
Apenas había recibido el presidente de Francia, Emmanuel Macron, las condolencias y apoyo de Emiratos Árabes Unidos frente al silencio de los intelectuales y las acusaciones de dirigentes musulmanes como el turco Erdogan, una nueva matanza terrorista viene a remachar el clavo de la misma certeza: el yihadismo, interpretación radical, absolutamente intolerante y criminal del islam, no tolera los valores de Europa ni de su civilización.
En esta ocasión ha sido Viena, hasta ahora una de las capitales más tranquilas y seguras, donde el último atentado terrorista, contra la sinagoga central de Stadttempel, databa de 1981. La capital austríaca se une así al largo rosario de las ciudades víctimas del odio: Madrid, Londres, París, Bruselas, Barcelona, Manchester, Berlín, Niza, Lyon… Una tras otra se convierte en escenarios de atentados con los más variados métodos, desde las bombas de fabricación casera al degollamiento inmisericorde de personas señaladas o encontradas al azar, hasta el atropello indiscriminado de viandantes.
A la vista de la reiteración de los ataques parece inevitable considerar que el terrorismo yihadista no es solamente un problema de seguridad. La tolerancia de Europa hacia el denominado multiculturalismo ha alumbrado numerosos focos de musulmanes radicales que, nacidos y crecidos en una sociedad donde las libertades son sagradas, ni la admiten ni en muchos casos la respetan, aduciendo los presuntos agravios de sus propias frustraciones.
Los brazos abiertos de Europa hacia el islam no debieran confundirse con la admisión, siquiera implícita, de la inferioridad de sus propios valores. La gran conquista de Europa, después de tantos siglos de luchas fratricidas, ha sido la de instaurar unos valores civiles cuyo éxito, además del moral, puede contemplarse en su prosperidad y en servir de espejo en el que mirarse. Entre esos valores civiles está el no menor de poder creer en cualquier religión y rezar individual o comunitariamente a su dios o a ninguno, sin exclusivismos, lo que se traduce en última instancia en elevar la dignidad de cada persona a su máxima expresión.
Sean Daesh, Al-Qaeda o cualquiera de las organizaciones islamistas que han declarado la yihad a Occidente, y en especial a la vieja Europa, abominan de las libertades que aquí se practican y que ellos pretenden sustituir por el exclusivo sometimiento, de grado o por la fuerza, a sus propios designios. Es, pues, evidente que la primera condición para luchar con éxito contra el terrorismo yihadista es la convicción en la superioridad de esos valores incardinados en la libertad frente a los que se cimentan en el sometimiento. No deja así de ser descorazonador, por ejemplo, que la Unión Europea no haya concluido todavía un acuerdo sobre la propuesta de la Comisión Europea en 2018, para contrarrestar los contenidos terroristas en las redes.
También, una vez más, parece necesario llamar la atención a los dirigentes e intelectuales musulmanes, que en su mayor parte reaccionan con un silencio estruendoso a cada uno de estos atentados a la libertad. Está claro que el islam precisa de un gran debate en torno a este concepto, que al menos en Europa ha costado siglos y mucha sangre para llegar a apreciarlo, y aún hoy surjan no pocos reductos que tratan de cuestionarlo, acotarlo y en definitiva cercenarlo, simplemente porque aceptar el gran valor de la libertad significa rechazar la sempiterna tentación totalitaria.
Convendría, asimismo, advertir contra quienes pretenden justificar los atentados en base a una inexistente guerra de religiones. Estas, en el pasado, encubrían luchas por el poder. Ahora ya hace mucho tiempo que cayó el velo de esta impostura, salvo para los radicales yihadistas que aún preconizan desde sus mezquitas la matanza de cristianos y judíos. Algo que, de producirse en iglesias o sinagogas provocaría de inmediato el traslado a centros psiquiátricos de quién osara recomendar la matanza de musulmanes.