Opinión

Nueva oportunidad para Israel-Palestina

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Con el anuncio del alto el fuego promovido por Egipto, cesó el intercambio de cohetes en la Franja de Gaza y en los alrededores de Tel Aviv y con ello volvió al ostracismo la cuestión israelo-palestina, ya que se archivó hasta la llegada de nuevas oleadas de violencia. Sin embargo, las tensiones generadas por esta breve pero intensa oleada de ataques –que han dejado aproximadamente 248 muertos en el lado palestino y 12 en el lado israelí- han puesto de relieve, de nuevo, la evidente inviabilidad del ‘estatus quo’ de estos territorios.

Todo comenzó en febrero con el esperanzador anuncio por parte de Mahmud Abbás de convocar elecciones legislativas para la Autoridad Palestina, las cuales fueron finalmente canceladas debido a la negativa por parte de Israel de permitir a los residentes palestinos de Jerusalén Este participar en ellas. Desde el punto de vista israelí, esto puede parecer contradictorio, pues una de las principales reclamaciones que se han hecho a los dirigentes palestinos -también desde la comunidad internacional- de cara a futuras negociaciones sobre el conflicto ha sido la democratización de las instituciones palestinas. En este punto, también es preciso tener en cuenta que la reputación del sucesor de Yasser Arafat se había desplomado tras años de inmovilismo con respecto a la cuestión nacional y debido a la corrupción. Oportunismo político o no, lo que se presentaba como una oportunidad para el cambio y el progreso en los territorios ocupados terminó por encallar. Ninguna novedad.

Al mismo tiempo, Israel celebraba sus quintas elecciones en dos años tras la ruptura del Gobierno de coalición y, de nuevo, el Likud de Netanyahu salía victorioso de los comicios mas sin la fuerza necesaria para formar gobierno. De nuevo, el Knesset se encontraba ante la maniquea figura de Netanyahu, para unos el férreo líder que un país como Israel necesita para su supervivencia en un entorno hostil y para otros un primer ministro incapaz de lidiar con la cuestión palestina, que beneficia a los sectores más radicales de la sociedad con tal de mantenerse en el poder -véase los ultraortodoxos y los colonos en Cisjordania- y que, por si fuera poco, se encuentra sumido en un proceso judicial por corrupción, abuso de poder y prevaricación.

En este clima de inestabilidad política tanto en Israel como en los territorios ocupados, tuvieron lugar las, ya conocidas por todos, protestas de Seikh Jarrah. Lo particular de este suceso no es el hecho de que los tribunales israelíes ordenen desahucios de familias palestinas con el fin de permitir que ciudadanos judíos puedan asentarse en esas propiedades -puesto que es un fenómeno recurrente en este conflicto- sino el hecho de que se produjesen durante el final del Ramadán, y que, por primera vez en mucho tiempo, los mal llamados árabes israelíes -todos los palestinos, alrededor del 20% de la población de Israel, que tras la Nakba de 1948 quedaron bajo territorio israelí y poseen la nacionalidad de dicho Estado- formaran parte de estas protestas.

Así las cosas, dos conflictos surgieron de Seikh Jarrah. Por un lado, los disturbios se extendieron por toda la parte antigua de la ciudad de Jerusalén, lo que concluyó con la sorprendente intervención de las fuerzas de seguridad israelíes en la Explanada de las Mezquitas, lugar sagrado para el islam y durante el mes sagrado de esta misma religión. Basta recordar que la segunda intifada comenzó con la mera visita del líder de la oposición, Ariel Sharon, a este lugar para poder comprender la magnitud del acto y poder tildarlo así de provocación. En consecuencia, ante la incapacidad jordana de proteger este lugar sagrado, Hamás no desperdició la oportunidad de erigirse como el protector de la mezquita de Al-Aqsa y de ocupar el espacio político que Mahmud Abbás había perdido durante todos estos años, por lo que comenzó una ofensiva militar contra territorio israelí. En definitiva, la consecuente escalada de violencia y el alto al fuego han dejado la situación política tal y como se estaba anteriormente, a pesar de que los daños materiales y las víctimas de la Franja de Gaza hayan sido cuantiosos.

No obstante, lo más llamativo, a mi juicio, de lo acontecido en las últimas semanas son los enfrentamientos en aquellas ciudades calificadas como mixtas como Lod, Jaffa o Ramle. En estos se ha recuperado algo que se creía olvidado: una conciencia unitaria y nacional del pueblo palestino. En otras palabras, tras años de políticas de separación y segregación, cuyo máximo exponente es el muro de Cisjordania y los asentamientos, estas protestas han unido a los palestinos que se encuentran en Israel y los que se encuentran en los territorios ocupados en tanto ambos comparten, si bien a diferentes niveles, una causa común. Lo que ha ocurrido en Gaza o en Jerusalén ha levantado a aquellos palestinos que, presumiblemente, por ser ciudadanos israelíes, gozaban de mejores condiciones que sus respectivos compatriotas, pero que, en realidad, no dejan de ser ciudadanos de segunda clase dentro del Estado Judío.

Ahora bien, ¿qué lecciones podemos obtener de todo esto? En primer lugar, podemos llegar a la conclusión de que en la actualidad no existen líderes -tanto palestinos como israelíes- capaces de tomar las riendas de un supuesto proceso de paz. La posible desaparición de Netanyahu del espacio político israelí abre una ventana para que el centrista Lapid tome las riendas del gobierno, pero no hay que olvidar que la llave del Gobierno la tiene el ultraderechista del partido Yamina, Naftali Bennet, cuyas declaraciones sobre la cuestión palestina y los árabes no invitan a esperar grandes cambios. Con respecto a Palestina, en este caso la bicefalia Hammás-Autoridad Palestina mantiene a este pueblo dividido y sin una hoja de ruta clara.

En segundo lugar, las tensiones vividas dentro de Israel entre palestinos y judíos han resaltado la falacia de la epopeya democrática que encarna el Estado de Israel. Si desde Israel se quiere pensar en términos de una democracia liberal occidental, lo primero será abandonar la lógica de los dos Estados y abrir paso a nuevas alternativas. El grado de interconexión a nivel social, económico y político entre judíos y palestinos alcanza tales niveles que nos invita a pensar que el territorio que se extiende desde el Mediterráneo al río Jordán debe de ser compartido más que dividido. La partición en dos Estados étnicamente homogéneos no nos ofrece garantías suficientes con respecto a un eventual cese de la violencia, es más, implicaría desplazamientos masivos de población y perpetuaría las políticas de discriminación ya existentes.

Por lo tanto, el problema no se encuentra en la presencia del pueblo judío en Israel -cuya oposición estaría dentro de los parámetros del antisemitismo- sino en la eterna negativa del movimiento sionista de no reconocer el ejercicio de los derechos políticos del pueblo palestino, lo cual no es, ni mucho menos, antisionismo. No se trata de ir en contra de la existencia del Estado de Israel, sino de sus políticas discriminatorias. Por ello, ahora más que nunca, la alternativa binacional basada en el reconocimiento de una serie de derechos básicos tanto para palestinos, judíos, como para otras comunidades como los drusos se presenta como la alternativa más viable para descongestionar un conflicto aparentemente irresoluble cuya solución no pasa por la separación y la confrontación. Ahora solo es necesario voluntad política y que tanto la comunidad internacional como los israelíes y palestinos presionen a sus dirigentes para que comiencen unas negociaciones serias y con vistas a un futuro pacífico.