La percepción del riesgo después de la pandemia

IEEE

Nuestra percepción de los riesgos futuros está condicionada por nuestras experiencias pasadas. Los psicólogos tienen un término para este fenómeno: el sesgo de disponibilidad. Se trata de uno de esos atajos que el cerebro utiliza para tomar decisiones rápidamente, procesos que se crearon y se perfeccionaron a lo largo de milenios de evolución para mejorar la viabilidad de nuestra especie. Los sesgos cognitivos cumplen su función cuando el reconocimiento rápido de patrones y la toma de decisiones eran fundamental para la supervivencia, pero en el mundo actual estos procesos pueden tener consecuencias fatales.

De manera inconsciente mostramos resistencia a reaccionar frente a amenazas cuya concreción es hipotética y se aleja de lo que, hasta ahora, había sido la norma. Si estas exigencias de anticipación, además, van unidas a un nuevo coste económico, la probabilidad de reacción a menudo se aproxima a cero. La crisis sanitaria global generada por la COVID-19 dista mucho de ser un suceso inesperado. A pesar de que muchos se apresuraron a etiquetarlo con la tan manida etiqueta del «cisne negro» (un suceso difícil de predecir, extraño y altamente improbable que genera un efecto desproporcionado), la pandemia del coronavirus es un ejemplo perfecto de todo lo contrario: un riesgo contemplado de manera sistemática en los análisis prospectivos1 que durante la última década han tratado de dibujar el mapa de riesgos y amenazas a los que se enfrenta el planeta.

Lo único incierto acerca de una crisis pandémica como la que hemos padecido, era cuando se iba a producir y con qué grado de virulencia2. A pesar de ello, este conocimiento no se tradujo en una agenda real de preparación frente al desastre.

Los terribles efectos económicos y humanos que deja tras de sí el coronavirus se convertirán en un ancla en la agenda política internacional. El miedo a la repetición de un nuevo estallido generará toda una reacción gubernamental en el corto plazo donde, ahora sí, se dediquen una gran cantidad de recursos a la detección temprana de los brotes epidémicos, se priorice la investigación científica en el ámbito epidemiológico y se perfeccionen la respuesta social y política ante un escenario similar. Posiblemente, este sea el mejor legado de la COVID-19: haber forzado una reacción anticipatoria que nos proteja de epidemias futuras mucho más peligrosas en cuanto a su letalidad y capacidad de degradar el orden social y político.

Sería deseable, igualmente, que esta experiencia colectiva sobre la fragilidad de nuestras sociedades generase una nueva sensibilidad que haga posible poner en marcha las medidas necesarias para anticiparnos a la eclosión de otras amenazas. De hecho, los daños ocasionados por un brote pandémico resultan anecdóticos si los ponemos en relación con las consecuencias de otros riesgos existenciales3 que atenazan nuestro futuro.

Algunos de ellos tienen carácter «natural» como el peligro de una colisión de asteroides y cometas contra nuestro planeta, supererupciones volcánicas o el estallido de cuerpos celestes que afecten a la atmósfera o a la órbita terrestre. A ellos también se suman los riesgos antropogénicos, los cuales no han dejado de multiplicarse en las últimas décadas. El advenimiento de las armas nucleares planteó un riesgo real de extinción humana en el siglo XX. Existen razones sólidas para creer que tenemos delante de nosotros un periodo crítico donde la probabilidad de un evento catastrófico se multiplica a medida que el progreso tecnológico avanza y se abre la posibilidad del desarrollo nocivo o descontrolado de la edición genética, la nanotecnología y la inteligencia artificial4.

El riesgo no solo reside en el alumbramiento de nuevas vías a través de las cuales la totalidad de la vida humana podría verse comprometida, sino también como el progreso tecnológico va haciendo cada vez más accesibles determinadas herramientas que, tiempo atrás, solo estaban al alcance de un puñado de países. Según el filósofo Nick Bostrom, si el desarrollo tecnológico originase (aunque fuese de manera no intencionada) una vía para «democratizar» el acceso a las armas de destrucción masiva, y, por tanto, el conocimiento y recursos necesarios para su construcción estuviesen al alcance de cualquier ciudadano, el descubrimiento de una sola tecnología de este tipo podría ser suficiente para hacer imposible la continuidad de la civilización humana5.

