La economía mundial afronta un periodo de más incertidumbre

Panorama económico tras la pandemia y la guerra

photo_camera AFP/NICOLAS ASFOURI - Un ingeniero muestra un modelo plástico del coronavirus en el Laboratorio de Control de Calidad de las instalaciones de Sinovac Biotech en Pekín, China

Este documento es copia del original que ha sido publicado por el Instituto Español de Estudios Estratégicos en el siguiente enlace.

La COVID-19 y la invasión rusa de Ucrania van a dejar una huella indeleble en la economía mundial, dando entrada a la geoestrategia en la política económica mundial.

Estas crisis no han creado grandes tendencias nuevas, pero han acelerado sobremanera las que ya estaban apareciendo, acentuando de manera dramática el aumento del intervencionismo de los Estados en las economías e incentivando el proceso de digitalización.

Esto supone una modificación, acaso irreversible, de la globalización iniciada tras el final de la Guerra Fría, quedando la integración regional prácticamente paralizada en todo el mundo. También plantea un mundo con más pezones inflacionarios en el medio y largo plazo.

Se han abierto nuevos interrogantes sobre el papel preponderante de Occidente en la economía mundial, la viabilidad del modelo económico de la Unión Europea y, en especial, de Alemania; así como sobre la eficacia del modelo económico chino, algo que antes de la llegada de la COVID-19 era impensable.

Así, la economía mundial, afronta un periodo de más incertidumbre, marcado por la geopolítica, con los líderes siendo menos líderes y las mismas —o mayores— disrupciones causadas por la tecnología que antes de 2019.

La COVID-19 y la invasión rusa de Ucrania han sido dos acontecimientos de una dimensión histórica y, como tales, van a dejar una huella indeleble en la economía mundial. El factor subyacente a todas esas transformaciones es que ambas crisis significan la entrada de la geoestrategia en la política económica mundial, en lo que se ha dado en llamar economía, definida por Stephanie Sanders y Michael Sasso, de Bloomberg, como «una nueva Guerra Fría», dominada por la confrontación entre China y Occidente, en la que «diplomacia, geopolítica, y economía se han fusionado en un complejo campo de batalla1». Eso supone la modificación, acaso hasta el punto de hacerla irreversible, de la globalización iniciada desde la desintegración de la Unión Soviética y el final de la Guerra Fría, y también plantea un mundo con más pezones inflacionarios en el medio y largo plazo. La capacidad del Estado de intervenir en la economía se ha incrementado, pero la gran potencia que representa el capitalismo de Estado en el siglo XXI, China, ha visto su modelo puesto en cuestión, sobre todo por la pandemia.

El tamaño de la crisis

A nivel económico, la COVID-19 y la invasión de Ucrania son dos acontecimientos de una categoría desconocida, literalmente, en un siglo. La última pandemia de dimensiones equiparables a las de Esta —por países afectados, personas infectadas, y fallecimientos— fue la gripe (mal llamada «gripe española») de 1918 a 19202. Encontrar un parangón del cierre de la economía mundial que desencadenó la COVID-19, sin embargo, es imposible. La parálisis económica, además, ha sido mayor en los países más desarrollados, amplificando así su efecto en la economía global. El país en el que los confinamientos han sido más extensos, China, no solo es la segunda mayor economía del mundo, sino que es también, con diferencia, el que más crecimiento aporta al PIB global.

La invasión rusa de Ucrania es el primer conflicto desde la Segunda Guerra Mundial en el que todos los combatientes son economías desarrolladas (aunque de ingresos medios), con la salvedad de las guerras de la antigua Yugoslavia en la década de los noventa, si bien en aquel caso se trataba de países con unos PIB que, combinados, eran solo aproximadamente la vigésima parte de los de la suma de Rusia y Ucrania3. También es el primer conflicto desde 1945 en que el mayor productor de materias primas del mundo, Rusia, está envuelto en una guerra que impacta directamente en su capacidad de extraer, producir, y exportar esos materiales.

