Un acuerdo de Viernes Santo que ya no da más de sí

Aquellos cuatro días de abril de 1998 se consideraron como la culminación de un objetivo imposible: la reconciliación entre las comunidades católica nacionalista y protestante lealista de Irlanda del Norte, cuya guerra iniciada en 1921 había derivado hacia una confrontación de acciones terroristas, que asolaron al Ulster durante tres décadas y proyectaron su onda expansiva a todo el Reino Unido. 

El torbellino de violencia alcanzó incluso a Estados Unidos, donde la poderosa y arraigada comunidad irlandesa recolectaba fondos sin descanso, al tiempo que facilitaba envíos clandestinos de armas y ejecutores a la Verde Erín “para liberarla del odioso yugo inglés”. La especial dureza con que se comportó la primera ministra, Margaret Thatcher, con los prisioneros del Ejército Republicano Irlandés (IRA), tanto fabricando pruebas de culpabilidad sospechosas, como dejando que murieran de inanición los que habían emprendido “huelgas de hambre hasta la muerte” en las durísimas cárceles británicas, hicieron que buena parte de la opinión pública internacional mostrara crecientes simpatías, especialmente en Estados Unidos, hacia aquellos “patriotas irlandeses que luchaban con las armas a su alcance por la liberación de su patria”. 

Thatcher fue descabalgada del poder por su propio Partido Conservador, que nombró en su lugar a John Major, que, sin dar un vuelco completo al enquistamiento del conflicto del Ulster, empezó a torcer la tradicional inflexibilidad de los tories hacia la necesidad de buscar una salida negociada. Facilitó las cosas el triunfo del líder del Partido Laborista, Tony Blair, consciente éste de que, si no la reconciliación, sí al menos la paz solo podría firmarla un gobierno progresista, no contaminado en exceso por las exacciones cometidas en Irlanda por las tropas inglesas. 

Blair contó con la decidida colaboración del entonces presidente norteamericano, Bill Clinton, que había colocado al experimentado senador George Mitchell como presidente de la mesa negociadora, en la que se dilucidaba la letra menuda de un acuerdo que el inquilino de la Casa Blanca quería no se demorase más allá de la Semana Santa de 1998. Alternativamente, David Trimble, líder del Partido Unionista del Ulster (UUP), y las dos cabezas visibles del Sinn Fein, Gerry Adams y Martin McGuinness, amenazaron con abandonar las conversaciones, celebradas en un edificio anexo al Parlamento de Stormont. También pondría sus correspondientes palos en las ruedas el reverendo Ian Paisley, líder del Partido Unionista Democrático (DUP), encarnación misma de la intolerancia protestante hacia los católicos irlandeses, a quienes consideraba súbditos del diablo, encarnado éste a su juicio por el mismísimo Papa de Roma. 

La tarde del jueves, 9 de abril se había alcanzado ya el punto de no retorno. El Reino Unido había dado garantías a los unionistas irlandeses de que no les dejaría abandonados a su suerte, y no aceptaría una futura reunificación de Irlanda si no era con el consentimiento expreso se su población. A sensu contrario, el Sinn Fein se erigía en portavoz del Gobierno de Dublín y se mantenía firme en la reivindicación de la soberanía sobre los condados del Ulster. 

Tanto Clinton como el primer ministro de la República de Irlanda, Bertie Ahern, hubieron de emplearse a fondo para evitar el colapso de las negociaciones, a través de largas conversaciones telefónicas tanto con la parte protestante como con la de los católicos. La maratón telefónica se prolongaría hasta el crepúsculo del Viernes Santo, en que el senador Mitchell pudo certificar la disposición de todas las partes a firmar el Acuerdo de Viernes Santo, una vez que el Sinn Fein renunciaba a la “incuestionable soberanía” de los condados del Ulster, y la sustituía por “el firme deseo de unir a toda la población de la isla”. La parte protestante aceptaba a su vez la voluntad claramente mayoritaria de la población para la futura reunificación de la Irlanda. 

Solo hubo uno que no quiso firmar: Gerry Adams, del que nunca pudo saberse a ciencia cierta si estaba jerárquicamente por encima o por debajo de Martin McGuinness. A su juicio, los compromisos tal y como los había redactado el senador Mitchell, eran inaceptables. 

Poco importó, los acontecimientos se precipitaron, la oleada de optimismo arrolló incluso a los más reticentes, e incluso en 2008, y conforme a los acuerdos, dos tipos tan antagónicos como Ian Paisley y Martin McGuinness compartieron Gobierno como ministro y viceministro principales, respectivamente. 

Un cuarto de siglo más tarde no ha sido posible formar el correspondiente Gobierno de coalición tras el triunfo electoral del Sinn Fein; resurgen brotes y conatos de violencia, que obligan a cerrar de nuevo las verjas que separaban los barrios católicos de los protestantes. No se ha resuelto tampoco definitivamente el rompecabezas del Brexit y su correspondiente división aduanera, y lo que es peor, no existe sensación de que aquel conflicto, irónicamente llamado “The Troubles” (hay hasta 27 acepciones para elegir) por los británicos, esté conduciendo a una verdadera reconciliación.  

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