El Magreb y el Sahel, en realidad África entera, son percibidos mayoritariamente como sinónimos de amenaza y de riesgo desde hace años

Magreb y Sahel: una vecindad desafiante

AFP/SEBASTIEN RIEUSSEC - Soldado del Ejército de Mali de guardia a la entrada del G5 Sahel, una fuerza antiterrorista de cinco naciones (Mali, Burkina Faso, Níger, Mauritania y Chad)
photo_camera AFP/SEBASTIEN RIEUSSEC - Soldado del Ejército de Mali de guardia a la entrada del G5 Sahel, una fuerza antiterrorista de cinco naciones (Mali, Burkina Faso, Níger, Mauritania y Chad)

Este documento es copia del original que ha sido publicado por el Instituto Español de Estudios Estratégicos en el siguiente enlace.

Desde hace años, la perspectiva occidental europea del Magreb y del Sahel es prioritariamente securitaria. Ambas regiones, estrechamente interrelacionadas, son percibidos, por lo general, como sinónimos de amenaza y de riesgo, identificando a los flujos migratorios con un problema de seguridad y al terrorismo yihadista como una amenaza militar que se puede eliminar por medio del uso de la fuerza.

Además domina también un enfoque que pone el énfasis en consideraciones geopolíticas y geoeconómicas.
No obstante, hay otras alternativas para que el Magreb y el Sahel disfruten de un mayor nivel de desarrollo y de seguridad, y dejen de ser vistos con inquietud por sus vecinos.
Su estabilización es necesaria y demás posible, pero solo si se entiende como un proceso dinámico. Eso se debe traducir en un cambio de prioridades para colocar por encima no tanto la seguridad de los Estados como la seguridad humana de sus habitantes.

1.    Introducción

Por encima de cualquier otra consideración, desde la perspectiva occidental europea, el Magreb y el Sahel —en realidad África entera— son percibidos mayoritariamente como sinónimos de amenaza y de riesgo desde hace años. Ese es el resultado del enfoque securitario que hoy domina la agenda internacional y que lleva a identificar a los flujos migratorios como un problema de seguridad, en lugar de verlo como un fenómeno propio de la globalización, y al terrorismo yihadista como una amenaza que se puede eliminar por vía militar. Un enfoque que tiende a dejar de lado tanto la corresponsabilidad acumulada en la creación de muchos de los problemas que hoy presentan esas dos regiones, no solo como resultado de la experiencia colonial, sino también por el modelo de relaciones instaurado tras su independencia. Un enfoque que, como directamente se deduce de cualquier análisis de la situación sobre el terreno, sencillamente no funciona, en la medida en que ni sirve para mejorar sustancialmente el bienestar y la seguridad de quienes allí habitan ni tampoco para aliviar los temores que despiertan en Europa su inestabilidad y su inseguridad.

Por supuesto, no se trata de obviar la cruda realidad de ambas regiones, tanto en el plano sociopolítico, como en el económico, en el de la seguridad y en el medioambiental. Y, desde luego, también hay que asumir que no existe una fórmula mágica para superar a corto plazo todos los retos y desafíos que ambas zonas concentran. Son muchos ya los diagnósticos realizados tanto sobre el Magreb1 —con sus más de 105 millones de habitantes repartidos en sus 5,7 millones de kilómetros cuadrados y un PIB total que no supera los 340.000 millones de euros— como sobre el Sahel occidental2 —habitado por unos 90 millones de personas en sus más de 5 millones de kilómetros cuadrados y un PIB regional de no más de 75.000 millones de euros.

2.    Visión panorámica

Por eso, sin pretender volver a enumerar lo ya conocido por cualquier persona interesada en este amplio espacio africano, recogido en los informes regulares de diversos organismos internacionales cabe sintetizar lo que se extrae de ellos en los siguientes términos:

2.1.    Las hipotecas de la historia

Los efectos del viejo esquema que las potencias europeas diseñaron en su día a partir de la descolonización de África son todavía hoy bien visibles. Desgraciadamente es un modelo que, en sus perfiles principales, aún sigue vigente, con el propósito central de asegurar allí nuestros intereses. Un objetivo al que se ha supeditado cualquier otro, en un afán innegable de competencia por el control de sus valiosos recursos naturales, hoy reverdecido ante la apuesta que nuevos actores emergentes plantean en ese mismo escenario.

Para ello, cuando la historia forzó la descolonización, las metrópolis europeas apostaron por un esquema basado en tres pilares interrelacionados: a) el mantenimiento de la estabilidad a toda costa, orientada a la preservación de los intereses de dichas metrópolis; b) la explotación de sus ingentes recursos; y c) la preferencia por gobernantes locales que asegurasen los dos pilares anteriores.

2.1.1.    La estabilidad a toda costa

Por un lado, lejos de entenderla como un medio al servicio de un fin superior —el bienestar y la seguridad de las poblaciones locales—, pronto se convirtió en un objetivo en sí mismo. Habitualmente se la ha interpretado como un mero mantenimiento del statu quo, sin pararse a evaluar si la situación que se pretende conservar es justa y sostenible o si, por el contrario, es el resultado del abuso y en sí misma generadora de exclusión e inseguridad para la mayoría de la población.

2.1.2.    El afán por el aprovechamiento de los recursos

La gran diversidad y volumen de recursos naturales africanos, vitales para el desarrollo económico mundial, lleva estimulando desde hace mucho tiempo la codicia por su posesión. Si primero las principales potencias europeas pudieron hacerlo de manera directa —colonizando esos territorios—, posteriormente hubo que echar mano de otros mecanismos para garantizar su control. Para ello se optó por una estrategia consistente en una división territorial que, sin tener en cuenta los deseos de las poblaciones locales, generó el actual rompecabezas africano, fragmentado y artificial, obligando a vivir juntos a comunidades que no tenían ningún deseo de hacerlo.

Ese comportamiento desembocó en la debilidad estructural de los Estados resultantes. Sus disensiones internas (cuando no la rivalidad frontal) aseguraban un cuasi permanente estado de violencia. Se buscaba asimismo evitar que surgiera un actor lo suficientemente poderoso como para cuestionar las reglas de juego impuestas desde el exterior en el arranque de la independencia, incluyendo una división internacional del trabajo que garantizaba la subordinación de los nuevos Estados a los intereses de potencias extranjeras. Por otro, facilitaba el permanente dominio de las antiguas metrópolis sobre sus antiguas colonias e incluso la injerencia directa cuando se consideraba que era necesaria la intervención directa (incluyendo la militar) para pacificar el territorio y apaciguar o eliminar a los violentos.