A ello se añaden los riesgos híbridos, donde el origen «natural» del fenómeno catastrófico se haya acentuado por la intervención del hombre. En esta categoría no solo está el cambio climático, sino incluso los propios estallidos pandémicos, cuya probabilidad se ha visto aumentada por la propia estructura social que facilitó la transferencia de los patógenos desde los animales a los humanos y su propagación global.

Debido a que los riesgos originados por la intervención humana superan en probabilidad a todos los riesgos naturales combinados, se ha producido una situación donde el principal desafío para la humanidad, en palabras del filósofo Toby Ord, es «alejarse del borde del precipicio»6.

Los riesgos existenciales presentan nuevos tipos de desafíos. Requieren que nos coordinemos a nivel mundial e intergeneracional, a través de formas que van más allá de cualquier otra experiencia que hayamos tenido hasta el momento. Y eso requiere previsión, ya que, frente a este tipo de amenazas, donde no hay segundas oportunidades, no podremos seguir contando con la posibilidad de aprender de nuestros errores.

La pandemia ha modificado la percepción colectiva del riesgo, enfrentándonos a la dura realidad de nuestra vulnerabilidad. A pesar de los efectos pedagógicos que puede desplegar nuestro trauma colectivo con la COVID-19, existen una serie de inhibidores que dificultan nuestra respuesta frente a ese catálogo de riesgos globales. A continuación, voy a reseñar algunos de los que se producen en el nivel político, los cuales pueden llevarnos a medio plazo al estado de complacencia similar al que existía antes de la crisis provocada por la pandemia. Algunos de estos factores han sido analizados por Richard Clarke y Randolph P. Eddy en su excelente libro Warnings: Finding Cassandras to Stop Catastrophes, donde prestan una especial atención a aquellos expertos que tienen la capacidad para leer las señales que anticipan una catástrofe futura y cuáles son los muros que impiden que sus advertencias generen algún tipo de reacción:

a) Sin precedentes: En muchos casos, el evento sobre el cual se alerta nunca ha ocurrido antes (al menos no en la memoria colectiva); por lo tanto, existe una resistencia innata a tomar en serio una amenaza de dudosa concreción, la cual debe competir con la presión que ejercen los problemas y necesidades del presente. Paradójicamente, ningún obstáculo a la acción es mayor que esta tendencia a subestimar la importancia y urgencia de lo que carece de precedentes, ignorando así el hecho de que la historia está plagada de ejemplos de eventos que sucedieron por primera vez, y terminarían estableciendo una pauta.

b) Consenso paralizante: Algunos desenlaces catastróficos, cuando se predicen por primera vez, requieren de un descubrimiento intelectual que desafía el consenso científico dentro de una disciplina. La mayoría de los expertos relevantes pueden no estar inicialmente de acuerdo con este nuevo enfoque o con el peso de determinados indicadores. Es normal y deseable que se produzca un intercambio de argumentos, el cual constituye la base sobre el cual se asiente el progreso del conocimiento científico. Sin embargo, los decisores políticos pueden justificar su inacción amparándose en el engañoso consuelo de una falta de consenso de los expertos, o con el hecho de que la voz discordante que alerta del peligro ocupe inicialmente una posición marginal dentro de una determinada comunidad de conocimiento.

c) Exceso de magnitud: Los fenómenos demasiado grandes pueden tener dos efectos negativos en los decisores políticos. Primero, la mera magnitud del problema a veces abruma y genera ese «efecto avestruz» que lleva directamente a ignorar un riesgo que se nos antoja inabordable. En segundo lugar, es posible que la persona que toma las decisiones sea incapaz de empatizar con la dimensión de la tragedia humana asociada a ese riesgo, lo que provoca una respuesta igualmente inadecuada. Simplemente no son capaces de comprender la enormidad de la amenaza a la que se enfrentan. Esta realidad se plasma en una célebre cita del dictador Stalin cuando afirmaba que: «La muerte de un hombre es una tragedia. La muerte de millones es una estadística».

