Las Olimpiadas como arma política

Los Juegos Olímpicos (JJ. OO.) no son ajenos a la geopolítica mundial; no obedecen a los principios de igualdad y hermanamiento entre los pueblos, por encima de las querellas, de los enfrentamientos armados, de las migraciones masivas obligadas y de las violaciones de los Derechos Humanos. Los JJ. OO. no son, como quieren hacernos creer sus organizadores, la expresión pura del deporte y del esfuerzo humano, sino armas políticas de presión. Y, por lo tanto, su organización y desarrollo obedece a la doble vara de medir. Unos países son bienvenidos, y otros vituperados, según el dictamen de quienes están detrás del Comité Olímpico Internacional y de los Comités nacionales, así como del país organizador, en el caso de los XXXIII JJ. OO., en Francia.
Si como ha asegurado el presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), Thomas Bach, la política no influye en los Juegos, ¿por qué los equipos y atletas rusos y bielorrusos sólo podrán participar si aceptan jugar el papel de parias? No podrán representar a su país, no tendrán bandera, ni tendrán himno, y desfilarán de incógnito. Serán los nuevos “condenados de la Tierra” de Frantz Fanon.
¿Por qué? “Porque Rusia ha iniciado una guerra de agresión en 2022, que aún perdura, al invadir Ucrania”, sostienen los mandatarios. Entonces, ¿por qué no se aplica el mismo rasero a Israel, que lleva una guerra atroz en Gaza, en la que mueren ancianos, mujeres y niños? ¿Por qué no se aplica el mismo criterio para Myanmar, Afganistán, Burundi o Camboya?
La guerra de Rusia contra Ucrania es condenada por una gran parte de la comunidad internacional, aunque no toda. La de Israel contra Gaza, también, e incluso por una parte de la población israelí y de la diáspora judía en el mundo. Pero lo que es válido para Moscú, no lo es para Tel Aviv.
A diferencia de los torneos deportivos, de las demostraciones artísticas y de la mayoría de los campeonatos, los participantes y equipos lo hacen a título individual. En cambio, en los Juegos Olímpicos, son los países los que están representados, los que desfilan, los que compiten en el medallero. ¿En nombre de qué principios se puede obligar a los atletas a renegar de sus banderas y a condenar en público lo que hacen sus dirigentes políticos? Es una auténtica aberración, como mínimo, la de juzgar a los participantes por sus opiniones políticas.
Muchos países en el mundo, que van a participar a los JJ. OO. y que desfilarán con equipos y banderas por el Sena parisino, están gobernados por dictadores sangrientos, que violan sistemáticamente los Derechos Humanos de sus pueblos, que cercenan los derechos y libertades fundamentales. Ellos sí participarán, y sus autócratas, surgidos a menudo de cruentos golpes de Estado, estarán en la tribuna de invitados de honor.
¿Y qué decir de los países que durante siglos han dominado a cientos de millones de asiáticos, africanos y americanos? ¿Han declarado su arrepentimiento por los pasados coloniales? Esos mismos países, incluido el anfitrión de los Juegos Olímpicos, Francia, nunca tuvieron trabas ni condiciones impuestas para participar, incluso en los Juegos Olímpicos más aborrecibles de la historia, los organizados por Adolf Hitler en 1936 en Berlín.
No sería de extrañar que los equipos y atletas rusos y bielorrusos decidan retirarse de las competiciones, no porque apoyen la guerra en Ucrania, ni por devoción a los presidentes ruso y bielorruso, Vladimir Putin y Aleksander Lukashenko, sino por decencia y dignidad hacia sus compatriotas, a quienes saben que representan.