Opinión

Racismo, dicen, en la Corte de Saint James

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Enésimo debate en el Reino Unido y en toda la Commonwealth acerca de cuánto tiempo más durará la Monarquía británica. Esta vez el desencadenante han sido las declaraciones de los duques de Sussex a la entrevistadora estrella de la televisión americana, Oprah Winfrey, extractada y vendida a medios de todo el mundo, especialmente los que han pertenecido a la órbita del Imperio Británico. 

Meghan Markle llevaba la voz cantante en ese espacio, respaldada  plenamente por su marido, el príncipe Enrique, ambos ya desligados de la familia real, e instalados en Estados Unidos, en una mansión valorada en 14,5 millones de dólares. La fortuna de ambos parece rondar los 40 millones, 35 aportados por él y 5 por la exactriz norteamericana. 

Las cuitas desveladas en sus declaraciones por la todavía duquesa de Sussex serían solo pasto de la denominada prensa del corazón si no hubiera sido porque desveló que en la familia real hay algún racista. Ni ella ni él nombraron al supuesto culpable; Enrique llegó a afirmar incluso que él nunca lo revelaría. Todo ello, a partir de la curiosidad morbosa que recorría las estancias del Palacio de Buckingham preguntándose si Archie, el primer hijo de los duques, nacería con la piel blanca o negra. 

No es un debate menor cuando el Reino Unido alberga una multiplicidad de razas y etnias, proceso iniciado a partir de que abriera sus puertas en los años 60 a quienes habían sido súbditos de su imperio. El proceso de integración no ha sido fácil y aún hoy, con la exacerbación del nacionalismo propiciado por el Brexit, se producen choques de marcado acento racista. Con cierta perspectiva histórica empiezan a aparecer series de televisión que glosan los primeros años en que las comunidades negras del Caribe, por ejemplo, eran objeto del acoso y persecución policial y judicial. 

Como en Estados Unidos, tampoco en el Reino Unido el racismo  desaparece de la noche a la mañana, y basta un error o una actuación injusta de algún funcionario, conveniente amplificados por los medios y redes sociales, para que emerja ese sustrato normalmente oculto tras el cinismo y la hipocresía, vicios que han sabido convertir en arte. Pero, si en algo son verdaderamente admirables los británicos, es en separar los supuestos errores personales de sus servidores públicos de las instituciones, y eso se eleva a la máxima potencia cuando se trata de la Corona, su símbolo por excelencia.

El precio de pertenecer a la familia real

La consecuencia es que el tributo a pagar por pertenecer a la familia real británica es enorme, de manera que de la cuna a la tumba todos los actos de sus miembros han de estar en concordancia con ese simbolismo ejemplar. Hacer lo que a uno le dé la gana o, simplemente, comportarse como lo haría cualquier plebeyo tiene su precio, que va desde abdicar del trono, como le sucediera a Eduardo VIII por encapricharse de la divorciada Wallis Simpson, a ser excluido de la agenda real, como más recientemente le ha sucedido al príncipe Andrés, por haber mentido acerca de su amistad y su participación activa en las orgías del magnate Epstein. 

El progresivo acercamiento de los “royals” al pueblo les ha ido despojando tanto del gran poder que ostentaban los monarcas como de la incuestionable influencia que tenían los demás miembros. Pero, quienes se han acercado tanto al pueblo han dejado al descubierto las costuras de sus negocios y manejos, y  cuando estos se han convertido en chanchullos, han tenido que poner distancia entre ellos y el resto de la familia real. 

Así lo han hecho también los duques de Sussex, que al cabo de tres años de estancia en la Corte de Saint James, decidieron presuntamente renunciar a todos sus privilegios. Tan duros debieron ser que la duquesa recuerda sus tentaciones de suicidarse. Pero, tras su “exilio”, no han respetado sin embargo el primero de sus deberes, la discreción. Meghan Markle seguramente no habrá cobrado por la entrevista, pero, en sus declaraciones salta a la vista su afán de convertirse en la estrella de Hollywood que nunca fue, lo que en sus cálculos se traduciría en muchos más millones que los que hubiera podido cobrar por sentarse frente a Oprah Winfrey. 

Cabe augurar que ese fenómeno no durará mucho. Alimentar el morbo requeriría, como en el caso de cualquier famosillo que vive del cuento, sorprender a la audiencia con cada vez más supuestas revelaciones escandalosas. Y caso de optar por semejante vía eso no le acarreará sino un progresivo descrédito. 

La Corona no sólo es el símbolo que encarna un Reino Unido que agrupa a Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte. Es, además, la institución que permite a los británicos mantener su supuesta superioridad sobre las naciones que conformaron el imperio, y con las que mantienen lazos preferenciales que se traducen en poder, contratos preferenciales y dinero, mucho dinero. Los gobiernos de Londres, sean del color que sean, respaldan y potencian a su monarquía, cuya reina Isabel es también la jefe de Estado de países como Australia, Canadá, Jamaica o Barbados. Para todos ellos, aun desprovista la Reina de poderes ejecutivos, es un timbre de prestigio. Con toda probabilidad Meghan Markle carece de ese sentido de la historia. Algo que ha resaltado el popular presentador del programa matinal de la cadena ITV, cuyos acerados comentarios acerca de la duquesa de Sussex y de su hipotético desequilibrio mental le ha supuesto la dimisión o destitución fulminante. 

Y, aunque la norma de Buckingham Palace es la de “no comentar, no replicar” nunca para no alimentar las polémicas, en esta ocasión no solo ha emitido un comunicado expresando su “preocupación” por muchas de las afirmaciones de Meghan Markle, sino que también el príncipe Guillermo, hermano mayor de Enrique y, supuestamente el preferido de la reina Isabel para sucederle en vez de su padre, el príncipe Carlos, ha desmentido tajantemente la acusación de “racista” lanzada por su cuñada. Un cambio de rumbo en la política de comunicación de la Corte de Saint James, lección aprendida a raíz de la muerte de la princesa Diana, aquella “princesa del pueblo”, según expresión consagrada por Tony Blair. Se llegó a proponer entonces la súbita canonización de Diana. Ella, guapa, elegante y el personaje más famoso de la Corte, pasó. Hoy apenas alguien visita su tumba. Isabel II permanece en el trono. La Monarquía sigue.