Opinión

Guerra en un Ártico cada vez menos helado

photo_camera War in a less and less frozen Arctic

La pugna que sostienen en todo el planeta las tres grandes potencias del planeta, Estados Unidos, China y Rusia, también alcanza al Océano Ártico, cuyo calentamiento se ha acelerado en los últimos años, muy por encima de la media global. Los tres toman posiciones en uno de los escenarios geopolíticamente más importantes, tanto por albergar enormes cantidades de minerales como porque el rápido deshielo facilitará la permanencia de rutas por las que el comercio pueda transitar ininterrumpidamente durante todas las épocas del año. 

El último paso por ahora lo ha dado el presidente ruso, Vladímir Putin, bajo cuyas órdenes ha comenzado a construirse en los astilleros Bolshói Kamen, cercanos a Vladivostok, el superrompehielos nuclear más grande y potente del mundo. Para reafirmar su poderío, esa gigantesca ciudad flotante de 209 metros de eslora y 47,7 de manga se llamará “Rossiya” (Rusia), y será el primero en surcar permanentemente las actuales rutas del Océano Glacial Ártico. Ayudado por la progresiva desaparición de la capa de hielo, merced al innegable calentamiento global, el “Rossiya” podrá romper en su navegación capas superiores a los cuatro metros de grosor, lo que supondrá la apertura de un canal navegable en torno a los cincuenta metros de anchura, tamaño suficiente para que puedan transitar por él mercantes de gran tonelaje. 

Rusia, que ya hizo que sus submarinistas plantaran su bandera en el fondo marino ártico para reafirmar sus pretensiones de soberanía, entiende que la flota de grandes rompehielos nucleares que inaugurará con la botadura del “Rossiya” en 2027, le asegurará la capacidad de dirigir la navegación internacional por esas aguas y hacer realidad práctica su dominio. 

Mercadeo a propósito de Groenlandia

Estados Unidos hace tiempo que vio venir la jugada. De ahí que el pasado verano, y en medio de cierta hilaridad internacional, el presidente Donald Trump pretendiera la compra a Dinamarca de Groenlandia, cuyos 2,2 millones de km2 la convierten en la isla más grande del mundo, situada a medio camino septentrional entre América y Europa. Que la primera ministra danesa, Mette Fredriksen, calificara de absurda la pretensión de la Casa Blanca provocó que Trump anulara la visita oficial que tenía previsto efectuar a Copenhague, pero no le hizo desistir de sus pretensiones de ejercer un mayor dominio o influencia sobre la isla. 

Fue precisamente en abril de este año, en plena pandemia, que Estados Unidos y la muy autónoma Groenlandia suscribieron un acuerdo por el que Washington invertiría 83 millones de coronas (11 millones de euros) en diversas infraestructuras de la isla.  El acuerdo, calificado de “plasmación de una relación constructiva con Estados Unidos” por el primer ministro groenlandés, Kim Kielsen, sentó como un tiro en el Parlamento danés, que acusó a Washington de ser un aliado desleal, que siembra la disensión y provoca divisiones.

Lo cierto en todo caso es que Estados Unidos no quiere dejarse sorprender. Dispone ya de una base en Thule, al noreste de Groenlandia, la única de las que posee que situada en el interior del círculo polar, capaz de detectar misiles balísticos, tanto más útil ahora cuanto que han caducado los diversos tratados ruso-norteamericanos de no proliferación de armas nucleares. Esa base se completa con otra, situada en las inmediaciones de Nuuk, la capital de Groenlandia, en donde Washington acaba de abrir su primer consulado en la isla, y a la que previsiblemente dotará de una infraestructura renovada. 

Al igual que Rusia ambiciona hacerse con la minería del subsuelo marino del Ártico, Estados Unidos pretende hacerse con el uranio, zinc, tierras raras y oro que alberga el subsuelo de Groenlandia, hasta ahora cubierto en un 80% por una gruesa capa permanente de hielo, pero que también se está fundiendo rápidamente como consecuencia del calentamiento climático. 

De Alaska a la Ruta de la Seda ártica

No es, por cierto, la primera vez que Estados Unidos intenta la compra de Groenlandia. Ya lo intentó, con una oferta de 100 millones de dólares-oro, al final de la Segunda Guerra Mundial, mucho antes de que Copenhague concediera a los 57.000 inuits que la habitan la gran autonomía de la que gozan hoy. Más suerte tuvo en 1867, fecha en la que pagó a Rusia 25 millones de dólares por el entonces inmenso mar de hielo que era Alaska, y en 1917, en que pagó 60 millones a Dinamarca a cambio de las Islas Vírgenes, a las que convertiría en un afamado paraíso fiscal. 

China, la otra gran potencia en discordia, aunque su territorio esté muy distante de estos hielos polares, se autoproclama como “Estado cercano al Ártico”, una nada sutil denominación, que no esconde en absoluto sus pretensiones de tener algo que decir en tal escenario geopolítico. Su proyecto planetario de la Nueva Ruta de la Seda también tendría entonces ramificaciones árticas, por cuanto la desaparición de la barrera de hielo, hasta ahora   al menos durante la mitad del año, facilitaría su comercio, el arma que Pekín considera decisiva para conseguir y hacer prevalecer su hegemonía.