Opinión

Túnez no aceptará jamás la partición de Libia

photo_camera El presidente de Túnez Kais Saied

Eclipsado por la pandemia de la COVID-19, el conflicto enquistado de Libia amenaza con sacudir todo el norte de África y proyectar su onda expansiva sobre la Europa meridional. Nueve años después de la caída del régimen de Muammar Gadafi, su gigantesco país está en vías de una “sirianización”, término utilizado por el ministro francés de Defensa, Jean-Yves Le Drian, para describir un escenario de larga confrontación multinacional, capaz de provocar una convulsión radical sobre tres continentes: África, Europa y Asia. 

Además de la propia Libia, uno de los países que más sufre las consecuencias de su conflicto es Túnez, cuyo presidente Kais Saied ha girado su primera visita a Francia, en donde ha declarado que su país “jamás aceptará una partición de Libia, toda vez que ello sería el preludio a la partición también de los países vecinos”.  El jefe del Estado tunecino, que ganara de manera aplastante y por sorpresa las elecciones del pasado octubre (72,71% de los votos), contempla con creciente inquietud la implantación de un condominio de facto ruso-turco en Libia, con un reparto de influencia territorial al que Europa parece asistir con un cierto sentimiento de impotencia. 

Sucedía a principios de este mes de junio que era derrotado a las puertas mismas de Trípoli el mariscal Jalifa Haftar, antiguo miembro del círculo de confianza de Gadafi, después exilado en Estados Unidos durante dos decenios y retornado al país en 2011 para establecerse en Bengasi, capital de la Cirenaica. Desde allí, y con la anuencia y protección de Francia y Egipto y el consentimiento de Estados Unidos, Haftar pretendía la reunificación del país bajo su mando. Su fracaso al intentar la toma de Trípoli ha concedido nueva vida al Gobierno del Acuerdo Nacional (GNA), de Fayez Sarraj, sostenido este sin ambages por el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan. 

Haftar, autoerigido líder del denominado Ejército Nacional Libio (ENL), se ha replegado, de manera que la línea que marca la frontera entre su zona de influencia y la Tripolitania pasa por Sirte, la ciudad natal de Gadafi. El mariscal, que tiene el sostén de Rusia y de los mercenarios enviados por el presidente Vladímir Putin, ha recibido además el respaldo incondicional del presidente egipcio, Abdel Fatah Al-Sisi, quién amenazaba directamente al GNA con el envío de sus tropas si Sarraj osara traspasar la “línea roja” que comunica Sirte con la base de Yufra, situada 250 kilómetros al sur. 

La mochila negociadora ruso-turca

El escenario resulta, pues, propenso a un reparto de facto, con posiciones de partida en las que no se atisban cesiones gratuitas. La ambivalente relación entre Turquía y Rusia en Libia evoca a la que mantienen en Siria, teatro de operaciones del que salió Estados Unidos. La mayor diferencia respecto de ambos escenarios es que en Libia no están ni Irán ni los kurdos, pero está claro que tanto Putin como Erdogan aspiran a consolidar su presencia en el Mediterráneo centro-oriental. Ambos, además, poseen abundante material de intercambio. Erdogan sigue teniendo la llave de los estrechos entre el mar Negro y el viejo Mare Nostrum, además de haber establecido una amplia franja de seguridad en la frontera turco-siria, y por supuesto aspira a que Rusia le respalde en sus reivindicaciones sobre los yacimientos de gas recientemente descubiertos frente a sus costas, las de Chipre e Israel. A cambio, Putin consolidaría el poder de su aliado Haftar sobre la Cirenaica libia y, con ello, el dominio sobre los grandes campos de petróleo, y la ganzúa para apretar las clavijas a Europa, por ejemplo, con la presión migratoria desde las costas libias. 

En suma, la advertencia del presidente de Túnez suena como un aldabonazo respecto de la convulsión geopolítica que conllevaría la partición de ese Estado fallido que de momento es Libia. Kais Saied quiere a Argelia de su parte en tratar de evitarlo, y apela a que el conflicto libio se solucione entre libios. Sin embargo, los hechos no parecen darle la razón, como tampoco se atisba una actuación contundente de una Europa pendiente aún de lograr un acuerdo para su propia recuperación y, en definitiva, para seguir existiendo y ocuparse con algo más de contundencia de las amenazas que tiene a sus mismos pies.