
He apagado un momento mi ordenador para descansar. El enorme ventanal desde la habitación donde me encuentro me muestra un maravilloso atardecer. Tan increíble como los de mi tierra manchega, aunque diferente. Otra luz, otro entorno, puede que hasta otra mirada. Estoy lejos de mi casa, de mis amigos, de mi mundo.
El sol es una bola perfecta pintada de rojo que va disminuyendo su intensidad a la vez que empieza a esconderse entre las palmeras. A lo lejos, durante unos segundos, se escucha la adhan o llamada a la oración. Recita el almuédano mientras me lo imagino en el minarete de alguna mezquita cercana. Yo también rezo en voz baja.
El silencio, la quietud del momento, parece convertir esa imagen en un cuadro. ¡Hay tanta belleza encerrada en este instante! Es fácil aislarse de todo, del ruido, de las circunstancias, de la propia vida. Pensar que se camina por las aguas de un río en calma, que se escucha el rumor del mar, que el viento susurra una dulce melodía mientras ese círculo rojo empieza a esconderse como un niño tímido en una fiesta de cumpleaños.
Minutos de contemplación ajenos a la existencia; cercanos a esta otra realidad que eclipsa la que más nos preocupa.
El atardecer se va ocultando para dar paso al inicio de la oscuridad de la noche. Oscuro, como el momento internacional que vivimos. Imagino el mapa y siento ganas de llorar como una niña con su muñeca rota, como tantos pequeños que sufren la más miserable de las decisiones: la guerra. Y, una vez más, duele. Duele el dolor de tantos. Duela la ira, la venganza, el no aprendizaje, el no querer hacerlo.
No, no aprendemos. No queremos aprender, ¿por qué?
Repetimos la historia. Y ya este siglo XXI empieza a parecerse demasiado a la primera mitad del siglo pasado que tanto mal trajo. Tropezamos con las mismas piedras, y en vez de retirarlas, las volvemos a dejar en el camino por donde volveremos a pasar, volverán otros. Caer, ahora, no significa levantarse y avanzar. Caer es destrucción. Caer es muerte.
Sembramos para recoger odios y venganzas. O estás aquí o estás allá. Las voces de unos y otros, sus convincentes razones para actuar, sus mensajes diversos, sus historias pasadas, sus verdades y mentiras, sus culpabilidades e inocencias, sus eternas rivalidades… se clavan como cuchillos recién afilados sin dejar la capacidad de salvarse, de respirar.
Somos marionetas cuyas cuerdas mueven sólo unos cuantos. Muñecos que caen, que se rompen, se queman, desaparecen… Marionetas que actúan en un escenario ante la impotencia y desolación del público.
Hamás es una organización terrorista que mató a más de 250 personas y tiene secuestradas a otras 220. No lo olvidamos, ¿cómo vamos al olvidar el inicio de esta nueva atrocidad? Pero los palestinos no son terroristas, mucho menos los niños. Las imágenes de estos pequeños en brazos envueltos en sábanas blancas para ser enterrados oprimen el alma. Niños muertos, más de 2.000, huérfanos, abandonados, perdidos… También mujeres, jóvenes, civiles inocentes.
Los grandes discuten en despachos. Los más vulnerables quedan olvidados entre los escombros, deambulando por las calles en busca de una salida. Los secuestrados tiemblan contando las horas, los días, mientras conviven con el horror, el miedo y la incertidumbre. Muchos estaban disfrutando de un concierto por la paz. Qué irónica es la vida. ¿Es mucho pedir cordura, diálogo, paz? Ya sé que sí.
Me pregunto qué significa ganar una guerra. Los corazones rotos en mil pedazos jamás se recomponen. Da igual dónde se rompieron, si en la parte que ganó o en la que perdió.
Mañana, desde mi ventana, volveré a contemplar otro bello atardecer…y las guerras seguirán.