En este contexto, no puede extrañar que los intereses y deseos de las poblaciones locales no se hayan tenido en cuenta. Aunque el discurso (tan formalista como vacío de contenido real) ha manoseado constantemente los derechos humanos y la dignidad del individuo, como supuestas premisas básicas de una política exterior fundamentada en valores, principios y reglas, la realidad muestra sin disimulo que por encima de ellos han estado permanentemente la defensa de intereses geoeconómicos y geopolíticos.

En la actualidad, con el añadido del creciente interés mostrado por nuevos actores internacionales (con China, Rusia, India, Turquía o Japón en posiciones destacadas), asistimos a una renovada competencia por el control de esos mercados. Y nada indica que en esta nueva etapa los intereses de la ciudadanía local estén siendo tomados en mayor consideración que hasta ahora. Por el contrario, mientras los tradicionales actores occidentales critican —con razón— a los recién llegados a África por su desatención a los derechos humanos o a la promoción de los valores democráticos, no puede decirse que realmente los primeros estén tomando demasiado en serio sus propios argumentos en este terreno.

2.1.3.    La opción por gobernantes sumisos

Dada la evidente dificultad para gestionar desde fuera los asuntos públicos y privados del continente, desde el principio de su independencia se impuso la conveniencia de contar con actores locales intermediarios que garantizaran el control sobre el terreno. A esto se unía, en el marco definido por la confrontación bipolar propia de la Guerra Fría, el interés por asociarse con aliados que neutralizaran los movimientos del adversario (fuera este Estados Unidos o la Unión Soviética).

A partir de estos presupuestos puede entenderse mejor que la vara de medida para identificar a esos aliados locales nunca haya sido su legitimidad, su calidad democrática o su sinceridad a la hora de promover un auténtico Estado de derecho. Lo que realmente ha contado en demasiadas ocasiones ha sido, llanamente, su grado de aceptación de los dictados de sus patrones extranjeros, en prosecución mutuamente beneficiosa del mantenimiento de una estabilidad que garantizase la conservación de sus respectivos privilegios.

Para quienes han venido defendiendo este modelo de relaciones a lo largo de las últimas décadas, incluso los puntuales ejercicios de apertura y reforma liderados por algunos gobernantes locales se han visto con recelo. Quienes se han atrevido a cuestionar el statu quo que los identificaba como actores subordinados, o quienes han apostado por reformas profundas de los imperfectos modelos heredados de la colonización, han sido percibidos como desestabilizadores y, por tanto, como un peligro que era necesario neutralizar o eliminar. Por otra parte, aun asumiendo que el desarrollo global es un camino deseable para toda sociedad, su implementación puede resultar indeseable para los que prefieren el statu quo vigente, aunque solo sea por el temor a que se desencadenen procesos de cambio que pongan en cuestión sus privilegios. De este modo, se comprende la frecuente inclinación de los gobernantes locales (con el consentimiento de sus aliados internacionales) a abortar verdaderas dinámicas de reforma estructural, en la medida en que ninguno de ellos desea verse expuesto a la incertidumbre que siempre supone controlar el resultado de un proceso que permita la emergencia de nuevos actores, con demandas que quizás no se acomoden a las dominantes hasta ese momento.

Son muchos los ejemplos que en ambas regiones responden a este esquema de dominio por control remoto. Como consecuencia de ello, muchos gobiernos de la zona han acumulado un alto grado de corrupción e ineficiencia, al tiempo que han despilfarrado su legitimidad a los ojos de una población que ha sido crecientemente excluida de los beneficios derivados de la explotación de los ingentes recursos nacionales. Aunque nunca pueden olvidarse las excepciones democratizadoras, esta ha sido la regla general de unos países que, no por casualidad, ocupan los lugares de cola en desarrollo y seguridad a escala planetaria.

2.2.    Una realidad socioeconómica inquietante

Salvo excepciones, la situación general de bienestar y desarrollo económico es negativa para la mayoría de la población, de tal modo que, cuando se mira al futuro, por muchas variables que puedan identificarse como potencialidades de desarrollo la triste realidad muestra una situación de empobrecimiento muy acusada.

En el terreno económico la evolución histórica deja pocas dudas sobre la sucesión de «décadas pérdidas», con niveles de crecimiento económico que quedan sistemáticamente por debajo del crecimiento demográfico. Y hoy, todavía bajo el impacto directo de la pandemia que estalló en 2020 y del indirecto que ha provocado la reordenación de la agenda internacional para atender los problemas internos de los principales actores mundiales, nada indica que ni el continente en su conjunto ni las dos regiones analizadas en estas páginas tengan un panorama más optimista a la vuelta de la esquina.

Una simple mirada al Informe de Desarrollo Humano de 2021 echa por tierra el afro- optimismo que The Economist propugnaba justo antes del estallido de la pandemia. Así, de un total de 191 países analizados, Chad aparece en el puesto 190, Níger en el 189, Malí en el 186, Burkina Faso en el 184, Mauritania en el 158, Marruecos en el 123, Libia en el 104, Túnez en el 97 y Argelia en el 91.

2.3.    Un panorama político de escasa legitimidad

Ambas regiones están experimentando una clara dinámica autoritaria, con sistemáticos retrasos en la celebración de procesos electorales, reformas constitucionales para eliminar la limitación de mandatos, falsificaciones de resultados electorales y hasta golpes de Estado más o menos exitosos. Un dato más que habla de la resistencia a mejorar la situación en este terreno es que a pesar de que en 2012 entró en vigor la Carta Africana sobre Democracia, Elecciones y Gobernabilidad (aprobada el 30 de enero de 2007) todavía Libia, Marruecos y Túnez siguen sin ratificarla.

Abundando más en este campo, en el Bertelsmann Transformation Index de 20223, solo Túnez figura como una democracia deficiente4, mientras que Burkina Faso y Níger aparecen como democracias altamente deficientes. Más atrás aún figuran Argelia, Malí y Mauritania como autocracias moderadas y, cerrando el listado de 137 países, Chad, Marruecos y Libia son calificadas como autocracias duras. Esto no quiere decir que el Magreb y el Sahel sufran un colapso democrático irreparable, pero es bien visible el deterioro que las sitúa muy lejos de la verdadera estabilidad política, la democratización y la sostenibilidad económica; todo ello agravado por una crisis económica de la que aún les costará mucho salir.

