La antesala del infierno

Aquella mañana de diciembre, la espesa niebla se interpuso como un muro de acero invisible y homicida entre el tren Ligerillo que cubría la ruta Fuentes de Oñoro-Medina del Campo y el Sudexpreso París-Salamanca-Lisboa; éste, acumulaba un retraso de cuatro horas. En la capital se le integró una doble cabeza tractora para ganar esos 240 minutos de retraso que nos llevaron hasta el infierno.
A la altura de la estación del Villar de los Álamos, el Ómbibus 1802 se posicionó para dar paso al Sudexpreso. El maquinista de la primera locomotora no vio la señal de rojo. Eran poco más de las diez de la mañana. El choque abrió las costuras del Apocalipsis. Oficialmente se contabilizaron 31 muertos y decenas de heridos. Las cifras reales se acercan más, según los estudiosos, al medio centenar. La noticia no la facilitó el Parte de RNE, pero sí El Adelanto de Salamanca el día después.
La solidaridad de toda la comarca se movilizó para salvar vidas; Cruz Roja, bomberos, sanitarios de los Hospitales Virgen de la Vega, recién estrenado y del Provincial recibieron a decenas de heridos. Los salmantinos acudieron en masa a donar sangre. Guardia Civil y Policía firmaron las páginas más solidarias de aquella tragedia humana. El Sudexpreso era, en esencia, un tren de emigrantes que regresaban de Europa para pasar las Navidades en Portugal. Volvían a casa.
Los heridos fueron despedidos tras su recuperación por la tuna de Derecho y por una multitud de salmantinos que habían vivido como propia aquella maldición bíblica.

Pasó un año y otro año, un lustro y otros diez más hasta que Paco Cañamero, nuestro Benito Pérez Galdós charro, comenzó a reconstruir una historia casi olvidada. Cañamero es un escritor todoterreno que ya había sacado del olvido la otra gran tragedia ferroviaria de Muñoz (21 de diciembre de 1978) con 26 niños fallecidos tras arrollar un tren a un autobús escolar en un paso a nivel sin barreras. El accidente dejó huérfanos para siempre a municipios enteros como San Muñoz, La Sagrada, Muñoz y Ardonsillero.
La catástrofe del Villar de los Álamos sucedió trece años antes. Cañamero, con la experiencia acumulada, fue trenzando una historia documental que se lee como una novela de acción y de emociones a flor de piel.

Fado entre Encinas (Kadmos, Salamanca, 2022) es una historia novelada donde la pasión por contar la verdad ennoblece la tragedia española y portuguesa. Paco, además, es un enamorado de Portugal. Ahí lo dejamos para que el lector descubra el filo de la navaja que separa la ficción de la realidad.
La obra, ya en su segunda edición, adquiere una dimensión sociológica que empuja al autor a buscar que el recuerdo se transforme en piedra, en piedra de granito de la propia tierra. El monolito es sencillo y solo quiere reverdecer aquella solidaridad nacida entre dos pueblos hoy sin frontera, gracias a nuestra pertenencia a la UE desde 1986. Aprobamos una asignatura pendiente hacia once largos lustros.

Veinte un mil días después de aquel desdichado 18 de diciembre del 65, medio centenar de personas nos citamos en el mismo lugar del accidente. Un sol primaveral vengaba a aquella niebla endemoniada. Paco Cañamero presentó el homenaje explicando que era un acto de justicia con todas las personas que perdieron la vida, con los heridos y con los que cuidaron de que la tragedia no se extendiera hasta la orilla misma del abismo.
Su pasión portuguesa habló del orgullo -no de su obra recién salida de la imprenta (su libro número 32)-, sino de la labor solidaria y profesional de centenares de personas que lo dieron todo por salvar la vida de sus semejantes.
Norberto Redondo, presidente de la Asociación de Amigos del Ferrocarril ofreció datos técnicos del accidente, tres maquinistas y un fogonero muertos. Y otro fogonero se salvó porque estaba fumando y salió despedido. Los milagros existen todavía.
Ante los directores de ADIF y Renfe en CyL y en Salamanca, Gabriel Cruz, de una larga estirpe de ferroviarios en la zona, recitó este hermoso poema escrito para la ocasión y titulado “Sinestesia y dolor”.
“Aún se escucha el silencio…y un lamento,
sombras difuminadas en el firmamento,
llantos que atenazan el pensamiento…
aquellos gritos desgarrados, aquí adentro.
Llegan las preguntas, después las palabras
pero se ahogan en las gargantas secas
no se oye nada solo voces huecas.
¡Cuánto dolor en esa mirada macabra!
Se quebraron los abrazos y los besos;
aquellos ojos rotos como un cristal
las almas despojadas de su libertad.
Solo la persistencia del tiempo incapacitará un olvido accidental,
de nuestros corazones… a la eternidad.”
Y de un poeta a otro. Julián Martín Martín es amigo de la escuela. Por eso todo lo que diga a su favor pudiera ser utilizado en mi contra. Cañamero lo ha comparado como “el Gabriel y Galán” de nuestro tiempo. Con nueve libros editados y en la calle, yo que conozco su obra, la pongo en línea con la de Hernández, Miguel Hernández, el de Orihuela. Julián es un poeta del pueblo que surco a surco y verso a verso, emociona. Es como un bolero: siempre enamora. El poeta de Aldehuela de la Bóveda -su pueblo y el mío- incluye en Fado entre Encinas un hermoso poemario de cien versos sobre la tragedia de El Villar. Resumo.

