
En tiempos de la añorada normalidad, en un pasado no muy lejano, si viajabas a Copenhague descubrías una ciudad fascinante... pero demasiado tranquila. Especialmente por las noches, cuando la gente joven busca el refugio de los bares y pubs y apenas encontraba dos o tres donde descontrolar un poco haciendo gala de la edad y las ganas de diversión. Entonces, a poco que preguntaras por aquí y allá dónde tomar unas copas después de la cena y tal vez bailar un poco, todos te dirigían a los puntos de salida hacía la vecina ciudad de Malmö, muy próxima a la capital danesa, aunque orgullosa y coqueta urbe de un país distinto como Suecia. Si el tiempo de asueto lo permitía, se iban unos días a Estocolmo incluso, que gozaba de más marcha nocturna aún. Los coches cargados de veinteañeros salían en manadas por el puente de Oresund al filo de la medianoche para buscar en tierras suecas lo que la Sirenita no podía ofrecerles, por mucho que la quisieran y apreciaran como propia. ¿Escucharon alguna vez los vecinos de Malmö al Gobierno de su país fustigar a su ciudad por acoger un vergonzoso y etílico “turismo de borrachera”? ¿Insultó el Gobierno sueco alguna vez a los jóvenes daneses por su búsqueda de diversión en sus tierras? ¿Se vieron ridiculizados en la televisión, dibujados en realidad aumentada bailando como haraganes sin oficio ni beneficio que sólo buscan el alcohol y la risotada fácil? Pues eso es exactamente lo que está ocurriendo en España estos días con la llegada de jóvenes franceses y alemanes, que aprovechan para viajar a ciudades españolas gracias a las fronteras abiertas y sin control, tal y como ha decidido el mismo Gobierno que ha abierto la veda de los ataques hacia ellos y hacia una de esas ciudades turísticas: Madrid.
La enésima etiqueta descalificadora que inventa la izquierda española es la del “turismo de borrachera”. Y, como siempre, distingue muy bien a quien se pretende atacar: ni la castigada zona turística de Magaluf ni el superpoblado Benidorm han sufrido estas invectivas, ni siquiera la Barcelona donde este fin de semana hemos visto más borracheras en la calle y en fiestas ilegales, y concentraciones sin distancia de seguridad en la playa de la Barceloneta. La fijación es Madrid. El turismo de adoquín y fuego de contenedores contra la Policía que hemos visto no hace mucho en la Ciudad Condal no es criticable, pese a que entre los detenidos hace tres semanas hubiera italianos y franceses. Lo criticable es que lleguen a Madrid miles de extranjeros para sentarse en las terrazas y beber en los locales abiertos.
Esta vez van demasiado lejos porque atacar de esta forma a la región capital de un país y a su prestigio, con una legión de medios extendiendo el mensaje, nunca es gratuito. Macron no atacaría jamás con semejantes argumentos a París, ni Boris Johnson a Londres, pese a estar gobernados por rivales políticos. No lo harían porque saben que la reputación de sus capitales está muy por encima de las guerrillas políticas, y que desprestigiarlas con ‘sambenitos’ como el del turismo de borrachera además de injusto sería una torpeza de dimensiones incalculables. París y Londres son asuntos de Estado. Anne Hidalgo y Sadiq Khan son los alcaldes socialista y laborista respectivamente de sus ciudades, y los Gobiernos de ambos países son liberal y conservador. Acusar de borrachos a quienes viajen de visita, porque hay cerca unas elecciones locales y así se erosiona al adversario, es una bajeza que da al traste con las esperanzas de un país serio y organizado.
Quien puede impedir que vengan los “borrachos franceses” es el Gobierno que les falta al respeto tratando de hacer daño a la presidenta de Madrid. Hoy mismo puede aprobar por decreto un cierre de fronteras o la realización de controles en el aeropuerto Adolfo Suárez, pero no lo hará. Es más cómodo etiquetar y descalificar.