En términos de corrupción África también ocupa, según los datos que maneja Transparency International, las posiciones de cola a nivel mundial. Así, en su informe sobre 20215, que recoge datos de 180 países, Libia (en el puesto 172) aparece el primero de los Estados aquí analizados, seguido de Chad (164), Mauritania (140), Malí (136), Níger (124), Argelia (117), Marruecos (87), Burkina Faso (78) y Túnez (70).

2.4.    Una seguridad seriamente cuestionada

Con respecto a la seguridad, la situación no es mucho más optimista ni en el nivel estatal —referido a la seguridad de los Estados— ni en el personal —entendido como seguridad humana.

En términos cuantitativos, y siguiendo los datos de la Escuela de Cultura de Paz recogidos en su informe Alerta 20226, de los 32 conflictos armados activos que se contabilizaron en el mundo en 2021, África seguía ocupando el primer lugar, con 15 focos. La gravedad de los que se registran en Libia, Malí y Región del Lago Chad hablan por sí solos, sin olvidar que el del Sahara Occidental se ha reactivado desde finales de 2020. Y a estos hay que sumar también los escenarios de tensión internacional que definen a Malí y Níger.

Por otra parte, la amenaza del terrorismo yihadista sigue siendo una trágica realidad violenta desde hace años. En todo caso, como recoge el Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo (OIET)7, noviembre terminó con el tercer registro más bajo de 2022 sobre atentados registrados en el Sahel occidental, con un total de 998, de los que Malí (con 36) y Burkina Faso (con 30) acapararon las primeras posiciones. Por otro lado, el número total de bajas producidas en ese mismo mes ascendió a 215, de las que 123 corresponden a civiles y las 92 restantes a personal militar o policial. Si se considerasen los miembros de grupos terroristas muertos durante la perpetración de esos atentados o a lo largo del desarrollo de operaciones de seguridad, la cifra final resultante ascendería a 470. Mientras tanto, en el Magreb, por cuarto mes consecutivo, no se registró ningún atentado yihadista.

Las zonas principalmente afectadas por esta amenaza se localizan en la Triple Frontera (norte de Malí y Liptako-Gourma [entre Burkina Faso y Níger]), la región centro-norte de Burkina Faso, la zona central de Malí, las provincias del sureste y suroeste de Burkina Faso y la zona occidental de Níger. Aun así, lo que demuestran sistemáticamente los datos y las tendencias sobre el terreno (apuntando ya a la expansión hacia el golfo de Guinea) es que, por un lado, el terrorismo no es la principal amenaza a la seguridad de estos países, si se la compara con tantas fallas estructurales que explican la inseguridad humana para la mayoría de sus pobladores. Pero, por otro, también sería un error pensar que no existe o que es una mera creación fantasmal de determinados actores. Por desgracia, como bien demuestra la creciente actividad y expansión territorial de grupos como el Estado Islámico en el Sahel (EIS) y la coalición yihadista conocida como JNIM (Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes o Jama'at Nasr al-Islam wal Muslimin), no solo contra la población civil y las fuerzas locales de seguridad, sino también entre ellos mismos, luchando por la hegemonía territorial, sigue habiendo individuos y grupos con capacidad y voluntad para seguir sembrando el terror en la zona.

2.5.    Un impacto medioambiental desmedido

Es bien sabido que África es el continente que menos contribuye a la crisis climática, identificada como una amenaza existencial para la humanidad. E igualmente es conocido que se trata del territorio que más duramente está sufriendo sus consecuencias9. Así se deduce de los datos que apuntan a que inundaciones como las que han afectado en 2022 a buena parte de África occidental son un 80 % más probables por esa misma crisis climática. Y a pesar de ello, África, según Bloomberg NEF, solo atrae menos del 1 % de la financiación internacional en energías renovables.

En términos generales, como resultado de las sequías, las inundaciones y el abandono de las tierras de cultivo (en muchas ocasiones forzado por la violencia que asola al Sahel, donde más del 80 % de la población depende de la agricultura para sobrevivir), la Organización Mundial de la Salud estima que a finales de 2022 había más de 33 millones de personas que necesitaban ayuda alimentaria urgente. Entretanto, más de 35 millones de personas (incluyendo 6,7 millones de menores) pasan hambre en África central y occidental a causa del cambio climático, la inseguridad y la subida de precios de los alimentos. Una cifra que, según la ONU, podría alcanzar un récord histórico de 48 millones en 2023. No puede extrañar que esa situación contribuya decisivamente a aumentar la inestabilidad, la violencia y los flujos migratorios, cuando ya se contabilizan más de 2,7 millones de personas forzosamente desplazadas en todo el Sahel.

3.    Desafíos y retos inmediatos

En todo caso, aunque esa inquietante imagen de partida podría hacer pensar lo contrario, sigue habiendo salida al final del túnel en el que ambas regiones están metidas desde hace demasiado tiempo. Una salida que en ningún caso puede pasar por la insistencia en esquemas que han demostrado sobradamente su inadecuación para hacer frente a los problemas que acumulan, sino que debe basarse en una estrategia multilateral y multidimensional a largo plazo centrada en el binomio desarrollo-seguridad y en la que se impliquen tanto los actores locales como los exteriores. En esa línea, es posible identificar los principales retos y desafíos cuya superación debería servir para poner las bases de otra agenda muy distinta a la actual. Entre ellos, y sin ánimo de exhaustividad ni de prevalencia de unos sobre otros, cabría citar los siguientes:

3.1.    Empoderamiento local

Resulta imprescindible que la población magrebí y saheliana se haga dueña de su propio destino. Tras décadas (por no decir siglos) de apropiación por parte de otros, resulta urgente que sean ellos mismos los que lideren las estrategias que se pongan en marcha. Tal vez sea este el problema más relevante de la agenda, aunque no sea aparentemente tan visible como otros. Nada sólido se puede construir si no es protagonizado en primera instancia por los actores locales. Eso no quiere decir que haya que dejarlos solos, sino que hay que acompañarlos de otro modo.

Queda mucho por hacer en este campo para modificar un rumbo que en demasiadas ocasiones ha desembocado en políticas gubernamentales dirigidas específicamente a cercenar la posibilidad de que exista una sociedad civil fuerte y autónoma. Y esa carencia sigue siendo una pesada carga para imaginar un futuro distinto.