En términos del ciclo económico, las consecuencias de las dos crisis han sido una crisis de demanda breve (en los primeros momentos la COVID-19) y dos largas y profundas crisis de oferta (la COVID-19 y Ucrania) en parte superpuestas, que han golpeado algunos de los puntales de la economía internacional, como la deslocalización de empresas (offshoring), las técnicas just-in-time, la creciente complejidad de las cadenas de suministros, la dependencia energética que las democracias tienen de diferentes autocracias, la imagen de eficacia de los países no democráticos para gestionar sus economías mejor que los democráticos y, a un nivel regional, el modelo económico de la Unión Europea.

Crisis para ricos y pobres por igual

Como se ha señalado más arriba, desde la Segunda Guerra Mundial, las grandes guerras y crisis humanitarias —y la crisis sanitaria la COVID-19 puede ser considerada una crisis humanitaria a escala global— habían afectado casi exclusivamente a Estados en la periferia del sistema económico mundial. Esto ha cambiado en el caso de estas dos crisis.

Una crisis humanitaria global

La COVID-19 ha sido la primera vez en la historia de la humanidad en la que se ha producido un cierre simultáneo a gran escala de la actividad económica en la inmensa mayoría de los países industrializados y en vías de desarrollo. Las consecuencias de ello han sido considerables, aunque menores de lo que hubiera cabido esperar en un primer momento, debido a la masiva intervención de los Estados por medio de sus políticas fiscales, monetarias y por la suspensión de parte del marco legal (por ejemplo, en declaraciones de quiebras, suspensiones de pagos y despidos).

Con todo, y pese a esa masiva intervención —acompañada de los organismos multilaterales—, el PIB mundial experimentó en 2020 un declive del 3,1 %, su mayor caída desde la Segunda Guerra Mundial4 5 y, también, la más generalizada, dado que alrededor del 90 % de las economías nacionales experimentaron una contracción de su PIB per cápita6. A eso hay que añadir que la segunda mayor economía del mundo por PIB nominal (o la primera por PIB medido en paridad de poder adquisitivo, o PPA7), China, continuó profundamente sumida en la crisis de la COVID-19 hasta 2023.

Los confinamientos no afectaron a todos por igual. Fueron mucho más intensos en los países que podían asumir su coste, es decir, en el mundo industrializado, reduciendo así el coste en vidas del virus8 pero, a cambio, expandiendo el efecto económico, dado que esos países que se vieron más afectados por los cierres de la actividad son «economías sistémicas», cuya influencia en la actividad económica mundial es mucho mayor que las que no lo son.

El hecho de que sea China donde el cierre parcial de la economía se haya prolongado más —tres años, hasta principios de 2023— ha supuesto un golpe adicional, al limitar la actividad de un país tan clave para la economía mundial que ha aportado nada menos que «entre el 35 % y el 40 % del crecimiento global», según la directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI) Kristalina Georgieva9, es decir, tanto como todas las economías industrializadas juntas (EE. UU., Europa, Canadá, Japón y los demás países desarrollados de Asia como Corea o Taiwán, y Oceanía).

Todo eso ha saltado por los aires con la COVID-19. En 2020, China tuvo su crecimiento más bajo en la serie de estadísticas que el FMI publica sobre ese país: el 2,2 %. Tras un repunte en 2021, en 2022, estuvo cerca de batir esa marca. Este año podría ser todavía peor. El Fondo Monetario Internacional (FMI) teme que en 2023 la economía china crezca menos que la media mundial, una situación «que no ha ocurrido» en más de cuatro décadas, como ha declarado Georgieva10. La debilidad china tuvo un efecto negativo en los precios de las materias primas pero, a la vez, causó una subida de los de los bienes elaborados, de los que ese país es un gran productor y, como Georgieva remarcó en sus declaraciones, contribuyó así a frenar todo el crecimiento mundial. De hecho, todavía en las Navidades pasadas, la mayor empresa del mundo por su valor en Bolsa, Apple, estaba teniendo serios problemas para satisfacer la demanda de su principal producto, el iPhone, debido al efecto de los confinamientos en China sobre su producción en ese país11.