d) Responsabilidad diluida: En ocasiones no está claro a quién corresponde el trabajo de detectar el riesgo, evaluar la respuesta y pasar a la acción. En general, nadie quiere asumir de manera voluntaria el rol de responsable de un tema que está a punto de convertirse en un desastre. Esta reticencia crea un «efecto espectador», en el que los observadores del problema no sienten la responsabilidad de pasar a la acción bajo la creencia interesada de que es a otros a quienes les corresponde asumir ese cometido. Este incentivo negativo es más acentuado cuando se refiere a amenazas que carecen de precedentes, y donde resulta más fácil alimentar la ambigüedad sobre cuál es el reparto de tareas. Para estas situaciones podría aplicarse (ahora sí) una metáfora del reino animal: la del «elefante negro»7. Un desafío que es visible para todos, pero que nadie quiere enfrentar. Son puntos ciegos, en los que, debido a sesgos cognitivos8, poderosas fuerzas institucionales, miopía o falta de voluntad para leer las señales, tendemos a evitar la tarea, a riesgo de asumir en el futuro un precio terrible.

e) Inercias organizacionales: La mayoría de las organizaciones y sus dirigentes se encuentran volcados en un conjunto consolidado de intereses y tareas que consumen la mayor parte de su atención. Las amenazas hipotéticas, aquellas que los líderes realmente no quieren abordar, tienen serias dificultades para desplazar los temas que despliegan sus efectos en el presente y de cuya gestión dependen el respaldo electoral que reciben los decisores. Lidiar con lo imprevisto choca de esa manera con la inercia de unas organizaciones9 que tiende a considerar esas advertencias como una mera distracción de lo verdaderamente importante. Esta falta de interés por lo intangible no es exclusiva del nivel político, la propia ciudadanía actúa como un potenciador de esta tendencia. Los diferentes estudios de opinión pública señalan una y otra vez cómo la ciudadanía juzga duramente a los gobernantes que no están volcados de manera casi exclusiva en los problemas que se consideran urgentes.

f) Dificultad de comprensión: La comprensión de algunas amenazas y las posibles medidas de prevención requieren de un bagaje científico o técnico que no suele abundar entre los decisores políticos. Algunas llamadas de atención versan sobre tecnologías o teorías altamente complejas que requieren traducción y aprendizaje por parte de quienes toman las decisiones. El resultado es que algunos líderes se sienten incómodos con algunos temas que ponen en evidencia sus carencias o falta de experiencia, y que les obliga a depender de los criterios de una serie de técnicos cuyas habilidades y criterio no son capaces de enjuiciar. Algunos sistemas pueden ser tan complejos que ni siquiera los expertos pueden ver el desastre que se avecina. El crecimiento acelerado de la tecnología hace que sea cada vez más difícil para los científicos descifrar los riesgos. Algunas innovaciones, como la ingeniería genética o la inteligencia artificial, han evidenciado las limitaciones intelectuales de los propios legisladores, los cuales se ven paralizados ante la necesidad de establecer un marco que rija una serie de actividades cuyos efectos son difíciles de entender incluso para los científicos directamente involucrados.

g) Rechazo ideológico: Hay personas que no dudan en rechazar la única respuesta disponible ante un riesgo probable, simplemente porque contradice sus marcos ideológicos acerca del poder político, la organización de la sociedad o la ética pública. Algunas de estas respuestas pueden requerir una reordenación de las prioridades presupuestarias o un aumento del gasto, la creación o eliminación de agencias gubernamentales, la pérdida o asunción de nuevas competencias o la renuncia a ejercer un papel sobre ámbitos tradicionales de la acción pública. La negación del riesgo o el escepticismo es una forma de racionalizar una realidad que choca frontalmente con determinadas preconcepciones que el político se niega a cuestionar. Una estrategia alternativa para evitar este choque entre realidad e ideología es la búsqueda de remedios disponibles hasta encontrar una alternativa «aceptable» que aborde el problema, aunque no lo resuelva. Esta alternativa suele ser fácil, y no requiere recursos significativos ni mayores perturbaciones. Encargar estudios adicionales es un procedimiento habitual cuando se cree que se cuenta con tiempo suficiente antes de tener que acometer una acción contundente contra ese riesgo.