3.2.    Buen gobierno

La aspiración en este caso no es tanto el reforzamiento de interlocutores válidos a los ojos de los organismos internacionales como el apoyo a líderes y autoridades realmente empeñados en la consecución de niveles de bienestar y seguridad aceptables para el conjunto de sus ciudadanos. El desafío es bien notable si se tiene en cuenta que no pocos de estos países pueden calificarse con propiedad como Estados frágiles y empobrecidos. En ellos el Estado ha perdido el monopolio del uso legítimo de la fuerza, no es capaz de proveer servicios básicos a buena parte de su población y no tiene presencia efectiva en todos los rincones del territorio nacional.

Y la manera de revertir esa fragilidad no puede venir del mercado, sino principalmente del reforzamiento del aparato estatal. Esto implica luchar decididamente contra una corrupción, estructural en muchos casos, y contra un alto nivel de ineficiencia en la gestión de los asuntos públicos. Para promover más Estado y para hacerlo más responsable ante sus ciudadanos es preciso, asimismo, apostar desde el exterior por la reforma de las reglas de juego que durante mucho tiempo han llevado a preferir el mantenimiento de unos interlocutores escasamente legitimados e insensibles a las preocupaciones y necesidades de sus propias sociedades.

3.3.    Potenciación del sector productivo

La necesidad de romper su imagen de meros poseedores de recursos naturales pasa por transformar unas economías de monocultivo, asociadas a la mera explotación de materias primas, en otras más diversificadas. Si lo logran podrán no solamente atender mejor a sus propias necesidades, sin tener que depender en tan alto grado como ocurre actualmente de las importaciones, sino también integrarse en la economía global en condiciones para competir ventajosamente en algunos nichos de mercado.

3.4.    Desarrollo de infraestructuras básicas

Una tarea que lleva a pensar no solamente en las clásicas —pero fundamentales— necesidades viarias, sanitarias…, sino también en la relativamente novedosa pero ya muy acusada brecha digital, que está definiendo otra barrera que se añade a las anteriores para configurar un escenario de mayor exclusión. Sin la movilización sostenida de capitales públicos y privados no será posible encarar un esfuerzo de ese calibre. En las condiciones actuales no resulta sencillo activar la voluntad de estos últimos, por lo que es esencial que las instituciones públicas —nacionales y multilaterales— lideren en una primera etapa la tarea.

Sirva a modo de ejemplo el dato de que el 42 % de los africanos carecen aún hoy de suministro eléctrico en sus hogares y en 16 países africanos ese porcentaje supera el 50 %, con Burkina Faso a la cabeza (con el 81 % del total).

Sin estas infraestructuras resulta altamente improbable que se puedan reducir las enormes brechas de desigualdad que hoy existen tanto entre países como en el interior de muchos de ellos. En todo caso, para hacernos una mínima idea del reto que el continente tiene por delante en este campo baste con recordar que la propia UA calcula que se necesitan al menos 90.000 millones de dólares en inversiones anuales en infraestructuras durante la próxima década para superar las carencias actuales. En términos positivos, el Banco Mundial sostiene por su parte que, si la región alcanza la media del nivel del resto del mundo en desarrollo en cuanto a la calidad de sus infraestructuras, su PIB per cápita podría aumentar un 1,7 % al año.

3.5.    Desarrollo de capital humano cualificado

Las evidentes deficiencias de los sistemas de educación en muchos de estos países terminan generando, simultáneamente, una constante fuga de cerebros y una falta de mano de obra suficientemente cualificada para cubrir las demandas del propio tejido productivo. Modificar esa situación solo podrá lograrse a medio plazo con una apuesta múltiple por la alfabetización de amplias capas de la población sin escolarizar y por la mejora de la calidad de la enseñanza profesional y universitaria en todas las ramas del saber.

Este reto es más exigente aún en un entorno sometido a una constante presión migratoria y a movimientos forzados de refugiados y desplazados, originados tanto por desastres naturales como por la crisis climática o por conflictos violentos. Sirva de ejemplo el pronóstico de que, siendo el continente más afectado por el calentamiento global, se prevé que más de 80 millones de personas deberán abandonar sus hogares por el cambio climático en los próximos treinta años.

De especial relevancia en cualquier estrategia dirigida a la potenciación del capital humano es el empoderamiento de las mujeres. Esta apuesta arranca con su plena alfabetización y culmina en su inclusión en los mecanismos formales de toma de decisiones, sin olvidar evidentemente su integración laboral y la eliminación de cualquier tipo de discriminación contra ellas.

3.6.    Resolución de conflictos abiertos

Conscientes de la bomba de relojería que suponía la herencia recibida en la descolonización —con el trazado de unas fronteras artificiales y arbitrarias—, solo cabe calificar como sabia la decisión adoptada en su día por la extinta Organización de la Unidad Africana (OUA) al aceptarlas globalmente como definitivas. Aunque se pretendía con ello evitar que volviera a abrirse la puerta a nuevos focos de violencia, estos no han podido ser sorteados en muchas ocasiones y, por el contrario, como sucede hoy en el caso de Malí o Libia, apuntan a nuevas tensiones secesionistas.

Los problemas provocados por los casos aún por rematar se suman a otras dinámicas de violencia que corren el peligro de hacerse endémicas, lastrando poderosamente la posibilidad de una convivencia pacífica y dificultando aún más cualquier estrategia de desarrollo. Todo ello sin olvidar que buena parte de la violencia desatada en ambas regiones, sobre todo en el Sahel, obedece más a la acción directa de las fuerzas armadas y de seguridad y a grupos mercenarios —como Wagner— que al resto de los actores implicados

3.7.    Gestionar adecuadamente el crecimiento demográfico

Basta con recordar que las previsiones actuales hablan de 2.500 millones de habitantes para 2050 en todo el continente, un volumen que exige una reformulación radical de muchas de las políticas vigentes. La falta de sistemas educativos y sanitarios adecuados, de viviendas dignas y de condiciones para integrar en el mercado laboral a las nuevas oleadas de demandantes de empleo, conforman en gran medida las bases para una explosión generalizada con capacidad para exportar una acusada inestabilidad mucho más allá del contorno geográfico de ambas regiones.

El acusado ritmo de crecimiento demográfico es el resultado, por un lado, del descenso de la mortalidad, pero por el otro, y a diferencia de otras partes del mundo, de la alta tasa de fertilidad que todavía se registra en África occidental. Un ejemplo paradigmático es Níger que, con una tasa de fertilidad de 7,2 hijos (la más alta del mundo), pasará de 20 millones de habitantes a 200 para 2100.

