Opinión

Realidad contra ficción: la política exterior de Trump

photo_camera El presidente de Estados Unidos, Donald Trump

En enero de 2021 acabará el primer mandato de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Está por ver si será él mismo quien jurará el cargo sobre la Constitución cuatro años después de hacerlo por primera vez, o si será su rival del Partido Demócrata Joe Biden el que preste juramento en su acto de inauguración. En cualquier caso, está claro que durante los meses previos a las elecciones de noviembre de 2020 habrá tiempo de analizar y evaluar las políticas realizadas por la administración Trump en todos los ámbitos. Y, sin duda, la política exterior será uno de los ámbitos más comentados.

En las elecciones primarias del Partido Republicano de 2015 y en las elecciones de 2016 ante Hillary Clinton, Trump logró destacar entre varios candidatos debido a sus muy poco tradicionales métodos y un beligerante discurso en contra de las élites políticas de Washington (unas élites de la que, por otro lado, él forma parte), que apeló a millones de votantes desencantados a lo largo y ancho de Norteamérica. Respecto a la política exterior, Trump se hizo oír con un discurso aislacionista, proponiendo que Estados Unidos se retirara de instituciones multilaterales (como la NAFTA, lo cual consiguió tras su reelección) o redujera su presencia en ellas (como en la ONU o la OTAN). Este discurso rompía con el “consenso globalista” adoptado por los anteriores presidentes desde el colapso de la Unión Soviética, fueran demócratas o republicanos. 

En la práctica, la política exterior de Trump en su primer mandato ha sido, como mínimo, incoherente. Su administración ha dado bandazos, a veces promoviendo posturas aislacionistas y en otras utilizando un discurso militarista que evoca a los tiempos del intervencionismo de George Bush. Pero, por encima de todo, la política exterior de Trump parece más definida por su oposición a la herencia de Obama que no por una visión propia, coherente y razonada.

Trump prometió que acabaría con las guerras eternas en Oriente Medio y Asia en las que el Ejército estadounidense se ha visto envuelto desde la década de los 90. Acusó a los anteriores gobiernos, especialmente el de Obama, de debilidad frente a los enemigos de Estados Unidos, y, en esa línea, forzó que Estados Unidos se retirara del pacto nuclear con Irán (el JCPOA). Trump pretendía devolver a Washington a una posición de fuerza, algo a lo que, según él, las administraciones anteriores habían renegado: de ahí su conocido eslogan de campaña, Make America Great Again.

Irán, un país con una economía estancada y asediado por sanciones económicas impuestas por los países occidentales durante décadas, se comprometió a limitar al 98% durante quince años sus reservas de uranio y con ello, reducir drásticamente su capacidad de crear un arsenal nuclear. A cambio, Estados Unidos y la Unión Europea levantarían las sanciones sobre el régimen iraní, dándole una ocasión de abrir su maltrecha economía al comercio y a inversiones globales. Este tratado, firmado en 2015 tras años de difíciles negociaciones, era uno de los símbolos de la política exterior de Obama y del multilateralismo, pues contó con la colaboración no solo de la UE y Estados Unidos, sino también de China y Rusia. Trump criticó el JCPOA ya en campaña, temiendo que Irán no podía garantizar que cumpliría su extremo del tratado y seguiría desarrollando un arsenal nuclear. 

Tras la retirada de Washington del JCPOA las relaciones entre ambos países se han recrudecido. Ello ha conllevado un gran número de tensiones en el Golfo Pérsico, donde opera la Quinta Flota de Estados Unidos. En enero de 2020, estas tensiones desembocaron en el asesinato del general iraní Qassem Soleimani en Irak por órdenes de Trump. Aunque el escalamiento de las hostilidades parece haberse enfriado por ahora (en parte a causa de la pandemia de coronavirus que ha paralizado el planeta) es evidente que la estabilidad que trajo el pacto nuclear de 2015 se ha evaporado, y resultará difícil volver a la senda del diálogo y la cooperación internacional.