Una guerra con impacto global

Aunque no tan vasta como la COVID-19, la dimensión económica de la guerra en Ucrania ha sido muy significativa. Eso se debe, de nuevo, a que el conflicto ha afectado directa —y, sobre todo, indirectamente— a algunas de las mayores potencias económicas del mundo, por lo que sus efectos se han notado en la totalidad de la economía mundial. Si la COVID-19 no dejó un vencedor claro en el escenario mundial, por razones que se describirán más adelante, algunas economías han salido claramente beneficiadas (EE. UU., China, los grandes productores de petróleo y gas, y también los exportadores de materias primas, como América Latina), mientras otras han sido más perjudicadas (la UE, Japón, Corea del Sur, los países importadores de cereal ruso y ucraniano, y, evidentemente, los dos contendientes). No obstante, ningún periodo de gran inestabilidad mundial favorece de manera absoluta a un país, y todos experimentaron dificultades derivadas de la guerra, aunque en diferente grado (por ejemplo, los altos precios de la energía impactaron en prácticamente todos los importadores).

Para entender el impacto económico de la invasión de Ucrania basta con una frase: desde el final de la Segunda Guerra Mundial, las guerras ocurrían en países en vías de desarrollo, usualmente excolonias. EE. UU., la URSS, Francia o Gran Bretaña eran potencias económicas, pero intervenían en Corea, Argelia, Indochina, Vietnam, Centroamérica, Cuba, Etiopía, Angola, Irak, o Afganistán (tanto en su invasión por la URSS como por EE. UU.), o sea, en países que no lo eran. Tampoco lo era la Argentina de 1982, que se vio envuelta en una guerra muy localizada con el Reino Unido por las Malvinas, o Líbano, que vivió varias guerras y ocupaciones desde 1975 hasta 2006.

Es más: no solo eran economías con un grado de desarrollo bajo sino que, además, estaban poco integradas en el sistema productivo mundial. Eso hacía que su capacidad de contagio a otros países fuera escasa, salvo que exportaran materias primas críticas para la economía mundial, de modo que la paralización de la extracción de esta ocasionara problemas de abastecimiento. Ese fue el caso del embargo parcial petrolero de 1973, y el segundo shock del petróleo causado por la revolución islámica de Irán en 1979.

Con la globalización desatada tras la caída del comunismo en 1991 y la consiguiente integración de la economía mundial, esa tendencia se exacerbó y los conflictos armados quedaron totalmente circunscritos a áreas económicamente irrelevantes. En la década de los noventa, los Balcanes no eran una región significativa desde el punto de vista económico, como tampoco lo eran, por poner algunos ejemplos, Somalia, Sudán, Sudán del Sur, la República Democrática del Congo o Ruanda, mientras que la guerra en Angola nunca afectó a los yacimientos de petróleo del país. En 2003, Irak llevaba más de una década sometido a un durísimo régimen de sanciones que lo había separado del resto del mundo, y el tradicional aislamiento de Afganistán se había hecho total tras la guerra civil que siguió al colapso de la URSS en 1991 y a la llegada de los talibanes al poder en 1996 cuando EE. UU. lo invadió en 2001 tras los atentados del 11 S.

Como se verá más adelante, esta situación había reforzado la creencia de un mundo liberal en el que la integración económica haría obsoletos la mayor parte de los conflictos. Aunque la idea llevaba más de una década cuestionada, aún gozaba de un considerable respaldo en Occidente —y, de manera especial, en la Unión Europa— el 24 de febrero de 2022, cuando los primeros misiles rusos empezaron a caer en Ucrania, demostrando así que dos países desarrollados integrados en la economía mundial pueden verse envueltos en una guerra convencional a gran escala.

