Opinión

Europa, polarización y democracia liberal

photo_camera Europa, polarización y democracia liberal Nuria González Campañá Se ha convertido ya en un lugar común afirmar que uno de los principales problemas a los que se enfrenta Europa es el deterioro o la erosión democrática en algunos Estados miembros. Sin duda, este retroceso no es exclusivo de países europeos, pero conviene que en estas líneas nos centremos en Europa. Al hablar de erosión democrática, debemos concretar a qué nos referimos, porque la democracia entendida simplemente como el gobierno del pue

Se ha convertido ya en un lugar común afirmar que uno de los principales problemas a los que se enfrenta Europa es el deterioro o la erosión democrática en algunos Estados miembros. Sin duda, este retroceso no es exclusivo de países europeos, pero conviene que en estas líneas nos centremos en Europa. 

Al hablar de erosión democrática, debemos concretar a qué nos referimos, porque la democracia entendida simplemente como el gobierno del pueblo sigue siendo un valor ascendente y con predicamento. Quien sufre retrocesos es la democracia liberal o constitucional, aquella en la que el principio mayoritario no prevalece sobre cualquier otra consideración. Asumir que la democracia es simplemente el gobierno de la mayoría es una concepción muy pobre de la misma y es, también, una concepción ajena a los esfuerzos pactistas y de consenso del constitucionalismo europeo de postguerra. La democracia de la que disfrutamos se ve atemperada por el respeto a las minorías, el pluralismo, unos medios de comunicación libres, la transparencia en la actuación de los poderes públicos y, sobre todo, su sujeción a la ley y al control de tribunales independientes. Tal y como ha insistido en diversas ocasiones la Comisión Europea, no hay democracia fuera del Estado de derecho. O, al menos, no hay democracia constitucional. 

Sabemos que las democracias pueden morir tras golpes de Estado, pero también sabemos que hay formas más sutiles de degradación. Cuando jueces independientes son considerados enemigos del pueblo, cuando desde el poder y medios de comunicación afines al poder se alienta la desobediencia o cuando al adversario político se le niega la legitimidad para expresarse en libertad nuestras democracias se pervierten. 

No es baladí para el futuro de la integración europea cuestionarse si es posible la supervivencia de la UE en caso de que la erosión democrática en sus Estados miembros continúe. Es por ello por lo que resulta perentorio abordar el fortalecimiento de las democracias liberales en los Estados miembros. Levitsky y Ziblatt han sostenido que la polarización política extrema es una de las principales causas de esta erosión. Aunque la población pueda apoyar la democracia liberal, se nos dice que, en países altamente polarizados, donde hay rabia y enfado, los votantes están dispuestos a sacrificar determinados principios liberales por intereses partidistas. Milan W. Svolik, refiriéndose, entre otros, a Hungría, explica cómo a mayor polarización política, más fácil resulta para los líderes iliberales explotar estas divisiones, puesto que sus partidarios aceptarán (aunque sea sin convencimiento) regresiones democráticas a cambio de evitar que la oposición llegue al poder e implemente sus propias políticas. Diferentes estudios muestran cómo en las últimas dos décadas la polarización ha aumentado en prácticamente todos los países europeos, salvo en Francia, donde ya era muy alta y se mantiene en las mismas coordenadas. La tentación iliberal no está presente sólo en Hungría y Polonia, sino que amenaza a muchos países europeos. 

Las razones por las que se rechazan postulados liberales no podemos encontrarlas exclusivamente en cuestiones materiales o de desigualdad, sino más bien en una crisis cultural, de valores o espiritual. Durante años se pensó que la tríada liberal, los principios del Consejo de Europa del respeto a los derechos humanos, la democracia y el Estado de derecho, eran suficientes para cohesionar una sociedad. Hoy sabemos que esto no es así. El liberalismo político que ha imperado en muchos países europeos ha carecido de contenido sustantivo y ello ha provocado desconcierto en amplias capas de nuestras sociedades. Como explica David Goodhart, la falta de confianza en las instituciones que representan esta élite cosmopolita no procede sólo de un sentimiento de pérdida material, sino de una ansiedad cultural. Krastev y Goodhart han señalado que las principales líneas divisorias en Europa no son ya la clase social, sino aspectos culturales de identidad, los famosos ‘anywheres’ frente a los ‘somewheres’. El espíritu de las sociedades modernas (“vive y deja vivir”) no es suficiente para sostener nuestras comunidades, porque no satisface a muchas personas, aunque la predominancia de este discurso en el espacio público pueda hacernos creer lo contrario. 

Son precisamente fuerzas políticas iliberales las que recuerdan a los europeos la importancia de valores desplazados como el patriotismo, la identidad nacional o la religión. Por supuesto, estamos ante valores que pueden convertirse en excluyentes, pero no tiene por qué ser así. Como nos recuerda el profesor Weiler, hay también una tradición noble y republicana que permite al individuo sentirse copartícipe del Estado sin caer en tentaciones nacionalistas o autoritarias.

Si queremos que las democracias liberales prevalezcan, Krastev cree que debemos contrarrestar las voces iliberales asumiendo algunos de los valores tradicionales a los que muchos electores siguen ligados. Deben disfrutar, al menos, de más espacio en el discurso público. Hace años Jonathan Haidt ya advertía del peligro político que supone calificar cualquier preocupación sobre la multiculturalidad o la inmigración como racismo o xenofobia. Cuando los miedos y la ansiedad de una parte de la población son ignorados o ridiculizados, no debería sorprendernos el auge de los únicos partidos políticos que les prestan atención. Debemos esforzarnos en practicar dentro de nuestras propias comunidades los valores europeos de los que tanto nos enorgullecemos: la tolerancia, la apertura al otro y el pluralismo. Y es que como afirma Ivan Krastev, más importante que el voto secreto es la libertad de expresar tus ideas públicamente, la libertad de ser visto y de expresar cómo te sientes. Quizás ha llegado el momento de que los europeos nos lo tomemos en serio. 

 
Núria González Campañá, investigadora postdoctoral en Derecho Constitucional europeo, Universidad de Barcelona 
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