Opinión

Escribir nuestra historia

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Algunas de las tensiones en las sociedades democráticas actuales no radican solo en una cuestión política, económica y/o social, a veces esas tensiones son debidas a un conjunto de factores en los que el individuo deja ver su esencia como el ser humano que es. Lleno de intereses, contradicciones, emociones, pasiones y formando parte de una sociedad en la que vive sin mucha convicción.

Las sociedades democráticas desarrolladas son bastante previsibles y difíciles de orientar hacia un nuevo rumbo. Su estabilidad radica en la relativamente pequeña cantidad de personas que modifican sus preferencias políticas y que cuando lo hacen, en general, lo manifiestan lentamente. Manteniéndose una parte muy importante de la sociedad fiel a sus criterios de voto, que apoyan modelos políticos y económicos continuistas que sostienen el “statu quo”, buscando la estabilidad y la permanencia del orden existente. En otras palabras, hacen perdurar el modelo vigente durante mucho tiempo, únicamente con ligeras variaciones. Y eso no es emocionante. Es más, resulta desalentador para quienes necesitan sentir que pueden cambiar y reordenar el mundo en el que viven. Un mundo que por añadidura, parece resultar ingobernable, global y que se aleja enormemente de la capacidad de control y comprensión individual de la mayoría de los que vivimos en él. Un mundo donde es mucho más lo que no sabemos que lo que sabemos. Porque cuando vivíamos en el aislamiento local primero y nacional después o mirábamos al cielo en busca de explicaciones, cada cosa estaba en su sitio y en gran medida ese mundo nos era más comprensible e incluso casi previsible. Ahora no.

Hoy en día la incertidumbre genera el temor a esta nueva forma de vida y se convierte en una inquietante zozobra que empuja, que hace perder la lógica y la razón practicadas de las que tanto uso hemos hecho y que nos han traído hasta lo que somos hoy. Así que mucha gente pasa a un estado mental de excitación, de nervio sensible, de deseo de un cambio radical y cada vez más personas con afanes de regresar a lo conocido. 

Vivimos en sociedades libres, donde se mezclan grandes corrientes sociales que empujan en distintas direcciones, contradictorias en muchos casos, y donde para mantener el orden solo se puede conseguir si sabemos gestionar la libertad, la tolerancia y el acuerdo. Pero no es fácil, hay que tener amplitud de miras, temple, criterio, visión de conjunto y capacidad crítica para mantener activo el actual modelo de vida.

Y es ahí, cuando faltan esos elementos o se utilizan añagazas esencialistas, demagógicas o reduccionistas, o cuando un dictador indisimulado inicia una guerra, donde comienzan las emociones a darle sentido y aliento a unas esperanzas periclitadas. En ese momento se desdibujan las razones que soportan los tiempos en que vivimos y se vuelven los ojos a otros lejanos y antiguos, donde la nostalgia de lo pasado o de lo que pudo ser y se quiere creer que fue, vuelven a brillar como objetivos deseables. En ese punto hay personas en la sociedad que prefieren improvisar, simplificar y deciden tensar las realidades para conseguir esos viejos objetivos, asomarse a los abismos si hace falta por alguna idea o ideal, y amparados en un mar inmenso de información confusa o manipulada, comienzan a pisar con fuerza sin pensar en los riesgos que comporta ese camino. Y se crean nuevos grupos retroalimentados, carentes de memoria o voluntariamente olvidadizos, que van caminando unidos para continuar un retroceso imparable en busca de un pasado mejor y más seguro.

Comienza entonces a producirse una excitación social  del colectivo en marcha hacia atrás; por la revolución pendiente, el neofascismo, la independencia, el dios que nos ampara o la eliminación de una serie de enemigos reales o imaginarios que amenazan supuestamente sus vidas.

