
Los preparativos de la investidura de Joe Biden que llevaron a la inédita clausura de la zona del Capitolio, coincidieron en el tiempo con el inusual cierre del recinto del Kremlin, mientras el avión que traía al opositor Alexei Navalny de regreso a Rusia, desafiando a Vladimir Putin, volaba en círculos por orden de las autoridades aéreas. Aunque por razones diametralmente opuestas, ambas situaciones revelan las divisiones nacionales que atenazarán las presidencias de los dos antiguos rivales de la Guerra Fría en el futuro inmediato, así como el riesgo de que tanto unos como otros recurran a para promover la cohesión interna.
Desde este ángulo, la noticia de que la administración Biden ha ofrecido a Rusia una extensión de cinco años del pacto de control de armas nucleares New START, que ha sido bien recibida por el Kremlin, es tranquilizadora, ya que despeja un peligroso elemento de incertidumbre introducido por la administración Trump en su afán por insertar una cuña entre Moscú y Beijing. En términos prácticos, Rusia es la única superpotencia nuclear alternativa a Estados Unidos, ya que entre ambos tienen el 90% de las armas nucleares del mundo, por lo que la importancia de que exista un proceso de diálogo abierto en esta materia no debe subestimarse.
La extensión del tratado, que implica abordar formalmente la limitación y reducción de los arsenales atómicos mundiales, tiene la virtud adicional de conferirle la autoridad moral a los negociadores de un nuevo tratado de desnuclearización con Irán, facilitando la tarea del flamante Secretario de Estado, Antony Blinken, tanto en Teherán como en Pyongyang.
El descontento a ambos lados del Estrecho de Bering es sin embargo palmario, y las populosas manifestaciones públicas que han eclosionado por toda Rusia después del encarcelamiento de Navalny, señalan que Putin deberá emplearse a fondo para sortear las turbulencias urbanas previsibles hasta las elecciones a la Duma de septiembre, en las que Rusia Unida, el partido en el poder, afronta según las encuestas una pérdida de popularidad significativa. Máxime cuando al cesar el caos trumpiano que ha desviado convenientemente la atención de los rusos en sus propios asuntos políticos, se girarán las tornas haciendo esperable una reedición de la retórica incendiaria contra occidente que se deslice en los discursos de los gobernantes rusos, hasta alcanzar grados de paroxismo si, como es previsible, Rusia deja de fingir que es una democracia y aumenta la coerción contra la oposición, abordando el próximo reto electoral a là bielorrusa, un escenario plausible que le pondría en bandeja a Biden usar a Rusia como contraejemplo de los valores liberales que prometió defender en su discurso de investidura. Máxime tras el inmediato precedente de la atípica relación de Trump con Putin, el cierre en falso del Informe Mueller, los cibertaques masivo de origen ruso, y el ‘gish-galloping’ como síntoma de la polarización nacional, todo lo cual forzará presumiblemente a Biden a llevar a cabo un política exterior más performativa que transformadora. Es decir, con más grandilocuencia que acción.
En los próximos años será por lo tanto crítico saber distinguir las palabras de los hechos, y hacer un esfuerzo por entender las motivaciones de la política internacional rusa y sus determinantes domésticos primero, y en reajustar la dialéctica geopolítica occidental después. En ambos casos, en la formulación de un marco de relaciones con Rusia no se pueden disociar los acicates ideológicos de Putin; su credo panruso y antiliberal. Desde este punto de vista se puede entender mejor la reacción de Putin a la Primavera Árabe que desde la estrecha teoría del ‘quid pro quo’ que enarboló la política exterior de Trump. Y esto es así porque la formulación de la política exterior de Putín no la determinan la búsqueda de un equilibrio global de poder, ni las inercias propias de la diplomacia burocrática al uso, a menudo dictadas por intereses económicos nacionales. Por el contrario, la acción exterior de Putin da por amortizadas las pérdidas materiales en las que incurre, y trasciende así el marco clásico de la realpolitik, estableciendo alianzas no sólo con diferentes estados nación, sino con actores que, dentro de los mismos, tengan capacidad para influir en las instituciones y la opinión pública de terceros países, en sintonía con la visión ideológica de Putin. Tal parece haber sido el caso tanto en el n⁰ 10 de Downing Street, como en el 1600 de Pennsylvania Avenue, a juzgar por los indicios conocidos hasta la fecha.
Desde esta óptica, la intervención de Rusia en Siria estuvo marcada por una escuela de pensamiento político ruso cuyo marco de referencia básico explica la política internacional norteamericana en clave de su propensión al derrocamiento de regímenes que supongan un impedimento para la expansión de los intereses corporativos estadounidenses. Es por ello que el Kremlin optó por la opción más onerosa, toda vez que las condiciones en la guerra civil siria se deterioraron desfavorablemente para los aliados de Putin, impeliéndole a emprender una considerable intervención militar sin apoyo doméstico, para apuntalar el Baazismo de al-Assad e impedir el establecimiento de un nuevo régimen respaldado por occidente, que ineludiblemente reduciría la influencia rusa en la política interna de Siria, y por extensión, en el Medio Oriente.
La moraleja que se desprende de las últimas intervenciones militares rusas, desde Siria a Libia, y pasando por Ucrania, es que el tipo de consideraciones y cálculos geopolíticos que habitualmente informan la toma de decisiones estratégicas en las cancillerías occidentales serán de relativamente poca utilidad mientras un Putin que no le hace ascos a las victorias pírricas, por mor de su ideario, siga a las riendas del poder en Rusia, directamente o por interposición. De ahí la importancia de que la nueva administración norteamericana evite caer en la trampa de los juegos de acusaciones y renuncie a una escalada retórica que sólo puede acabar insuflando nueva vida a los partidarios de Putin. Pero la contención verbal será insuficiente, sin mostrarle al pueblo ruso un itinerario alternativo. Una salida que requerirá trabajar con la Comisión Europea, para elaborar una estrategia consensuada, focalizada en ganarse la confianza y el respaldo, a largo plazo, de los ciudadanos rusos, ofreciéndoles una opción atractiva frente al putinismo, que bien podría pasar por poner sobre la mesa el pleno acceso al espacio Schengen y al Mercado Único, como parte de una hoja de ruta para afianzar la democracia liberal en Rusia y enterrar definitivamente la lógica de la Guerra Fría.