
Por primera vez en 20 años, el Primer Ministro podría pertenecer a un partido distinto al del Presidente, lo que se conoce como cohabitación. El duelo se decidirá en las elecciones legislativas que quedan pendientes.
Tras la victoria de Macron en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, sus principales rivales en votos, Le Pen y Mélenchon, han realizado declaraciones con un inequívoco tono de “esto aún no ha terminado”. Sobre el papel, es así. Tras las presidenciales, llegan las legislativas, unas elecciones que en los últimos 20 años han sido prácticamente un trámite para los presidentes victoriosos. Sin embargo, en esta ocasión hay motivos para pensar de otra manera. O, al menos, eso sugiere la historia reciente de Francia.
Dualidad de poderes: ¿Por qué se crea y cómo se gestiona?
El régimen político francés, conocido como V República, se fundó a finales de los años 50, siendo su principal arquitecto el general Charles de Gaulle. Fue una respuesta al cataclismo político que supuso la derrota francesa en la Guerra de Argelia, independizando a la colonia y poniendo a la metrópolis al borde de una guerra civil. La respuesta de De Gaulle, antiguo héroe de la Resistencia retirado de la política y llamado de vuelta a ella para estabilizar el país, fue una nueva Constitución. En ella, creó para sí mismo y sus sucesores una poderosísima Presidencia de la República, justificándolo en la idea de que necesitaba capacidad de maniobra para cumplir dicho encargo.
El nuevo Presidente no solo gobernaba con un Ejecutivo extremadamente fuerte, sino que además lo hacía con un mandato de 7 años. Seguramente sabedor de lo que suponía estar en el poder durante largo tiempo, De Gaulle decidió dotarse de una especie de ayudante. Alguien que pudiera ejercer de jefe de la burocracia, organizara la coordinación interministerial y en definitiva se ocupara de las pequeñas y numerosas labores cotidianas que suponía dirigir un Gobierno. Un Primer Ministro, elegido por el Presidente, pero debiendo ser ratificado por el Parlamento.
Este último detalle tiene gran importancia. El Elíseo se autoimponía una ceder cierta influencia a la estructura de partido que lo apoyaba, así como a sus posibles aliados parlamentarios en caso de necesitarlos. A la vez, permitía afrontar unas elecciones legislativas que se sucedían cada 5 años, y por tanto no coincidían con las presidenciales, mandando un mensaje de miedo a la inestabilidad: Para garantizar la gobernabilidad del país a través de una relación fluida en el Elíseo y el Matignon, no bastaba con votar a De Gaulle. Había que votar también a los legisladores gaullistas.
Este esquema funcionó al general, e incluso a sus primeros sucesores. Al fin y al cabo, los sistemas electorales son determinantes para configurar los sistemas de partidos, Duverger dixit. Pero no duraría eternamente. A partir del 86, los socialistas y los herederos del gaullismo se encontraron con que un Presidente en el cargo de hecho si podía perder las legislativas. Se produjeron entonces los llamados gobiernos de cohabitación: El Presidente nombraba al Primer Ministro que tuviera la mayoría parlamentaria, aunque no perteneciese a su partido, y ambos pasaban unos años echando un pulso político.
En el 2001 los dos grandes partidos, socialista y conservador, decidieron llegar a un pacto para terminar con aquella situación: El mandato presidencial se acortaría de 7 a 5 años. Esto permitía que tanto las presidenciales como las legislativas se celebrasen el mismo año. La idea era que un Presidente recién elegido pudiera configurar un parlamento afín, traccionando a los candidatos de su partido con su propia aureola de vencedor. De esa manera, el Elíseo podría cumplir con su agenda legislativa y mantener al Matignon en su papel de segundo al mando, sin miedo a que se convirtiera en la sede de un contrapoder. Un esquema Winner-takes-all al más puro estilo anglosajón, que paradójicamente iba destinado a acabar con situaciones como la americana, donde un Presidente puede verse en minoría en el Congreso.
La reforma dio sus frutos y no se han producido más cohabitaciones. De nuevo, la ley de Duverger a pleno rendimiento. Al menos, hasta hoy. Porque ese parece ser el objetivo declarado de la(s) oposición(es).
La cohabitación, de nuevo plausible: Desgaste y encuestas.
Existen datos a favor de esta hipótesis. En primer lugar, la segunda vuelta de las presidenciales se disputó con la mayor tasa de abstención desde 1969, demostrando que la fórmula política que supone elegir entre Le Pen y Macron genera una situación de desafección. Una encuesta difundida por Ipsos, demuestra, además, que el 42% del voto por Macron es un voto táctico. Es decir, no estaría motivado por la creencia de que sería, y ha sido, un buen presidente, sino por el deseo de bloquear el acceso al poder de Le Pen.
La casa de encuestas Elabe va un paso más allá. Un sondeo muestra como el 55% de los franceses afirma que la reelección de Macron es mala para el país. Un 61% de los encuestados, responden, además, que preferirían que hubiera una mayoría parlamentaria opuesta al Presidente. Queda bastante claro que existe una ventana de oportunidad para las legislativas e incluso el Matignon.