A la sombra del recuerdo, dibuja este retrato:
“Mi pueblo derramaba
rutinas de la calle y de la iglesia esperando las prontas Navidades”
“Estaba la mañana aterida de niebla
De pronto entre la bruma
ruidos desconocidos portadores de miedos
sonidos de campana, alertando que algo ocurría.
En el Villar han chocado dos trenes
ha sido una tragedia”.
“Se rompió el equilibrio de repente.
Lívidos de terror, presos del pánico
pero dispuestos a prestar su ayuda
buscaban los heridos.
No intentaban hablarle
que el idioma sobraba,
en aquellos momentos de impaciencia porque al fin, todos somos,
del mismo idioma cuando sufre el alma”.“El cierzo vio el desconcierto
tendido sobre las vías; manos al mundo vacías
ojos al mundo cubiertos.
Miran ansiosos e inciertos
sin ver la luz ni la sombra,
solo se escucha a quien nombra
entre el doliente quejío
a ese ser que no responde,
busca dónde, donde, donde
está el familiar querido.
No se consigue encontrar
un instante de sosiego
que el tiempo parece ciego
en la estación del Villar”.(Carrascal del Obispo, primavera de 2020, en recuerdo del invierno de 1965. Julián Martín).
El embajador portugués en España, Joao Mira Gómes, habla un español correcto. Sin acento. Es un hombre cercano que, nada más llegar al punto de encuentro entre el ayer y el mañana, saludó a todos los congregados. Hizo dos reflexiones en voz alta. “Es un gran honor estar aquí para rendir homenaje a las víctimas de aquel accidente y a las personas que ayudaron a los heridos y a las familias. Este es un acto sencillo, sí; pero importante, No hay un lugar más importante que éste para nosotros. Somos dos pueblos vecinos, amigos y hermanos. Vivimos entonces y ahora unas relaciones privilegiadas; y el nuevo AVE nos unirá mucho más en el futuro. Solo quiero añadir dos palabras: Gracias. Obligado. Y un ruego: les pido un minuto de silencio por todos los afectados y por sus familiares. Nuestra solidaridad sigue intacta”. (Minuto de silencio con un sol bendiciendo el respeto y la unidad portuguesa y española).
La subdelegada del gobierno en Salamanca, Encarnación Pérez, conocía bien el libro Fado entre Encinas y disfrutó de este encuentro entre dos pueblos fronterizos.

Reconoció que por sus venas corre parte de sangre portuguesa. Elogio la solidaridad de los hombres que hicieron posible que la tragedia se paliara a base de solidaridad y tuvo un emocionado recuerdo para la Guardia Civil, la Policía Nacional, la Cruz Roja, al personal sanitario, para RENFE y Adif y estuvo especialmente sensible al ver cómo se emocionaba un protagonista principal de aquel sábado tan triste e interminable: Julián Moro. Fue el coordinador de todo el dispositivo de rescate.
Las autoridades dieron las gracias especialmente al alcalde de Robliza, Manuel Rivas, y al teniente de alcalde de Aldehuela de la Bóveda, en ausencia de José Manuel Moñita por problemas personales.
Los habitantes de estos dos pueblos, los más cercanos a El Villar, fueron los primeros en acudir en auxilio de los damnificados. Con este monolito, con este homenaje al pasado, saldamos una cuenta y abrimos una ventana mirando al Atlántico. El futuro nos pertenece. Nunca es tarde si la intención es buena. Fado entre Encinas nos reconcilia, sobre todo, con nosotros mismos. Una hora de reencuentro entre amigos españoles y portugueses. Medio centenar de ciudadanos encadenados al recuerdo, a la fe y a la esperanza. Los almendros ya están en flor. Quizás se adelante la primavera.

