Berlusconi, “rey” de la política, de los negocios y de los escándalos

Silvio Berlusconi, el personaje contemporáneo que menos necesita presentación, murió este lunes en un hospital de Milán, tras una crisis de salud desde la que, a sus 86 años, intentaba seguir protagonizando la actualidad más variada imaginable, que había monopolizado durante más de dos décadas. Su biografía es pródiga en detalles, pero imposible de distinguir cuál es entre todos el que mejor describe su condición desde la que entremezclaba la política, los negocios y los escándalos más variados que cabe atribuir a una personalidad pública que alternaba las variantes del poder con la promoción audiovisual del populismo rastrero y las escenas particulares de sexo y corruptelas.
Bien puede decirse, eso sí, que batía récords de popularidad compatibilizada con tres reelecciones como primer ministro de una Italia siempre desestabilizada, y, como este dato refleja, gozando de un respaldo en las urnas que contrastaba con su extravagancia y muestras de ejemplos dudosamente edificantes. Nunca su demagogia política se vio empañada por su habilidad para enriquecerse sin dejar dudas, ni ofrecer muestras de preocupación por la desigualdad social a la que gratificaba con la propiedad de medios audiovisuales alejados de la mínima inquietud cultural y fanáticos en el seguimiento de los avatares futboleros del AC Milan, el equipo cuya propiedad redondeaba la simpatía que verbalmente solía despertar.
Sus ideas políticas solían destacar en los foros internacionales, especialmente en el ámbito comunitario, sometidas al suspense sobre sus argumentos que siempre despertaba dudas previas. En esta última etapa de su actividad política apareció formando parte de la alianza que llevó al Gobierno italiano, que encabeza la señora Meloni y mejor recuerda con nostalgia (entre tantos como se han repetido desde el final de la Segunda Guerra Mundial) el régimen fascista liderado por Benito Mussolini, cuyos principios continúan rechazados por todas las sociedades democráticas. Bien es verdad que sus partidarios en el Gabinete hacen esfuerzos para evitar que aquellos principios y tácticas que él añoraba se olviden. La realidad es que, durante su larga etapa como jefe del Gobierno, las libertades no se vieron amenazadas y los principios democráticos se mantuvieron.
El último recuerdo de su habitualmente imprevisible sorpresa política que deja tras su muerte es el apoyo que venía prestando a la invasión rusa de Ucrania y sus simpatías personales hacia Vladimir Putin, a quien consideraba su amigo y defensor, en contra del rechazo que este personaje despierta entre el grueso de los políticos (con la otra excepción que ejerce el húngaro Orbán) que comparten los Gobiernos y miembros de la Unión Europea y la OTAN y que tanto están contribuyendo a que el heroísmo de los ucranianos consiga frenar la ambición emanada desde el Kremlin de recuperar a la felizmente olvidada Unión Soviética.