3.8.    Mejorar las capacidades para hacer frente a las crisis humanitarias

Sean las derivadas de un desastre natural o de un conflicto violento, las consecuencias de las crisis humanitarias se convierten, si no son tratadas en debida forma, en nuevos elementos belígenos. Ninguna de las dos regiones cuenta hoy con medios suficientes ya no para resolver los problemas que ocasionan estos fenómenos, sino tan siquiera para paliar sus efectos más perniciosos, tanto en el terreno alimentario como en el cuidado de la salud, la cultura, el medioambiente y la educación.

Por otra parte, según el índice global de habitabilidad (publicado por The Economist), entre las diez ciudades menos habitables del mundo se encuentran Trípoli y Argel. Una realidad preocupante que habla de insatisfacción de las necesidades básicas y de graves carencias en materia de seguridad humana.

Como ocurre en el tratamiento de la violencia, también en este terreno el enfoque prioritario debe ser la prevención, potenciando mecanismos de alerta temprana que permitan, con la adecuada voluntad política para ello, una acción igualmente temprana.

4.    Estrategias de respuesta

Para hacer frente a tantos retos y desafíos con ciertas posibilidades de éxito solo un esfuerzo multilateral y multidimensional de largo aliento puede modificar sustancialmente el actual rumbo de las dos regiones aquí analizadas, permitiéndoles desarrollar sus enormes potencialidades. No basta, por tanto, con hacer más de lo mismo, aunque se logre incrementar porcentualmente (lo que no siempre ocurrre) el nivel actual del esfuerzo; sea en el terreno de la ayuda oficial al desarrollo, en el de las relaciones comerciales, al apoyo a las fuerzas armadas y de seguridad o en cualquier otro. Es imperioso, por el contrario, modificar las bases de un modelo que ha mostrado sobradamente sus limitaciones y que apunta, si no se modifica el rumbo, a un escenario todavía más sombrío. Y para calibrar hasta qué punto esa necesidad ha terminado por calar íntimamente en quienes se supone que tienen un interés principal en los asuntos africanos, conviene repasar los rasgos principales de la agenda intraafricana y de la que los principales actores externos desarrollan con el continente.

Resulta inmediato entender que el desafío que plantea África en su conjunto y las dos regiones aquí examinadas va mucho más allá del terrorismo y de los flujos migratorios.

Sin embargo, no parece que así lo hayan entendido ni los actores locales —desde los gobiernos locales hasta organismos como la Unión Africana (UA), la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO) y la Unión del Magreb Árabe (UMA)— ni actores externos tan relevantes como Estados Unidos, la Unión Europea, China o Rusia, interesados por una razón o por otra en lo que allí sucede.

4.1.    Apoyo continental y regional

En cuanto a los primeros, cabe concluir que ninguno de los gobiernos de los nueve países incluidos en estas páginas ha demostrado un rendimiento a la altura de los retos. Y a pesar de las carencias estructurales que presentan en diferente grado, ese pésimo balance no es tanto el resultado de su incapacidad como de la ausencia de voluntad política para priorizar el interés general por encima de los particulares. No son países sin recursos naturales —agrícolas, energéticos, minerales…— y sin condiciones que permitan imaginar una vida digna y pacífica para el conjunto de sus pobladores. No son, dicho de otro modo, países pobres, sino países empobrecidos como consecuencia de una determinada forma patrimonialista y clientelar de entender el ejercicio del poder por parte de unas elites interesadas, con apoyo externo, en explotar las riquezas locales en su propio beneficio.

Por el camino se ha desaprovechado el caudal transformador de procesos como la llamada «primavera árabe» —con ejemplos tan trágicos como el que sigue asolando Libia o la involución que experimenta actualmente Túnez— o las insistentes reclamaciones de amplias capas de la población saheliana ante la desatención de sus propios gobernantes a sus demandas y expectativas. Y nada indica que la solución a los numerosos desafíos que enfrentan vaya a llegar de la mano de quienes ahora mismo ocupan las distintas palancas de poder en todos ellos.

No mejora mucho la valoración si se asciende al nivel regional o continental. Por lo que respecta a la Unión Africana, necesariamente hay que partir de la idea de que se trata de un actor imperfecto, muy limitado para cumplir con su propio planteamiento —«soluciones africanas a problemas africanos»—, con una escasa autonomía presupuestaria y en cuyo seno los cálculos nacionalistas y de lucha por la hegemonía continental lastran poderosamente su desarrollo.

En el terreno económico nada ejemplifica mejor esa idea como el Tratado de Libre Comercio Africano, en vigor desde el 30 de mayo de 2019, que pretende crear una de las zonas de intercambios económicos más grandes del mundo, incluyendo una unión aduanera con libre circulación para capitales y viajeros de negocios, un mercado común, una unión monetaria y una comunidad económica. Obviamente un proceso tan complejo y ambicioso necesitará años para poder implementar todas sus propuestas, que incluyen la eliminación de los aranceles en un 90 % para la mayor parte de los bienes de consumo, con la idea de que esa medida provocará un incremento de más del 50 % del comercio intraafricano, acompañado de un mayor estímulo para atraer a la inversión extranjera. Por añadidura, se espera que también aumente sustancialmente la producción africana, su diversificación económica y su industrialización.

En paralelo también se está desarrollando el proceso de ratificación del Protocolo de Libre Circulación de Personas, que ya han refrendado más de treinta países africanos y que busca facilitar que los africanos puedan beneficiarse de la creación de empleo esperada allí donde se produzca. Si se logra completarlo se posibilitaría la libre circulación de personas y la protección del derecho de residencia de los africanos en cualquier país del continente.

A la espera de que esa ambición declarativa se transforme en hechos, la percepción generalizada es que, al menos hasta ahora, la UA no ha servido para mejorar las condiciones de vida del conjunto de la población africana, a pesar de ir creando estructuras potencialmente útiles como el Consejo de Paz y Seguridad, el Sistema Continental de Alerta Temprana, la Nueva Alianza para el Desarrollo de África (NEPAD) o la Arquitectura Africana de Paz y Seguridad (que incluye la creación de unas Fuerzas Africanas de Estabilización, compuestas por cinco brigadas regionales que nunca han llegado a estar operativas). Queda por comprobar, asimismo, si su Agenda 2063 —aprobada en 2013 con el objetivo de hacer de África un continente autosuficiente y sostenible— tiene mejor suerte.