Yo estaba allí aquella mañana de diciembre del sesenta y cinco. Tenía diecisiete años y un futuro incierto con una única certeza: tenía que salir del pueblo porque, aunque hijo de labrador, yo nunca tuve agallas para arañar la tierra. “Quiero ser periodista”, repetía con fuerza cada despertar. Tardé once años en alcanzar mi sueño. Y aquel sábado dieciocho de diciembre tuve mi primera pesadilla.
Cincuenta y siete años y treinta y cuatro días después percibo aún con nitidez aquel sonido estruendoso. Salté de la cama. Salí a la puerta. Varios guardias civiles del puesto de mando pararon la DKW de un comerciante de Carrascal del Obispo y pasaron velozmente. Otra pareja iba en bicicleta y les pregunté qué había pasado. “Ha habido un accidente de tren en el Villar; no sabemos más”, contestó uno de los agentes. Cogí la bicicleta de mi padre y nada más traspasar el silo, el edificio más grande de Aldehuela, una cortina inmensa de humo negro ascendía hacia los cielos atravesando la espesa niebla. Diez minutos más tarde llegué al corazón de la tragedia.

Las dos máquinas de los trenes estaban empotradas. La caldera de agua hirviendo del tren dirección Salamanca había explosionado con tanta virulencia que los muertos parecían haberse bañado en alquitrán.
El fogonero del Sudexpreso con destino Lisboa andaba errante entre cadáveres -diez o doce contabilicé en un principio- mientras se preguntaba llorando qué había sucedido y se respondía en voz alta: ¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿qué ha pasado? El espectáculo era dantesco. Como si hubiéramos llegado al fin del mundo.

Mi amigo Julián Moro, cadete de la academia de la Guardia Civil de Valdemoro, que se encontraba de vacaciones, dirigió el operativo de rescate con la entereza de un comandante en jefe. Me pidió que no me acercara a la “zona cero” donde se habían acumulado los cadáveres, mientras varios heridos, como fantasmas, pedían auxilio desde el interior de los vagones.
Era fácil saber por el acento que eran portugueses, emigrantes que venían a pasar la Navidad con las familias desde Francia, Suiza y Alemania. ¡Qué triste es el fado!
Llegaron algunos coches particulares desviados por la Guardia Civil desde la carretera N-620 a unos 150 metros de la pequeña estación del Villar de los Álamos.
Ante el desconcierto, el miedo y la improvisación solo los agentes mantenían la calma; introducían a tres o cuatro heridos en cada coche ante el asombro de los conductores y le pedían que los trasladaron con urgencia a los hospitales de Salamanca. Mientras tanto, la pila de cadáveres aumentaba hora tras hora. Arribaron las primeras ambulancias y los coches de bomberos.
Al intentar separar las máquinas pude ver el cuerpo mutilado del ayudante del maquinista. Esa imagen me persiguió meses enteros junto a las dos filas de cadáveres ennegrecidos hasta sumar al menos una veintena.

El humo no cesaba de subir a los cielos mientras la niebla iba desapareciendo poco a poco. Los supervivientes de ambos trenes estaban asustados. Algunos corrían campo a través, lloraban y rezaban sin parar, ungidos por el vapor negruzco del carbón.
Un par de galenos auxiliaban a los heridos. Uno, era el titular de Calzada de don Diego, don Alfonso Domínguez, y el otro, el entonces alumno de Medicina en prácticas, José Prieto, hoy catedrático y toda una autoridad mundial en Biología.
La sangre se esparcía por el andén presagiando la antesala del infierno. Las vivencias de aquel día, -permanecí en el escenario de los hechos unas siete horas- taladraron mi cerebro durante semanas, La brutalidad de las imágenes me impidieron comer durante varios días. Tampoco pude dormir ni llorar.

Aquella catástrofe ferroviaria y humana cambió nuestras vidas. Recuerdo que el día después era domingo. Don Celestino celebró una misa de acción de gracias, porque la única pasajera del pueblo la señora Hortensia había aparecido horas después en el Campo del Hospicio, a dos kilómetros largos del lugar del accidente. ¿Cómo pudo llegar una persona mayor hasta allí? Los milagros existen. Tras los accidentes siempre reverdece la fe.
Todas las tragedias nos hacen mejores porque de ellas aprendemos que todo el dolor del mundo nos pertenece cuando hemos visitado violentamente la otra orilla de la vida.
La mayor parte de aquellos viajeros de RENFE no llegaron nunca a su destino. Hoy Paco Cañamero nos rescata a todos, a vivos y muertos, del olvido.
Fado entre Encinas es un camino sin retorno entre dos pueblos hermanos varados en una vía muerta que ya no conduce a ninguna parte. Ahora el AVE del futuro pasará demasiado cerca y demasiado deprisa de ese sencillo monolito que inmortaliza un hecho doloroso de nuestra historia charra.

