Opinión

La victoria de Biden y Harris, una segunda oportunidad para el multilateralismo

photo_camera Biden and Harris' victory, a second chance for multilateralism.

Genio y figura, hasta la sepultura, en el momento en el que se hizo pública la victoria matemática de Joe Biden al obtener una mayoría suficiente en Pensilvana y Nevada, el presidente en funciones de los Estados Unidos de América jugaba al golf. Poco antes había hecho público un comunicado negándose a admitir lo que ya era a todas luces aritméticamente inevitable. 


Aunque los indicios apuntan a que los jerarcas del partido republicano están maniobrando para desentenderse ahora del clan Trump, aún es posible que algunos de sus más fervientes partidarios traten de llevar la situación al límite de lo legalmente admisible, y hasta más allá, poniendo a prueba la fortaleza de las instituciones estadounidenses. Sería un triste colofón a cuatro años en los que Donald Trump ha roto muchos moldes y convenciones de la democracia norteamericana, haciendo trizas las más elementales formas de expresión de diplomacia, urbanidad y civismo, tanto dentro como fuera de las fronteras americanas, sin que el Senado de mayoría republicana haya puesto freno a los exuberantes exabruptos del inquilino de la Casa Blanca. Antes al contrario, trató el proceso de ‘impeachment’ al que fue sometido Trump como agua de borrajas, y brindó al presidente su apoyo para nombrar un tercio de los jueces del Tribunal Supremo, el último de ellos en una cruda exhibición de sectarismo ‘in extremis’.


En las muchas crisis que ha sufrido la república norteamericana, nunca se ha dado el caso de un presidente en rebeldía, por lo que el tránsito a la nueva presidencia surcará en aguas desconocidas si la familia Trump persiste en su obcecación. A priori, los próximos hitos los dicta la constitución; los estados han de nombrar a sus delegados en el colegio electoral antes del 8 de diciembre. La convención marca que esto se hace de acuerdo con el resultado de las elecciones presidenciales en el estado, por más que,  en sentido estricto, los estados ostentan una capacidad discrecional para formalizar los nombramientos.  

El siguiente paso es una reunión de los delegados en sus respectivas capitales de estado el 14 de diciembre, cuando deben votar por el candidato elegido por su estado. A continuación, el Congreso debe reunirse el 6 de enero para certificar los votos del colegio electoral y proceder a declarar al presidente electo, que ha de ser investido a las 12 del mediodía del 20 de enero. 
Este proceso puede verse enturbiado por una combinación de impugnaciones y maniobras deseperadas, como habilitar listas alternativas de delegados al colegio electoral el 14 de enero en estados con mayoría legislativa republicana, lo que pondría al Congreso -actualmente de mayoría demócrata- en una muy difícil tesitura,  a pesar de que las proyecciones a la hora de concluir este análisis apuntan a que el tándem Biden-Harris obtendrá 306 delegados. De no alcanzarse un compromiso,  y entrar en consecuencia en una situación de bloqueo, Nanci Pelosi, como presidenta del Congreso, asumiría la presidencia en funciones, dado que Donald Trump cesará a todos los efectos el día 20 de enero.

 
Aún descartando por improbables conatos de violencia organizada, protagonizados por los grupos de milicias con los que ha coqueteado Donald Trump durante su presidencia, tolerar la presencia de un presidente renegado en la Casa Blanca durante el periodo de transición llevaría al suicido institucional de facto del país decanos de la democracia liberal, por lo que no parece un escenario sostenible más allá de unos pocos días, porque cuanto más se prolongue esta anomalía, más alentados se sentirán los partidarios de la resistencia violenta para tomarse la Segunda Enmienda al pie de la letra, y la ley por su mano. Las consecuencias de esto son demasiado serias como para que las instituciones acepten correr el riesgo. 