A escala regional cabría calificar a la Unión del Magreb Árabe, en el mejor de los casos, como una institución hibernada prácticamente desde su creación en 1989. El bien visible desencuentro entre Argelia y Marruecos, implicados en una dinámica armamentística altamente desestabilizadora, al que se suma inevitablemente el conflicto del Sahara Occidental, hace imposible imaginar que a medio plazo la UMA pueda desempeñar algún papel positivo para atender tanto a los problemas de seguridad como a los de desarrollo que aquejan a los cinco países magrebíes. Por su parte, la CEDEAO10, creada en 1975, apenas ha podido concretar en hechos su intento de sumar fuerzas para hacer frente a problemas comunes, potenciando algunos mecanismos de resolución pacífica de las diferencias y posibilitando la aplicación de economías de escala a proyectos que, de otro modo, no tendrían atractivo ni opciones de éxito. Pero, a la vista de los resultados cosechados hasta ahora, es inmediato concluir que ninguna de ellas ha sido capaz de provocar un salto cualitativo ni a nivel nacional ni regional. Queda por ver en qué se concreta la decisión adoptada por los países miembros el pasado 4 de diciembre para crear una nueva fuerza regional para combatir el yihadismo y los golpes de Estado.

Algo más recorrido ha tenido la iniciativa del denominado G5 Sahel, creada en febrero de 2014 con la intención de implementar un enfoque integral para garantizar las condiciones de paz, desarrollo, seguridad y gobernanza en Burkina Faso, Chad, Malí, Mauritania y Níger. Posteriormente, en 2017, se decidió la creación de la Fuerza Conjunta del G5 Sahel (FC-G5S), directamente ligada a la lucha contraterrorista para intentar hacer frente a la expansión de los grupos armados que amenazan gravemente la seguridad regional.

Aunque quepa considerar acertados sus presupuestos de partida, el balance que hoy puede presentar esta iniciativa es muy insatisfactorio. Por un lado, nunca ha contado con la verdadera implicación de los gobiernos participantes, más allá de los proyectos estrictamente securitarios. Tampoco ha logrado movilizar recursos mínimamente relevantes para atender a una tarea multidimensional como la que se formulaba en su arranque. Por otro, desde ningún punto de vista se puede afirmar que la amenaza terrorista sea hoy menor a la que ya había cuando se decidió crearla. Por último, la deriva golpista que ha afectado a algunos de sus integrantes —como Burkina Faso, Chad, Malí y Níger— ha terminado por desbaratar el proyecto, hasta el punto de provocar una crisis institucional de muy difícil salida a corto plazo.
A pesar de todo ello, y desde que se confirmó en junio de 2022 la salida de Malí, tanto del G5 Sahel como de la FC-G5S, los otros países miembros parecen decididos a revitalizar la FC-G5S, con especial atención a los cambios en la situación humanitaria y de seguridad en la región.

4.2.    Apoyo internacional

En términos generales, África es vista, sobre todo, como un problema/amenaza (Unión Europea), como un buen negocio (China) o como un campo de juego en la competencia entre grandes potencias (Estados Unidos-China y Estados Unidos-Rusia; sin olvidar la obvia presencia de la Unión Europea y los intentos de otras potencias regionales por mejorar su posición). Y cada uno de ellos, más allá de discursos aparentemente bienintencionados, juega con lo que tiene a mano (dinero, armas, mercenarios…) para intentar influir en sus socios, aliados y clientes africanos en defensa de sus propios intereses, sin demasiado esfuerzo por disimular su desinterés por la suerte de la población local.

1.    En este contexto, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) a través de sus múltiples agencias apenas ha logrado paliar parcialmente los sufrimientos derivados de la acumulación de tantas carencias y situaciones conflictivas. Y si en el ámbito del desarrollo no hay ninguna referencia significativa que haya hecho seguridad tampoco es mejor el balance. Así ocurre con la Misión Multidimensional Integrada de Estabilización de la ONU en Malí (MINUSMA), seriamente incapacitada tras los anuncios de retirada de Alemania, Reino Unido y Costa de Marfil. La propia ONU considera, asimismo, que las divergencias políticas entre los Estados del G5 Sahel dificultan el apoyo de la MINUSMA a la FC-G5S. Y algo similar cabe concluir sobre el rendimiento de la Misión de Apoyo de las Naciones Unidas en Libia (UNSMIL)11, totalmente superada por una situación de conflicto a varias bandas en el que es imposible identificar a algún actor con capacidad real para, al menos, estabilizar la situación de un país que parece avanzar hacia la fragmentación territorial.

De poco sirve ante esa realidad —sin presupuestos adecuados y sin capacidad para sumar voluntades— que la ONU siga subrayando la necesidad de apoyar al G5 Sahel, y de apostar por «una respuesta multidimensional coordinada entre los países vecinos» con apoyo regional e internacional, así como sostener que la FC- G5S debe ser el principal freno al deterioro de la seguridad en el Sahel.

2.    En lo que respecta a Estados Unidos, mientras sigue reduciendo sus importaciones de hidrocarburos africanos y no prioriza sus relaciones comerciales e inversoras, sirva la cumbre Estados Unidos-África, celebrada entre el 13 y el 15 de diciembre de 2022, como señal más reciente del interés por no perder el paso en un continente en el que otros competidores se están mostrando cada vez más activos12. En todo caso, a la espera de ver lo que da de sí lo que los 49 jefes de Estado africanos13 y un numeroso grupo de empresarios han debatido con Joe Biden, no parece que vaya a cambiar ni el enfoque —predominante securitario— ni los volúmenes de ayuda —unos 55.000 millones de dólares para los próximos tres años— que puedan provocar un verdadero cambio de paradigma.

Así, en el terreno de la seguridad podemos comprobar cómo, de los trece países foráneos con presencia militar en el continente, Estados Unidos (junto a Francia) destaca con unos contingentes desplegados en diferentes países y misiones de unos 7.500 efectivos. Por una parte, Washington cuenta para el continente con un mando estratégico (AFRICOM, desde 2007), mantiene operativas al menos 34 instalaciones dispersas por el continente (once de ellas en el Cuerno de África), a las que ha añadido la Base Aérea 201, en Níger. Pero, por otra, tanto su estrategia para África (presentada en diciembre de 2018) como sus más recientes anuncios apuntan a una inminente reducción de su implicación militar en el continente, ante la necesidad de atender a otros escenarios prioritarios (China, sobre todo). Sea como sea, resulta muy improbable que Washington se desentienda de un territorio en el que la amenaza terrorista sigue creando serios problemas y desde el que puede atender mejor a la defensa de sus intereses en Oriente Medio y el mar Rojo.