En definitiva, no solo deben preocuparnos aquellos desenlaces catastróficos que provocan la extinción en el presente, sino también nuestro potencial para el futuro. El camino hacia la catástrofe no se recorre únicamente a través de un gran evento cataclísmico, sino que también puede producirse a través de la acumulación de pequeñas tragedias, que van eliminando progresivamente nuestra capacidad de tomar las decisiones necesarias para mitigar los riesgos existenciales.

A medida que crece la brecha entre el avance científico y nuestra sabiduría para entender las implicaciones de esos nuevos poderes, nuestro futuro está sujeto a un nivel de riesgo cada vez mayor. En las próximas décadas, la humanidad será puesta a prueba, o bien actuará con decisión para protegerse a sí misma y a su potencial a largo plazo o, con toda probabilidad, esto se perderá para siempre. Es el momento de abrir una reflexión seria sobre todas aquellas barreras que hasta ahora nos han impedido pasar a la acción.

Manuel R. Torres Soriano* Profesor titular de Ciencia Política, Univ. Pablo de Olavide, Sevilla Miembro del Grupo de Estudios en Seguridad Internacional (GESI)

Bibliografía y notas al pie:

1-JORDÁN, Javier. “COVID-19 y prospectiva en Seguridad y Defensa”, Agenda Pública (28 de marzo de 2020), disponible en: http://agendapublica.elpais.com/covid-19-y-prospectiva-en-seguridad-y-defensa/. Fecha de consulta 17.4.2020.

2-VV.AA. Emergencias pandémicas en un mundo globalizado: amenazas a la seguridad, Madrid, Ministerio de Defensa, 2020, disponible en: http://www.ieee.es/Galerias/fichero/cuadernos/CE_203_2p.pdf. Fecha de consulta 17.4.2020.

3-BOSTROM, Nick & CIRKOVIC, Milan M. (eds.) Global Catastrophic Risks, Oxford, Oxford University Press, 2011.

4-TEGMARK, Max. Vida 3.0. Ser humano en la era de la inteligencia artificial, Madrid, Taurus, 2018; BARRAT, James. Our Final Invention: Artificial Intelligence and the End of the Human Era, New York, Thomas Dunne Books, 2018.

5-BOSTROM, Nick. “Existential Risk Prevention as Global Priority”, Global Policy, Vol. 4 No. 1 (2013), pp. 15-31.

6-ORD, Toby. The Precipice. Existential Risk and the Future of Humanity, New York, Hachette Books, 2020.

7-UK Ministry of Defence. Global Strategic Trends The Future Starts Today (Sixth Edition), London, Ministry of Defence, 2018, disponible en https://assets.publishing.service.gov.uk/government/uploads/system/uploads/attachment_data/file/77130 9/Global_Strategic_Trends_-_The_Future_Starts_Today.pdf. Fecha de consulta 17.4.2020.

8-DE LA CORTE, Luis. “¿Por qué se subestimó al Covid-19? Un análisis preliminar desde la Psicología y la Sociología del Riesgo”, Global Strategy Report 23/2020, disponible en: https://global-strategy.org/por- que-se-subestimo-al-covid-19-un-analisis-preliminar-desde-la-psicologia-y-la-sociologia-del-riesgo/. Fecha de la consulta 17.4.2020.

9-FIOTT, Daniel. “STRESS TESTS. An insight into crisis scenarios, simulations and exercises”, Institute for Security Studies (EUISS), (3 September 2019), disponible en https://www.iss.europa.eu/content/stress-tests Fecha de la consulta 17.4.2020.