El Macron de hoy ya no es el flamante ex-ministro con halo de outsider que se hizo con el poder en 2017. En aquella ocasión consiguió una super-mayoría en las legislativas a las que solo Les Républicains, herederos del gaullismo, sobrevivieron con cierta dignidad. La diferencia de votos entre aquellas presidenciales y las recientes, hacen de testigo del desgaste político del Presidente. Tras un quinquenio marcado por la pandemia, pero también por medidas impopulares que desataron una gran contestación social, véase Chalecos Amarillos, no parece probable que Macron pueda cabalgar sobre la euforia de su triunfo de la misma manera que hace 5 años. Máxime cuando para elegir a los diputados se vuelve a abrir el terreno de juego a todos los partidos; es decir, ya no cabe presentarse como la única oportunidad de parar al “ogro” de la extrema derecha.
No conviene, sin embargo, dar por hecha la atrofia del músculo político de Macron. Al fin y al cabo, terminó la primera vuelta de las presidenciales como la fuerza más votada, en unas elecciones donde prima el voto de conciencia sobre el voto táctico.
Correlación de fuerzas e incentivos: los distintos escenarios que se abren.
Cabe recordar que, oficialmente, es el Presidente quien nombra al Primer Ministro, además de a su Gobierno. Que en el pasado se produjeran gobiernos de cohabitación tuvo que ver con una especie de sentido del fair play de los presidentes anteriores, que entregaron Matignon a los vencedores de las legislativas, cosa a la que no estaban obligados. Como tampoco lo está Macron, quien podría mantener a sus actuales ministros provocando un bloqueo institucional que los mantenga en funciones, al más puro estilo Rajoy. O chantajear a Mélenchon para una investidura a cambio de nada, so pena de señalamiento público como responsable del caos institucional, estando Le Pen fuera de la ecuación a la hora de llegar a pactos.
Cabe preguntarse también si Matignon, además de posible, resulta deseable para los aspirantes. El vuelco a la izquierda que Mélenchon quiere dar a la política social y económica de Francia está destinado a encontrar enormes resistencias. De la patronal, ciertos sectores de altos funcionarios o la propia Bruselas, espoleada por la actitud de desconfianza y desafío que el líder izquierdista le profesa públicamente. Una tarea ya de por sí titánica si se estuviera ocupando el Elíseo. No digamos ya con el Presidente añadido a la lista de enemigos.
En cuanto a Le Pen, integrarse a la gestión del Estado sin plenos poderes, y por tanto con cortapisas, supondría dificultades para mantener un discurso con el que se quiere presentar como azote del establishment, al más puro estilo Trump. Una imagen de outsider que no deja de ser irónica, ya que dirige un partido con un nutrido número de votantes que heredó de su padre como si de un estanco se tratara.
Aun así, ocupar el puesto también tiene sus incentivos. Supone una enorme responsabilidad en la gestión del Estado, y por tanto un currículum de gran valor a la hora de presentar un perfil “presidenciable”. No hay que olvidar que Macron desarticuló el sistema político tradicional francés, absorbiendo todo elemento de los viejos partidos que le pareciera reciclable. Una vez acabó con los viejos partido y sus viejas certezas, emuló la estrategia de De Gaulle, dirigiéndose a la sociedad en términos de “o yo, o el caos”. Sin embargo, el límite de mandatos le impide volver a presentarse por tercera vez. Careciendo de sucesores potenciales en un partido enteramente centrado en su figura personal, es muy probable que su espacio no sea capaz de dar a luz a un candidato “de orden” en 2027. Para cualquiera que aspire a ser ese candidato, la experiencia en Matignon puede jugar un papel clave.
Sin importar por cuál de estos razonamientos se hayan inclinado en las war rooms de los aspirantes, tendrá poco efecto en sus discursos de campaña. Incluso si decidieran que es muy pronto para entrar al Ejecutivo, el único planteamiento público posible es el de la victoria. Para coronarse como La Oposición, y no simplemente un partido de oposición, necesitarán un número respetable de legisladores.
Además, no se trata solo de una cuestión de imagen. La clave del proceso es que podría suponer la reorganización definitiva de la política francesa. Los viejos partidos tienen resultados en las presidenciales propios de ecologistas (6%), o incluso de trotskistas(1-2%), pero siguen controlando los gobiernos regionales y la mayoría de los municipios. Ello supone que políticos electos, cargos de confianza y asesores forman una enorme red territorial que tiene en la política su fuente de sustento. Una maquinaria muy potente si se consigue movilizar para unas elecciones. Los movimientos para conseguir un pacto entre Mélenchon y los socialistas apuntan en esa dirección. Articular una reorganización de la izquierda como bloque histórico en torno a su figura dependerá en gran medida de si su tracción electoral en las legislativas ofrece expectativas de resurrección al descabezado aparato socialista.
El mismo modelo se puede aplicar a Le Pen y los conservadores. Necesitará, además, retener el voto que absorbió Zemmour en las presidenciales, para condenarlo a la irrelevancia y acabar con su partido aprovechando su fragilidad neonata. No es cosa menor el deshacerse de su único rival en el espacio de la extrema derecha.
Pero un discurso que llame a votar para ser una voz ignorada con muchos diputados no moviliza. Como tampoco anima a votar el definir la dinámica de relaciones entre partidos de un bloque ideológico. Hay que salir a ganar. Un Gobierno que conseguir, un cambio en la forma de dirigir el país; eso son victorias. Así se moviliza el sufragio. Como en la metáfora del arquero de Maquiavelo, hay distancias que una flecha solo alcanza si se dispara hacia arriba. Aunque no se pretenda asaetar el cielo, sino que la trayectoria de la parábola la haga llegar más lejos.
Luchi Dolisnii, asesor político. Graduado en Historia y Máster en Marketing, Consultoría y Comunicación Política en la USC.