3.    Respecto a la Unión Europea, a pesar de seguir siendo el principal socio comercial, el primer inversor y donante de ayuda para el desarrollo del continente, su incapacidad para dotarse de una voz única en el escenario internacional debilita su influencia en unas regiones cuya inseguridad repercute muy directamente en la seguridad de los Veintisiete. Eso no ha impedido, en todo caso, la adopción de una Estrategia UE-África, así como de la Estrategia Integrada de la Unión Europea en el Sahel, aprobada por el Consejo Europeo el 16 de abril de 2021, y la celebración de cumbres al más alto nivel14, hasta llegar a la celebrada en Bruselas los días 16 y 17 de febrero de 2022. En ella la UE presentó un nuevo plan de ayuda estimado en unos 150.000 millones de euros para los próximos cinco años en una multiplicidad de sectores que van desde la compensación por el impacto que pueda provocar la transición energética, hasta la respuesta a la pandemia y la creación de infraestructuras. Todo ello trufado de críticas africanas por la falta de concreción y por entender que ofrece realmente escaso dinero nuevo (en muchos casos son fondos ya comprometidos anteriormente, presentados en un nuevo envoltorio) y con un trasfondo en el que se hace patente el interés de Bruselas por no verse desplazada por Pekín o Moscú.
Mientras tanto, más allá de las palabras que aparecen en los comunicados finales de dichas cumbres y en otros documentos —que apuntan en la dirección correcta de construir una «asociación renovada para la solidaridad, la seguridad, la paz y el desarrollo económico sostenible»—, los hechos demuestran que los campos en los que más acciones se terminan concretando son el de la lucha contra el terrorismo yihadista y el control de los flujos migratorios, dejando en un plano muy secundario cualquier punto de la agenda.

Y, por añadidura, en ese terreno no siempre se siguen las directrices que emanan de Bruselas, sino más bien las que termina imponiendo París. Así, resulta también inmediato concluir que, más allá de las hipotecas acumuladas por su controvertida Françafrique, la defensa de sus intereses geoeconómicos (con el uranio de Níger en primer término) y empresariales auguran una permanencia en la zona de largo plazo. Y en ese empeño, vuelve a sobresalir la apuesta militarista, que incluye la potenciación de las capacidades de unas fuerzas armadas y de seguridad locales que no se distinguen precisamente por su respeto de los derechos humanos.

Ahora, tras el fin de la operación Barkhane y el redespliegue francés en Níger, la expulsión de las tropas francesas de Malí y Burkina Faso, el anuncio de retirada de Alemania y República Checa, la suspensión de las actividades de adiestramiento de la Misión de Instrucción de la Unión Europea en Malí (EUTM Mali)15 y la indefinición sobre el arranque de la recientemente aprobada Misión de Cooperación Militar de la Unión Europea en Níger (EUMPM Niger), no parece que la UE esté en condiciones de recuperar de inmediato ningún tipo de liderazgo en una zona en la que algunos gobiernos locales están mostrando sus claras preferencias por otros socios. Ni tampoco se vislumbra que los Veintisiete hayan llegado a entender que el enfoque de seguridad, y la insistencia en el protagonismo de los instrumentos militares, no resulta eficaz por sí solo para modificar unas tendencias desestabilizadoras que hunden sus raíces en la falta de bienestar y de derechos de la inmensa mayoría de la población de la región saheliana.

4.    La presencia de China en África y particularmente en estas regiones es históricamente más reciente. Pero aun así China ya rivaliza con la UE como primer socio comercial del continente y se ha convertido ya en el primer empleador extranjero y el principal suministrador de armas al África subsahariana, estableciendo acuerdos en materia de defensa con diversos Estados y adelantando así a Rusia que, desde 2014, ha firmado una veintena de acuerdos militares con Estados africanos. Y todo apunta a un mayor nivel de relaciones en el marco del ambicioso proyecto chino de La Franja y la Ruta, tal como se puede constatar en cada nuevo foro de cooperación China-África16.
A diferencia de lo que otros actores externos plantean en referencia a los derechos humanos o la promoción de la democracia, Pekín define su acercamiento al continente africano como un compromiso sin fines políticos y solo centrado en promover el desarrollo del continente con una cooperación basada en la igualdad y el beneficio mutuo. De ese modo, sin tratar de imponer abiertamente su visión del mundo, su modelo y sus prioridades, parece ajustarse mucho mejor a las prioridades de los gobiernos africanos. En general, en lugar de entretenerse en microproyectos e iniciativas abstractas o genéricas, Pekín es más ambicioso y se dedica a resolver problemas concretos, cumpliendo en gran medida con los plazos de entrega previstos y sin practicar una injerencia en los asuntos internos tan notoria como la que caracteriza a Bruselas o a Washington.

5.    Por último, Rusia se esfuerza por recuperar y mejorar los vínculos que Moscú ya tuvo con el continente en la etapa de la Guerra Fría. Eso supuso, por ejemplo, que el comercio entre Rusia y África se incrementara un 185 % en el periodo 2005- 2015, con una atención especial en el ámbito energético (incluyendo planes para construir centrales nucleares), en minería y, cada vez más, en venta de armas y despliegue de mercenarios.

Ese creciente nivel de relaciones ha desembocado, en octubre de 2019, en la celebración del I Foro Económico Rusia-África, al que asistieron 43 jefes de Estado y de gobierno, representantes de otros 11 países y más de 10.000 invitados de la sociedad civil (empresarios en su mayoría). Para Moscú se trata de una apuesta que, a semejanza de lo que Pekín está haciendo, trata de asentar una relación que se fundamenta en un pasado compartido —recordando que la URSS jugó un papel destacado en la liberación de los pueblos africanos y se opuso al racismo y al apartheid— y en la generosidad rusa —condonando la deuda externa de algunos países africanos—. Es cierto que Rusia supone menos del 1 % de la inversión extranjera directa en el continente y que solo tiene armas, mercenarios y cereales que ofrecer. Pero también lo es que eso le permite ganar puntos a la vista de los intereses de algunos gobernantes locales que, como mínimo, buscan jugar la carta rusa para amortiguar las presiones occidentales en términos de defensa de los derechos humanos o de democratización.