Por lo tanto, lo más probable es que el núcleo duro del trumpismo sostenga y alimente durante años el relato del presidente ilegítimo, posiblemente haciendo inevitable un cisma en el partido republicano si la guardia de corps de Trump se obstina en obstruir el mandato de Biden, abocando al estado a la parálisis. Sin embargo, si tomamos como referencia la suerte que los movimientos basados en hiper-liderazgos carismáticos han corrido una vez que se les bajó el telón, es dudoso que sea viable un ‘Trumpismo sin Trump’, y esperable que el ex presidente caiga prontamente en el ostracismo.
Con estos mimbres, la tarea que Biden y Harris tienen ante ellos se antoja heróica. La parte fácil será devolver la dignidad institucional a la Casa Blanca. El nepotismo disfuncional de Trump ha puesto el listón tan bajo, que la recuperación de la honorabilidad presidencial se pondrá de manifiesto con celeridad. Más ardua será la tarea de despolitizar la administración pública, una de las marcas del modus operandi de Trump y sus acólitos. La red de intereses creados es extensa, y el propio instinto de supervivencia de los trumpistas, amparado en una polarización pública comparable al clima que degeneró en la Guerra Civil Americana, obligará al equipo Biden a deconstruir este entramado,  haciendo gala de gran prudencia y generosidad, y con la inteligencia necesaria para evitar las trampas partisanas que plagarán su mandato.  
Por lo tanto, la primera prioridad de Biden y Harris es poner orden en casa. Sólo si su administración queda libre de las ataduras de la era trumpiana, podrá descorrer las cortinas de la Casa Blanca,  para ver el mundo con la necesaria claridad y perspectiva.


Los problemas globales siguen siendo exactamente los mismos que antes del primer martes después del primer lunes de noviembre, pero Biden se encontrará con un mundo muy diferente del que conoció como vicepresidente de Obama, un mundo aún pandémico,  en el que el único espacio que EEUU puede ocupar -con el consentimiento del resto de los países- es el de ‘primus inter pares’, en un sistema global post-hegemónico e hiper-dependiente, cuya complejidad Trump se ha encargado de demostrar que no puede ser reducida a intercambios transaccionales y al barullo del matonismo de arrabal.

 
Hay una serie de actuaciones a corto plazo que pueden hacer mucho para que el equipo Biden recupere la confianza de sus socios y aliados: volver a los Acuerdos de París, retornar a la ONU, señalar que América no concibe la OTAN como un mercado para la venta de armamento ‘Made in USA’, y tener alguna conversación con Kissinger a propósito de su experiencia tratando con China. Inevitablemente, el principal socio de Washington ha de ser la UE. No estaría de más un discurso de Biden en el Parlamento Europeo, una especie de momento ‘Ich bin ein Europäer’ para cerrar heridas gratuitamente abiertas por Trump y algunos de sus embajadores más integristas.

Los países de la UE difícilmente podrán persuadir a sus respectivos electorados de aumentar el gasto en defensa si lo perciben como una imposición. Por el contrario, Biden y Harris pueden hacer mucho situando la discusión en el plano al que pertenece, y trabajando de tú a tú con la Comisión Europea para que los países de la UE sean más ambiciosos y corresponsables en las políticas comunitarias en materia de defensa, política exterior y desarrollo económico, consensuando actuaciones de calado geopolítico en el vecindario de la UE, literalmente desde Algeciras a Estambul, pero también al norte de Sebastopol. 


Uno de los escasos éxitos de la diplomacia de Trump ha sido el establecimiento de un marco de trabajo que facilita las relaciones entre algunos países musulmanes e Israel. Siendo esto muy positivo, su alcance se ve constreñido por la salida unilateral de EEUU del Plan Integral de Acción Conjunta que logró sentar a Irán en una mesa de negociación para gestionar mediante incentivos y compromisos el control de las aspiraciones atómicas de Teherán.

Es imperativo que el Departamento de Defensa constate sin tardanza que la política de sanciones no ha dado resultados sostenibles, y se colabore con sus socios europeos para volver a encauzar el acuerdo, incluyendo en las discusiones a los nuevos socios árabes de Israel, y volviendo a situar a Palestina en el mapa, con las coordenadas de la Conferencia de Paz de Madrid pero con la óptica del siglo XXI.