
Reconozco que fui de los ingenuos que, en las primeras semanas de la pandemia, pensaron que nuestra sociedad saldría más fuerte y unida. Los españoles, me decía, somos generosos y solidarios, y en momentos de crisis solemos demostrarlo. Cinco meses después, mi moderado optimismo se ha transformado en un profundo desencanto, especialmente con la clase política y periodística, capaces de convertir un problema de salud pública en un rifirrafe partidista más. En un momento en el que las vidas de tantos ciudadanos españoles están en juego y en el que nuestra economía se enfrenta a un retroceso sin precedentes inmediatos, un sector muy amplio de los periodistas y políticos profesionales se han limitado a continuar con la retórica frentista y polarizadora de los últimos años, no sé muy bien si por ignorancia, mala fe o porque no saben hacer otra cosa.
Puedo entender que los políticos no hayan estado a la altura de las circunstancias. Al fin y al cabo, como explicaba hace un siglo el sociólogo alemán Robert Michels, quienes llegan alto en los partidos no son necesariamente las personas más preparadas, capaces y honestas, sino aquellos que han conseguido medrar y sobrevivir en la estructura del partido gracias a una combinación de lealtad acrítica, mediocridad y ambición arribista. Acostumbrados a una retórica de combate en la que admitir errores o desconocimiento es una muestra de debilidad, era de esperar que los políticos no reconocieran estar superados por la situación, a pesar de que ni siquiera los epidemiólogos y especialistas médicos supieran explicar qué estaba pasando con el virus. Habituados a no conceder un respiro al rival y a escenificar constantemente un enfrentamiento que no es tal ―pues en muchas ocasiones los miembros de partidos enfrentados en el Congreso, el Senado y las asambleas autonómicas mantienen una relación cordial entre sí―, muchos de nuestros representantes públicos han envenenado el debate político recurriendo constantemente al manido “y tú más” y usando adjetivos calificativos que me abstendré de repetir. Esta actitud, aunque lamentable, no es del todo sorprendente, pues ha sido la dinámica que ha funcionado durante años.
El papel de la prensa y de algunos periodistas sí me ha resultado más decepcionante. Aunque las relaciones del cuarto poder español con ciertos grupos empresariales son de sobra conocidas, así como la afinidad de cada medio con los distintos grupos políticos, esperaba una labor más crítica, constructiva y educativa. Desde hace unos años, la prensa tradicional atraviesa en casi todo el planeta una profunda crisis, causada no solo por la mala adaptación al formato digital, sino por una enorme pérdida de credibilidad entre el público. La pandemia pudo representar una oportunidad para que muchos medios se redimieran y volvieran a conectar con su audiencia, pero parece que no ha sido así. Personalmente, lo que más me ha dolido es que gran parte de las críticas o alabanzas a la gestión de los gobiernos centrales y autonómicos se ha centrado en el partido político que tomara las decisiones más que en las decisiones en sí. Así, la prensa “de derechas” ha arremetido contra el Gobierno central, que era defendido a capa y espada por muchos periodistas “de izquierdas”; mientras que para la Comunidad de Madrid se ha dado la situación inversa: quienes alababan al Gobierno central criticaban cada aspecto de la gestión regional, y viceversa. En lugar de usar su posición para denunciar los errores de los gobiernos independientemente de las siglas, un sector importante del periodismo se ha limitado a perpetuar la retórica de los partidos y mantener la polarización en un momento histórico en el que necesitamos estar más unidos que nunca.
Como reacción, muchos españoles desengañados han dejado de confiar en la prensa tradicional y han buscado fuentes de información alternativas. Si a este desprestigio de la prensa le sumamos el estrés del confinamiento y los peores momentos del primer pico de la epidemia, tenemos el caldo de cultivo perfecto para la difusión de bulos, noticias falsas y teorías de la conspiración. Cualquier persona activa en redes sociales o que participe en un grupo de WhatsApp familiar sabrá de lo que hablo, pues durante meses hemos sido bombardeados con videos, montajes fotográficos y demás archivos virales. Las teorías de la conspiración van desde lo verídico ―por ejemplo, que los gobiernos no han hecho nada contra el virus para librarse de la población pensionista, o que el virus ha sido una creación humana liberada por error― hasta lo fantástico e inverosímil para cualquier persona con unas nociones mínimas de biología ―la más popular es que el virus lo causan las torres de 5G y la vacuna es un complot de Bill Gates para implantar nanobots de control mental. Sin embargo, una de las teorías más extendidas y sin duda la más dolorosa para quienes tenemos familiares y amigos trabajando en el sector sanitario y conocemos personas afectadas o fallecidas por la COVID-19 es la de que el virus no existe y es un invento de los gobiernos para amordazarnos y manipularnos. Atónitos, contemplamos las manifestaciones organizadas en todo el mundo ―la última y más importante ha sido en Berlín― en las que millares de personas sin mascarilla gritan que no tienen miedo ni al virus falso ni al orden mundial satánico y globalista―signifique lo que signifique eso.
Ante esta proliferación de desinformación, bulos y teorías conspirativas, algunos políticos y periodistas han visto la oportunidad y han tratado de convertirse en portavoces de estos sectores descontentos. En lugar de usar su posición de poder y prestigio con responsabilidad ―pues, al fin y al cabo, todos somos potenciales víctimas del virus―, hay ciertos pirómanos que se dedican a difundir estos mensajes para obtener rédito político o económico. Quizá el mejor ejemplo sea EEUU, donde llevar o no mascarilla se ha convertido en un asunto ideológico, aunque en España hay quien intenta difundir el mismo mensaje. Obviamente la mascarilla es incómoda, y más en verano, pero presentar la imposición temporal del cubrebocas como un ataque a las libertades inalienables y los derechos humanos resulta cuanto menos risible, sobre todo si existe la más mínima posibilidad de que la medida pueda salvar vidas. Soy demasiado joven para recordarlo, pero supongo que también habría quien se opusiera a la obligación de llevar cinturón de seguridad con argumentos similares.
En fin, ¿qué podemos hacer? Desgraciadamente, no tengo una respuesta clara y sencilla. Ante el fracaso de los medios tradicionales y de los partidos políticos, es evidente que necesitamos construir una sociedad civil fuerte e independiente con unos medios críticos que no cambien de criterio según el partido que gobierne. Más allá de eso, es preciso educar a la población para que no recurra al pensamiento mágico o a las teorías de la conspiración, aunque esto es una carrera de fondo. Pero especialmente, hay que evitar caer en la desesperación o el pesimismo, aunque haya días en los que solo apetezca cerrar internet para siempre, huir a una cabaña en el monte y meterse en la cama con la cabeza bajo una manta. Los periodistas, comunicadores y divulgadores que nos tomamos en serio nuestro trabajo debemos vencer al virus del desasosiego y seguir haciendo nuestra labor con la mayor objetividad, honestidad y claridad posible, independientemente de los troles, “influencers” idiotas, políticos mentirosos y tertulianos ignorantes. La salud física y mental de nuestra sociedad está en juego. La lucha será difícil, pero si arrojamos la toalla estará perdida irremediablemente.