5. Vía alternativa

Dado que nada de lo que se ha hecho hasta ahora por parte de ninguno de los actores mencionados más arriba ha permitido que el Magreb y el Sahel disfruten hoy de un mayor nivel de desarrollo y de seguridad, y dejen de ser vistos con inquietud por sus vecinos, parece obligado buscar otros esquemas alternativos. De hecho, pocas dudas puede haber de que, si se mantiene el rumbo actual, el futuro de ambas regiones está plagado de nubarrones aún más oscuros.

La estabilización del Magreb y del Sahel es necesaria, pero solo si se entiende como un proceso dinámico. Eso debe traducirse, primero, en un cambio de tendencia con respecto a la situación actual. Además, debe suponer un cambio de prioridades para colocar por encima no tanto la seguridad de los Estados como la seguridad humana de sus habitantes, atendiendo a sus necesidades más perentorias y a la neutralización de las amenazas que de manera más directa afectan a sus vidas. Es preciso comprender, en consecuencia, que la verdadera estabilidad de un territorio es la que deriva del convencimiento de quienes lo habitan para preservar lo que tienen y para mejorar sus modelos de convivencia y de resolución pacífica de sus diferencias. Es ésa la estabilidad a la que se debe aspirar, en un proceso que, en lugar de inclinarse por consideraciones geopolíticas y geoeconómicas en las que prima el enfoque securitario, opte por la seguridad humana, el imperio de la ley y el pleno respeto a los derechos humanos como guías de actuación.

Asumir esa visión supone, asimismo, ir más allá de la mera gestión de los problemas para aspirar a su resolución. El primer enfoque, que ha sido el preferido hasta hoy, únicamente se interesa por establecer «cordones sanitarios» que encapsulen los problemas africanos, en un intento (cada vez más baldío) de mantenernos a salvo de lo que allí ocurre. En línea con este planteamiento, de carácter netamente reactivo, solo se actúa ante estallidos de violencia o ante sucesos que puedan poner en cuestión los intereses realmente prioritarios. Una fórmula que solo aspira a volver a una indeseable situación de partida, sin promover verdaderas soluciones estructurales.

Es, por tanto, el segundo enfoque (el de la resolución de los problemas) el que debe orientar la respuesta, entendiendo la necesidad de eliminar las causas profundas que terminan por provocar los estallidos violentos en sociedades sin suficientes mecanismos de mediación, negociación y resolución pacífica de las controversias. Lo prioritario en este terreno, desde una óptica esencialmente preventiva, es reducir drásticamente las brechas de exclusión —sociales, políticas y económicas— que posibilitan el caldo de cultivo en el que germina la violencia y se activan los flujos migratorios. Todo ello sin olvidar, lógicamente, la necesidad de cerrar definitivamente los conflictos violentos que salpican hoy al continente, procurando poner en marcha programas de reconstrucción postbélica que impidan su recaída a corto plazo. Hoy por hoy sigue siendo esta una asignatura pendiente en la mayoría de las sociedades aquí analizadas; pero aun reconociendo la complejidad de su implementación, no puede caber duda alguna sobre su idoneidad para impulsar esfuerzos prolongados y simultáneos en el terreno del desarrollo y de la seguridad.

Y si, como demuestra la historia reciente del continente, no son consideraciones éticas las que movilicen la necesaria voluntad política para modificar de raíz esos esquemas, debería serlo al menos el puro egoísmo inteligente. Aquel que entiende tanto la imposibilidad del sostenimiento de un modelo desigual e injusto como la creciente interdependencia en un mundo globalizado en el que nuestras necesidades (alimentarias, energéticas…) no podrán ser cubiertas durante mucho más tiempo aplicando la misma fórmula. Lo que, en consecuencia, se plantea como camino no ya prioritario sino radicalmente obligatorio es entender que el desarrollo propio no puede asentarse en el subdesarrollo de nuestros vecinos y que, igualmente, nuestra seguridad no puede lograrse a costa de la inseguridad de quienes nos rodean.

Jesús A. Núñez Villaverde

Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)

Referencias: 

1 A los efectos de este texto se entiende por Magreb la región comprendida por Argelia, Libia, Marruecos, Mauritania y Túnez, miembros de la Unión del Magreb Árabe; a la que se añade el Sahara Occidental.

2 En su máxima extensión la franja saheliana, que identifica a los países ubicados entre el desierto del Sahara y la sabana africana, abarca unos 6.000 km desde el océano Atlántico hasta el mar Rojo. El análisis recogido en estas páginas se centra en los países que componen el G-5 Sahel; es decir, Burkina Faso, Chad, Malí, Mauritania y Níger. Mauritania aparece, por tanto, como país magrebí y como saheliano.

3 https://www.bertelsmann-stiftung.de/en/publications/publication/did/transformation-index-bti-2022-all-1

4 Queda por ver cuál será el impacto del giro autoritario impuesto por el presidente Kais Saied en julio de 2021.

5 https://www.transparency.org/en/publications/exporting-corruption-2022

6 https://escolapau.uab.cat

7 Informe sobre Actividad yihadista en el Magreb y el Sahel. (Noviembre de 2022). https://observatorioterrorismo.com/actividades/actividad-yihadista-en-el-magreb-y-el-sahel-noviembre-2022/

8 El informe incluye no solo a Burkina Faso, Chad, Malí y Níger, sino también a Benín, Camerún, Nigeria y Togo.

9 Según la ONU el aumento de la temperatura ha contribuido a reducir en un 34 % el crecimiento de la productividad agrícola en África desde 1961, más que en cualquier otra región del mundo.

10 Entre sus quince miembros solo figuran Burkina Faso, Malí y Níger.

11 Autorizada por la Resolución 2009 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas del 16 de septiembre de 2011.

12 En ese marco cabe también mencionar la creciente presión de Washington sobre Teodoro Obiang Ngema para evitar que China tenga una base naval en el Atlántico.

13 No fueron invitados los mandatarios de Burkina Faso, Eritrea, Guinea, Malí y Sudán.

14 La primera Estrategia Conjunta África-UE fue adoptada por los líderes europeos y africanos en la segunda Cumbre UE-África, celebrada en Lisboa en 2007.

15 España figura a finales de 2022 como el primer contribuyente a esa misión, con 316 efectivos, aunque el propio Ministerio de Defensa ya ha anunciado que el contingente experimentará una reducción «importante» en 2023.

16 El primero se celebró en Pekín en 2000 y el más reciente, el octavo, el 29 de noviembre de 2021.

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