Opinión

Europa, ¿medio o fin?

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Las últimas semanas han puesto en evidencia las profundas divisiones en el seno de la Unión Europea, ejemplarizadas por el choque entre los llamados países frugales (Austria, Países Bajos, Suecia y Dinamarca) y los países del sur y este de Europa, caricaturizados como derrochadores. 

Finalmente, tras unas durísimas negociaciones maratonianas, el Consejo Europeo y la Comisión llegaron a un acuerdo histórico, considerado por algunos analistas el más significativo desde la adopción del Euro. En efecto, no es arriesgado sugerir que, si tal acuerdo no hubiera llegado a buen puerto, la supervivencia misma de la Unión Europea hubiera quedado en entredicho: tras un lustro plagado de decepciones (como el Brexit), acuerdos frustrados (por ejemplo, respecto a la gestión de los refugiados) y una parálisis generalizada en la toma de decisiones, un acuerdo de esta magnitud parecía una posibilidad muy remota. Precisamente por eso el acuerdo cobra especial importancia y ofrece motivos para el optimismo.

Europa, un arma 

Sin embargo, el optimismo no debe hacernos desviar la atención de otro elemento menos positivo, y que de momento parece indisociable de la naturaleza de la UE. Desde los países mediterráneos se ha criticado mucho la rígida postura de los gobiernos austeros, pero el mayor problema en el seno de la UE es un elemento que atraviesa la esencia misma de la cooperación europea, y que tiene consecuencias mucho más significativas que las posturas puntuales de sus gobiernos.

Este problema no es otro que la visión que tiene la vasta mayoría de la población (y también de sus gobiernos) sobre la Unión. Y es que, por el momento, la UE es vista como poco más que un ente remoto y difuso que sirve para consolidar los intereses nacionales de cada país, pero que no tiene valor por sí solo. La UE es así una sombra de lo que tuvieron en mente muchos de los estadistas que la fundaron y han contribuido a su consolidación. En pocas palabras, los europeos vemos a Europa como un medio y no un fin.

No debemos ser ingenuos: los intereses nacionales siguen estando presentes, y eso no tiene porqué ser perjudicial. Sin embargo, durante estas semanas de reproches cruzados entre los representantes de los Estados miembros se ha visto claramente cómo los intereses nacionales han aplastado cualquier consideración que trascendiera el cortoplacismo propio de la política puramente nacional. La doctora Catherine de Vries, profesora de Ciencias Políticas en la Universidad Bocconi, escribía recientemente en la revista Político que el gran problema de la UE es que los “políticos han convertido a la cuestión de la integración europea en un arma al servicio de sus objetivos políticos domésticos.” 

Así pues, la UE es utilizada como un arma arrojadiza, un argumento a utilizar ante el electorado nacional por parte de los líderes nacionales. Muchos analistas han afirmado que la dura postura adoptada por Mark Rutte, primer ministro neerlandés y cara visible del bloque frugal, se explicaba en gran medida por las elecciones que su país celebrará en menos de un año. A Rutte se le ha acusado pues de paralizar la toma de decisiones por un cálculo puramente partidista, en una clara muestra de lo dicho anteriormente: la UE sólo interesa en tanto en que tenga una utilidad posterior.

Sin embargo, los mismos que critican ahora a Rutte suelen actuar como él cuando son sus propios intereses cortoplacistas los que se ven comprometidos. Estos últimos años, con la miríada de procesos judiciales llevados a cabo en España para juzgar a los líderes independentistas, la justicia europea ha tenido que intervenir en diversas ocasiones. Y las reacciones a las sentencias dictadas por los tribunales europeos han seguido siempre la misma tesitura: cuando éstas iban en la línea de lo decidido por la justicia española, los contrarios a la independencia se congratulaban de que Europa les había dado la razón; en las instancias en las que eran los independentistas los favorecidos, la UE parecía entonces un organismo desleal a sus Estados miembros, a los que buscaba incluso humillar.   

Cambiar el chip

Lo cierto es que la Unión Europea y sus instituciones no existen con el fin exclusivo de apoyar incondicionalmente a los Estados miembros y sus Gobiernos, y esto es especialmente cierto en el caso de sus órganos judiciales como el Tribunal de Justicia, que tiene la función de “garantizar que los países miembros y las instituciones europeas cumplan la legislación de la UE”. La Unión Europea dista de ser perfecta, al igual que los Estados que la componen y sus instituciones, pero si realmente los europeos queremos profundizar en el proyecto de integración, debemos empezar a cambiar la visión imperante sobre Europa.

Ello no implica que no debamos debatir o discutir la configuración o las decisiones tomadas en un momento dado por alguna de sus instituciones, pero sí implica, dicho simplemente, cambiar el chip. Si no somos capaces de hacerlo, y seguimos viendo a la Unión Europea como un simple medio al que sólo apoyamos si el viento sopla en nuestra dirección, esta seguirá amasando las desilusiones y frustraciones tan habituales durante los últimos años. Las divisiones y los conflictos son naturales en cualquier institución internacional como lo son en cualquier país (¡Que nos lo digan a los españoles!), y eso no es por sí mismo un obstáculo al proyecto europeo. 

Para convertir a la UE en una institución realmente eficaz, debe cambiar primero el marco mental imperante en la propia Europa, de forma que ésta deje de ser una vulgar arma política con la que ganar puntos electorales y satisfacer a la propia parroquia. La defensa de la UE es una de las pocas cuestiones que comparten partidos y personas de ideologías opuestas en este país, pero a la hora de la verdad incluso los más europeístas acaban defendiendo el proyecto europeo sólo cuando les conviene. En definitiva, a ojos de los europeos, Europa sigue siendo un medio en lugar de un fin.