En mi opinión, este siglo XXI y muchas de sus gentes, en general con mejor calidad de vida de la que nunca hubo en la historia de la humanidad, no sabe lo que está buscando, ni valorando lo que tiene, ni a dónde ir y ni siquiera preguntándose si está aquí para algo o para poder llegar a ser algo. 

Parece que deberá ser una hecatombe o un conflicto el que de sentido a las cosas. Como me decía el otro día un amigo citando a no recuerdo quién, algo determinista, “cada generación debe tener su guerra”, y quizá ahora toque, pero de una forma involutiva; es posible que suceda mediante un conflicto de proporciones épicas descomunales, con la muerte de ciertas sociedades a escala global y con toda la tragedia que pueda comportar. En este siglo casi se ha olvidado el SXX; la Primera Guerra Mundial, la Guerra Civil, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría y no se presta atención a los conflictos que no están cerca de nuestras fronteras. Quedan cada vez menos personas que vivieron aquellos tiempos, otros niegan partes importantes de lo que sucedió, y muchos ya han encontrado los adversarios necesarios, solo queda elegir el momento, el escenario y repartirse en alianzas para que la hecatombe de comienzo.

Pero no se puede vivir sin esperanza y a veces vienen crisis como la pandemia que dramáticamente nos la devuelve. Crisis donde la vida se pone a jugar con la muerte de grandes colectivos y entonces las sociedades pasan a una posición más tibia. Donde poder volver a salir a la calle, ver el sol, que nuestros padres no mueran, que nuestros hijos tengan futuro y el deseo de quedarnos como estamos vuelven a ser sencillas realidades deseables. Entonces se calman algo los ánimos a pesar de quienes viven agitando. Pero no acaba ahí la cosa, Vladimir Putin invade Ucrania y de nuevo una sacudida profunda conmueve los cimientos de casi todo el mundo, se ve la muerte y la destrucción de otros iguales que tenían aspiraciones de parecerse a nosotros y que en buena medida ya lo eran. Viendo casi en directo como vuela una tienda de una marca conocida de hamburguesas, que es justo igual a la que tienen cerca de su casa. Entonces las democracias y sus ciudadanos se ven reflejadas en un espejo de violencia y horror cercanos.

Y el miedo se enseñorea de  todo y de todos, las cosas pasan a verse blanco sobre negro, se simplifica la vida y lo que tenemos, con todos sus defectos, se vuelve a valorar por lo que vale. Y sin profundas reflexiones vemos que lo que hemos conseguido en los países democráticos tiene su sentido. Que tener a Putin, a Lukashenko, a Xi Jinping y otros tantos para que nos gobiernen no parece buen asunto y que lo nuestro, aunque imperfecto, permite votar, vivir en libertad, viajar sin permisos, ser como cada uno es o quiera ser, protestar, decir lo que se piensa y muchas cosas más que por obvias no se valoraban. Todo ello perfectible, sin lugar a dudas, pero aceptable.

Y con esos contrapuntos el deseo de regresar al pasado debería suavizarse, porque la historia ha decidido venir a vernos y ahora tenemos que escribir páginas nuevas, las que de verdad nos tocan. Y así podremos ir dejando atrás las nostalgias y los mundos idílicos que nunca fueron, donde, como en la Edad Media era la voluntad de Dios quien presidia las decisiones del hombre o posteriormente, donde Hitler y Stalin eran quienes señalaban los caminos verdaderos.

Confiemos en que, aunque queden los guerreros de despacho, los que por impulsos o intereses espurios alientan la guerra como otra forma de hacer política, los que quieren conseguir cambios que les favorezcan, los que pretenden orientarse en un mundo que no entienden o aquellos cuyos prejuicios no les permiten ver la frágil vida que nos alienta, veamos, a no mucho tardar, si tenemos buena letra, el pulso firme y las razones claras para señalar el futuro y poder llegar a escribir nuestra propia historia. O si, por el contrario, terminarán siendo los intereses, las contradicciones, emociones y pasiones las que pongan fin de una vez por todas a la “Historia”.