No hay que engañarse, Jerusalén será única y judía

No habrá doble capitalidad de Jerusalén para un Estado judío y otro palestino. Es más, cada vez es más improbable que alguna vez pueda erigirse el segundo. Los hechos que conforman la historia son tozudos, y una vez consumados nada vuelve a ser como antes. En esta cuestión nuclear del secular conflicto palestino-israelí el primer ministro Benjamin Netanyahu no ha engañado a nadie, de manera que toda su ejecutoria de Gobierno ha dibujado nítidamente su meta final: un Estado judío con Jerusalén como capital única, eterna e indivisible. De nuevo lo ha recordado al ordenar el bombardeo de la Franja de Gaza, en represalia por las decenas de misiles lanzados desde allí por las brigadas Ezzeldin Al-Qassam, brazo armado de Hamás, operación justificada a su vez por la actuación de la Policía israelí en la Explanada de las Mezquitas a punto de concluir el mes sagrado musulmán del Ramadán.
Además de la irrupción de las fuerzas israelíes en la mezquita de Al-Aqsa, el desencadenante de los disturbios, enfrentamientos y bombardeos actuales ha sido la orden de desahucio de sus viviendas en el barrio de Sheikh Jarrah, en la parte oriental de Jerusalén, de seis familias, cincuenta personas en total, todas ellas palestinas. A ello habían instado judicialmente varias organizaciones de colonos judíos, argumentando su derecho de propiedad sobre tales casas, anterior a 1948, fecha de la instauración y proclamación del Estado de Israel. El fallo del tribunal, favorable a los colonos, será ratificado casi con toda seguridad por el Tribunal Supremo en los próximos días, consagrando así el progresivo arrinconamiento de los moradores palestinos y normalizando su expulsión de Jerusalén Este, ocupado al igual que Gaza y Cisjordania, lo mismo que los Altos del Golán, al cabo de la Guerra de los Seis Días (1967).
Para Netanyahu, “Israel tiene todo el derecho, como cualquier otra nación, a construir y desarrollar su capital”. Para los palestinos, esos planes urbanísticos constituyen una “limpieza étnica”. La virulencia del estallido actual, en el que algunos analistas quieren ver una nueva intifada, ensancha aún más el muro físico y mental que separa a dos pueblos, el judío y el palestino.
Previamente, el Gobierno israelí ha pisado el acelerador y quemado etapas a toda velocidad aprovechando los cuatro años de estancia en la Casa Blanca de Donald Trump, cuyas medidas no serán a ciencia cierta revertidas por la actual Administración del presidente Joe Biden. Su reconocimiento el 6 de diciembre de 2017 de Jerusalén como capital del Estado judío, y el posterior traslado de la Embajada de Estados Unidos desde Tel Aviv, son los hechos decisivos de un respaldo más que incondicional a los objetivos de Israel.
Se quiere ver en las actuales protestas palestinas una nueva intifada. Sería la tercera después de las de 1987 y 2000. La primera comenzó cuando cuatro trabajadores palestinos del campo de refugiados de Yabalia murieron tras ser embestidos por un camión militar israelí. Aquel levantamiento, también conocido como “la intifada de las piedras” logró la atención mundial sobre el contencioso israelo-palestino. La opinión pública olvidó las campañas terroristas alentadas por Yasser Arafat y otros líderes aún más radicales, y se forzaron negociaciones que concluyeron con los Acuerdos de Oslo, en los que parecieron erigirse las bases para la creación de los dos Estados. Llegar a ello costó a los palestinos 1.164 muertos y más de 20.000 heridos.
Completamente diferente, tanto en cuanto al número de víctimas como respecto de la percepción de la opinión pública internacional fue la segunda intifada, iniciada también en la misma Explanada de las Mezquitas. La visita a la misma por sorpresa de un “halcón” de la política israelí como Ariel Sharon, llevaba un mensaje implícito desalentador para los palestinos: “Nunca cederemos la soberanía sobre la Ciudad Vieja de Jerusalén”, en donde se encuentra la Explanada y la mezquita de Al-Aqsa, tercer lugar sagrado del islam, Monte del Templo para los judíos.
A diferencia del primer alzamiento, esta segunda intifada tuvo menos apoyo civil y se desarrolló con mayor protagonismo de las milicias. Los palestinos la justificaron como respuesta a la supuesta falta de voluntad de Israel de cumplir los Acuerdos de Oslo de 1993 y 1995. Se multiplicaron los ataques de uno y otro lado: 5.500 muertos palestinos frente a 1.100 israelíes. Pero, sobre todo, el intenso goteo de atentados terroristas suicidas contra civiles, enajenó las simpatías internacionales hacia el pueblo palestino, lo que facilitó que Israel lanzara su operación Escudo Defensivo, reocupando las seis ciudades más importantes de Cisjordania. En aras de su seguridad, Israel procedió a la construcción de un gigantesco y extenso muro de separación entre zonas habitadas por judíos o por palestinos: paredes de hormigón en las zonas urbanas; vallas electrificadas en las rurales. Muro de seguridad para los israelíes; de apartheid para los palestinos. Para estos últimos haber dejado pasar la oportunidad de firmar la última oferta del que fuera primer ministro Ehud Barak había sido un pésimo negocio.
De “una nueva guerra de religión” califica en The New York Times el abogado palestino Khaled Zabarqa el nuevo incendio declarado en la ciudad santa para judíos, cristianos y musulmanes. Tan violenta es la espiral de fuego que todos los actores internacionales –Estados Unidos, Unión Europea e incluso los países árabes que han restablecido sus relaciones diplomáticas con Israel- llaman a esfuerzos de contención. No será fácil, cuando unos y otros se soportan menos y se miran cada vez con más odio.