La beligerante postura de la administración actual respecto a Irán choca con la política de acercamiento llevada a cabo con otra dictadura, Corea del Norte. Este acercamiento sin precedentes con el Gobierno de Kim Jong Un dejó para la galería una serie de icónicas fotografías en verano de 2018: un presidente estadounidense y el Gran Líder norcoreano dándose las manos. Sin embargo, el acercamiento entre Pyongyang y Washington ha sido poco más que eso: una foto. Trump y Kim Jong Un no han llegado a un acuerdo en el que Corea del Norte se comprometa a dejar de lado su proyecto nuclear. De hecho, Kim Jong Un anunció este mismo año que su gobierno continuaría agrandando su arsenal nuclear. Trump criticó al pacto nuclear con Irán por la ausencia de garantías que Irán podía ofrecer, pero ni siquiera ha llegado a un acuerdo con Corea del Norte que obligue a Kim Jong Un a dejar su ambición nuclear a un lado. 

Pero las incoherencias de Trump no acaban aquí. El magnate neoyorquino se ha enorgullecido siempre de ser un deal-maker, un negociador duro venido del escabroso mundo del business, y prometió llevar sus habilidades negociadoras al mundo de la política internacional para afianzar la posición de Estados Unidos en el mundo. 

Así las cosas, su administración llegó a un acuerdo con los talibanes de Afganistán para terminar la participación estadounidense en la guerra en dicho estado, que empezó en 2001. Trump ha vendido este acuerdo como el cumplimiento de su promesa electoral de acabar con las guerras eternas en suelo extranjero y reducir la presencia militar en el extranjero, y reafirma su posición como gran negociador en un país tan inestable como Afganistán. Pero la realidad es tozuda, y ninguna de estas dos premisas es ciertas. En primer lugar, la presencia militar en Afganistán descenderá de 12.000 a 9.000, un cambio poco más que simbólico. En segundo lugar, Trump no ha obtenido garantías reales por parte de las milicias talibanes que indiquen que el pacto se vaya a mantener. Los talibanes se han comprometido a no llevar a cabo ataques terroristas contra posiciones de Estados Unidos, pero nada parece indicar que vayan a cumplir esa promesa. 

De nuevo sale a relucir la doble moral de la Administración Trump, quien retiró a su país del pacto nuclear con Irán por falta de garantías reales, pero que no tiene reparos en llegar a un acuerdo con milicias terroristas sin promesas reales al otro lado de la mesa.

En otras regiones del mundo también se puede observar este agudo contraste entre lo que dice Trump y lo que hace realmente. Prometió que los militares volverían a sus casas, pero países como Irak y otros de su entorno han visto llegar a miles de tropas desde Estados Unidos sólo este 2020, con el objetivo de contener la agresividad de Irán. Prometió que Estados Unidos sería respetado por sus aliados, pero tras el asesinato del general Soleimani el propio parlamento de Irak votó a favor de pedir la expulsión de las tropas norteamericanas de su territorio. Prometió acabar con las guerras en el extranjero, pero la realidad es que solo en sus primeros dos años de mandato la presencia militar en Oriente Medio incrementó en un 30%, y la propia administración augura un mayor aumento en los meses venideros.

Donald Trump es una figura indudablemente divisiva y polarizadora, pero parece haber un relativo consenso en que se trata de una persona impulsiva. Y esa impulsividad parece haber modelado su política exterior. Por eso mismo es muy complicado llegar a una conclusión coherente acerca de la visión que tiene el actual presidente sobre el rol de Estados Unidos en el planeta. La Administración Trump parece obcecada en destruir cualquier atisbo de la herencia de Obama (cuyo máximo paradigma fue el tratado nuclear de Irán). Sin duda, Obama cometió errores groseros en su política exterior, pero Trump no ha ofrecido una visión clara y coherente a cambio. Los pocos logros en su política exterior han sido o bien cosméticos (como el acercamiento con Corea del Norte), o bien inestables e inciertos (como el acuerdo con las milicias talibanes). 

Y es que destruir la herencia de una administración anterior es relativamente sencillo, pero construir un legado propio es una tarea ardua que requiere más esfuerzo que hacer declaraciones provocadoras y repetir un eslogan vacío.