Permítame que termine este resumen del epílogo del libro que escribí, emulando unos versos de Pedro Casaldáliga, el obispo español amigo de los desheredados de la fortuna en Centroamérica. “Es tarde” -escribe el poeta- “pero es nuestro tiempo; este monumento de granito dolorido es todo lo que nos queda para reconstruir el futuro. Es tarde, pero somos nosotros. Es tarde, pero aún es mediodía si insistimos un poco”.
Fado entre encinas no puede devolver la vida a las víctimas pero este monolito debe cicatrizar, en parte, las heridas de tanto tiempo perdido y de silencios. Nadie morirá del todo mientras le recordemos.
Más allá del amor y del desamor de este accidente debido a la niebla y a la fatalidad, permite la recuperación de una tragedia colectiva que todavía reverdece en nuestros corazones.
Este homenaje a cielo abierto confirma que nunca hemos perdido el camino de regreso a casa. Gracias, Paco, colega y sin embargo amigo, por admitirme como testigo directo y estar de nuevo aquí, -en el mismo sitio y a la misma hora-, medio siglo largo después de aquella interminable y fría mañana de diciembre. Vivir para contarlo; esa es nuestra misión.

Terminados las alocuciones -en realidad una oración continua por los ausentes-, el poeta y cantautor portugués Joaquim Dias interpretó un fado sublime, tremendamente triste y esperanzador; en realidad era una epístola de Rosalía de Castro a los emigrantes. Al fin y al cabo, la mayor parte de los viajeros eran emigrantes que venían cargados de regalos para la Nochebuena. Hoy la emigración (incluso la interior) es tan dura como entonces. Diría más: hoy todos somos emigrantes. Los que se fueron y los que llegaron a ver a sus familias tenían el mismo sueño: alcanzar una vida mejor para todas sus familias. Los mismos sueños de siempre.
El acto se cerró resbalando suavemente el paño rojo sobre el pedestal de granito. El embajador portugués y la subdelegada del gobierno en Salamanca invitaron a descorrer ese velo imaginario al hombre clave que dirigió el operativo de rescate aquella mañana de diciembre: Julián Moro, cadete entonces de la Academia de Guardias Civiles de Valdemoro (Madrid). El verdadero héroe de la jornada. Se desvelaba en ese instante el mensaje cargado de pasado y de futuro:

-Ha pasado mucho tiempo, le recuerdo a Julián, amigo de la infancia. ¡Cincuenta y siete años y treinta y ocho días! Toda una vida.
-Desengáñate, amigo: pasamos nosotros.
La sencillez del embajador Joao Mira Gomes, que llegó y se fue conduciendo el coche diplomático -“yo soy el conductor del embajador, bromeó-; la cercanía de la subdelegada del Gobierno en Salamanca, Encarnación Pérez Álvarez, impulsora de este monolito-homenaje tras leer el libro “Fado entre Encinas” crearon un ambiente de amistad y solidaridad entre nuestros pueblos y nuestras gentes, que recordaron, en cierto modo, aquella despedida de la tuna de Derecho salmantina a los supervivientes de aquel accidente ferroviario. ¡Ay Portugal porqué te quiero tanto! ¡Ay, Portugal, por qué será, por qué será!

Aquel 18 de diciembre la niebla provocó la tragedia. Todo el dolor nos invadió entre los raíles retorcidos. La sangre se derramó en demasía sobre las vías de dos trenes que nunca llegaron a su destino. Hoy el sol de mediodía -17ºC- celebraba con nosotros este homenaje a las víctimas, a sus familias y a la solidaridad de dos pueblos vecinos, amigos, hermanos y fronterizos. Este monolito recordará por siempre que la unión y la vida son más fuertes que el dolor y que la muerte. La comunicación (por ferrocarril) es el eslabón más fuerte para nuestro futuro compartido. El AVE llama a la puerta. Abrámosla de par en par. España y Portugal, unidos por el dolor. Y por la esperanza.
Antonio REGALADO, periodista, dirige BAHÍA DE ÍTACA en. aregaladorodriguez.blogspot.com