta la más grandiosa, por sus dimensiones y por estar situada frente a la inmensidad de la Torre Eiffel y el río Sena discurriendo entre ambas. Seguramente también, de los muchos millones de españoles que la visitan pocos conocen tanto su origen como la historia de lo que conmemora.
La isla del Trocadero, de cuatro kilómetros de largo por uno de ancho, está situada en la bahía de Cádiz, dejando entre ella y la tierra peninsular una lengua de agua, allí conocida como el Caño, del mismo nombre que la isla. Fue el último reducto de los liberales españoles que, siguiendo el pronunciamiento del teniente Rafael Riego de 1820, habían restablecido la Constitución aprobada por las Cortes de Cádiz en 1812, y abolida en 1814 por Fernando VII a su regreso de su exilio-cautiverio en Francia.
La invasión de España por las tropas napoleónicas y la correspondiente Guerra de Independencia, además de la inmensa destrucción y saqueos del país, propiciaría el arrinconamiento de España en el concierto europeo, consagrado en el Congreso de Viena (1815) posterior a la derrota de Napoleón en Waterloo, la cascada de levantamientos de líderes criollos en los virreinatos españoles de América, y el consiguiente empobrecimiento del país y el repliegue sobre sí misma de su sociedad, alumbrando un siglo plagado de pronunciamientos militares y tres guerras civiles. El siglo XIX comenzó mal para España con la derrota naval frente a los ingleses en Trafalgar (1805), conmemorada en otra gran plaza en Londres. Terminaría con el desastre de 1898 en Santiago de Cuba y la correspondiente pérdida de aquella isla, Puerto Rico y Filipinas.
El definitivo aplastamiento de los últimos defensores de las libertades y valores de la Constitución de 1812 se produjo finalmente en la isla del Trocadero en agosto de 1823, en donde se habían refugiado los últimos soldados y ciudadanos civiles, perseguidos hasta allí implacablemente por las tropas francesas, 95.000 hombres conocidos como los Cien Mil Hijos de San Luis, al mando del duque de Angulema, Louis Antoine d´Artois, hijo primogénito de Carlos X y María Teresa de Saboya, y último delfín de Francia. El título ducal se lo había conferido su tío, el rey Luis XVI, marido de María Antonieta, ambos depuestos y guillotinados por la Revolución Francesa de Marat, Danton y Robespierre.
Además de la mucha sangre derramada, lo que abolió la citada Revolución fue el absolutismo, restablecido en gran medida con la derrota de Napoleón. España, que había perdido en Viena su estatus de gran potencia, se convirtió no obstante en un peligro para el resto de Europa al obligar el levantamiento de Riego a que Fernando VII acatara las libertades constitucionales. “Marchemos todos y yo el primero por la senda de la Constitución”, dijo solemnemente el rey felón, que mostraría su verdadera cara cuando el duque de Angulema y sus Cien Mil Hijos hubieron concluido su misión.
La nueva invasión de España por estas tropas francesas se acordó en el Congreso de Verona de 1822, en el que se reunieron los representantes de la Cuádruple Alianza: Rusia, Austria, Prusia y el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda. Francia logró hacerse un sitio en la cumbre y recuperarse así de la aventura napoleónica, y suya fue la propuesta de enviar a la muy maltrecha España la expedición militar que acabara con las veleidades liberales susceptibles de extenderse y contagiar al resto del continente.
A diferencia de la expedición napoleónica, la comandada por el duque de Angulema apenas encontró resistencia en un país exangüe tras haber atravesado los Pirineos en abril de 1823. A principios de mayo estableció su cuartel general en Madrid y, con la colaboración de 17.000 españoles simpatizantes de la causa absolutista, conquistó y ocupó fácilmente las instituciones del país. En el terreno militar, el avance francés se hizo rápido e incontenible. Los últimos rebeldes se refugiaron en Cádiz y sus inmediaciones. El mismo duque de Angulema dirigía las operaciones sin dar descanso ni tiempo a los españoles a que recuperaran el resuello después de cada ataque. Puerto Real, Puerto de Santa María, Chiclana, uno tras otro fueron cayendo los últimos bastiones de resistencia. El último de ellos, la isla del Trocadero, intentó una defensa desesperada al mando del diputado y coronel José Grasés. El primer enfrentamiento, según testimonios recogidos en el Archivo Municipal de Cádiz, se saldó con “quinientas bajas francesas y varios miles españolas”.
Sitiados, los resistentes agotaron sus últimas reservas de víveres, pese a lo cual aún plantarían cara a las nuevas oleadas de las tropas francesas. El 29 de agosto, según testimonio escrito del teniente coronel Manuel Bayo, la tenaza se cerró hasta el punto de que muchos constitucionalistas no tuvieron siquiera tiempo de huir. El coronel Grasés, con 300 hombres y dos piezas de artillería, resistiría hasta el asalto final al amanecer del 31 de agosto.
El duque de Angulema cumplió a sangre y fuego su misión de restablecer el absolutismo, encarnado de nuevo en Fernando VII y su Década Ominosa. El que fuera llamado El Deseado no respetó la prometida amnistía a los revolucionarios y firmó la ejecución de 30.000 españoles, tras abolir de nuevo la Constitución de 1812.
Se cumple ahora, pues, el bicentenario de aquella gesta desesperada del Trocadero. Un nombre de una pequeña isla española para una plaza grandiosa en Paris, y como la de Trafalgar en Londres, de no muy buen recuerdo para el sufrido y vapuleado pueblo español.