Los dos beligerantes eran económicamente relevantes a nivel mundial por su capacidad para producir y exportar materias primas, especialmente energéticas. Eso era especialmente visible en el caso de Rusia, cuyo PIB nominal era, antes del inicio de la guerra, unas nueve veces el de Ucrania. El fallecido senador estadounidense y candidato a la presidencia John McCain había resumido el poder económico de ese país con efectivo sarcasmo cuando calificó a Rusia en 2015 como «una gasolinera disfrazada de país»12. En realidad, se quedó corto. Rusia es la gasolinera, la huerta, la mina y la fábrica de fertilizantes de gran parte del mundo y, muy especialmente, de Europa. Cuando se suma Ucrania a la ecuación, el impacto es todavía mayor.

En 2020, Rusia era el mayor exportador de gas natural del mundo, el segundo de petróleo, el tercero de carbón, el cuarto de aluminio, y estaba entre los cinco primeros en acero, níquel, paladio y cobre. Rusia y Ucrania acumulaban el 60 % de las exportaciones mundiales de aceite de girasol, el 29 % de las de trigo, y el 19 % de las de maíz. Además, Rusia era, antes del conflicto, el mayor exportador de fertilizantes del mundo, una industria en la que su aliado, Bielorrusia, que también ha sufrido sanciones comerciales, también sobresale. Así pues, la devastación causada por la guerra, sumada a las sanciones económicas impuestas por las democracias que apoyan a Ucrania, han cerrado en parte el acceso de la producción rusa y ucraniana de materias primas — especialmente energéticas y alimenticias— al resto del mundo, hasta el punto de obligar al racionamiento de energía en algunos países. Varios países en vías de desarrollo de Oriente Medio, África y Asia, que dependen de Rusia y Ucrania para la importación de alimentos —como Túnez, Líbano, o Egipto— han tenido que adoptar medidas extraordinarias o pedir ayuda a instituciones internacionales para evitar hambrunas.

Así es como la invasión de Ucrania ha ocasionado la mayor crisis energética global en más de 40 años, desde el segundo choque del petróleo, en 1979, y en una crisis de distribución de alimentos prácticamente sin precedentes en tiempo de paz en la historia moderna. Al igual que con la COVID-19, el mayor impacto económico lo han sufrido los países ricos, pero el coste humanitario de más envergadura ha recaído sobre los países más pobres.

Una época de transformaciones

Los grandes acontecimientos históricos no ocurren en un vacío. Esto es también válido para analizar el efecto económico de la COVID-19 y de la guerra de Ucrania. Ambos han ocurrido en un contexto histórico de transformación profunda del sistema económico mundial, en el que se configura un siglo XXI muy diferente de su predecesor debido a cinco factores:

  1. La continuada pérdida de peso relativo de las economías industrializadas que llevaban liderando el mundo desde prácticamente la Primera Revolución Industrial, es decir, desde hacía casi dos siglos y medio. En PIB nominal, las economías avanzadas todavía suponían el 59,3 % del PIB mundial en 2019, aunque, si se usa el PPA, su cuota caía a poco más del 40 %. De hecho, ya desde 2007, de acuerdo con las estadísticas del FMI, el mundo en desarrollo tiene una cuota del PIB mundial superior a la de los países industrializados. Para explicarlo más claramente: las excolonias, juntas, tienen más poder que las antiguas metrópolis. La clave de ese reequilibrio es, sobre todo, Asia y, dentro de ella, China, ya que Oriente Medio, aunque importante, es comparativamente pequeño, mientras que África parte de un nivel muy bajo, y América Latina parece atrapada en la «trampa de los ingresos medios». Se trata, así pues, del resurgir de Asia —capitaneada por China— más que del mundo en desarrollo.
  2. La reducción de la influencia de las instituciones financieras y de desarrollo internacionales, como el FMI, el Banco Mundial, la OCDE y los diferentes bancos de desarrollo regionales, debido a tres elementos. Uno: el relativo declive antes mencionado de las economías industrializadas que las han dominado. Dos: el aumento imparable de los flujos de capital privado que La continuada pérdida de peso relativo de las economías industrializadas que llevaban liderando el mundo desde prácticamente la Primera Revolución Industrial, es decir, desde hacía casi dos siglos y medio. En PIB nominal, las economías avanzadas todavía suponían el 59,3 % del PIB mundial en 2019, aunque, si se usa el PPA, su cuota caía a poco más del 40 %. De hecho, ya desde 2007, de acuerdo con las estadísticas del FMI, el mundo en desarrollo tiene una cuota del PIB mundial superior a la de los países industrializados. Para explicarlo más claramente: las excolonias, juntas, tienen más poder que las antiguas metrópolis. La clave de ese reequilibrio es, sobre todo, Asia y, dentro de ella, China, ya que Oriente Medio, aunque importante, es comparativamente pequeño, mientras que África parte de un nivel muy bajo, y América Latina parece atrapada en la «trampa de los ingresos medios». Se trata, así pues, del resurgir de Asia —capitaneada por China— más que del mundo en desarrollo.
  3. La reducción de la influencia de las instituciones financieras y de desarrollo internacionales, como el FMI, el Banco Mundial, la OCDE y los diferentes bancos de desarrollo regionales, debido a tres elementos. Uno: el relativo declive antes mencionado de las economías industrializadas que las han dominado. Dos: el aumento imparable de los flujos de capital privado que la actividad de las potencias emergentes, en la inversión en países en desarrollo, tanto directamente (mecanismos de swaps de divisas entre naciones en vías de desarrollo de Asia y Oriente Medio), como a través de nuevas organizaciones fundadas y controladas por China (Banco Asiático de Infraestructuras, Iniciativa Chiang Mai, Belt and Road, grupo de los BRICS, etcétera) o por otros países (Petrocaribe).
  4. Los comienzos del reemplazo de los combustibles fósiles, que han sido la gran fuente de energía desde, de nuevo, la Primera Revolución Industrial, en el siglo XVIII, hacia las renovables, y que, aunque está comenzando, transformará el reparto de poder en la economía mundial.
  5. El cuestionamiento del paradigma de la globalización, fundamentado en el libre comercio, la competencia sin trabas —o con unas limitadas regulaciones del Estado— y la separación entre Gobierno y actividad económica que llevaba siendo, con diferentes grados de adhesión, dominante desde finales de la década de 1970. Este cuestionamiento se ha dado en las áreas donde se originó y en la que se encuentran sus mayores valedores, EE. UU. y Europa. Entretanto, América Latina, tras abrazar esa ideología en las décadas de los ochenta y noventa, parece haberla abandonado en pro de tesis más intervencionistas como parte de la «marea rosada» que domina la región desde 2022. Finalmente, las economías emergentes de Asia y el golfo Pérsico tienden al dirigismo del Estado más que las potencias industriales.
  6. La ralentización china, que comenzó antes de la COVID-19, aunque ha sido agravada por esta. El crecimiento del PIB de ese país no alcanza los dos dígitos desde hace más de una década, y ha caído a niveles de entre el 4 % y el 6 % anual, a medida que la economía madura y realiza una transición —normal en una nación que está alcanzando un nivel de ingresos medios—, de un modelo de crecimiento basado en la exportación y en la industrialización a otro centrado en el consumo y en el sector servicios.

El impacto a corto plazo: tres crisis superpuestas

El efecto de la combinación de la COVID-19 y la guerra sobre el ciclo económico ha sido una concatenación de tres crisis: una de demanda y dos de oferta, en parte superpuestas. La primera, causada por la pandemia, fue provocada por los confinamientos, que hundieron la demanda de bienes de consumo duraderos, como automóviles o electrodomésticos, y de ciertos servicios como la hostelería y el turismo. Si el parón económico provocado por la COVID-19 no tiene precedente histórico en tiempo de paz, como se explicó antes, la respuesta de los Estados tampoco. La masiva intervención monetaria y fiscal de los Estados, frecuentemente con transferencias de rentas directas a los consumidores y a las empresas y con la suspensión temporal de la legislación en materia de despidos, suspensiones de pagos y quiebras, evitó el colapso total de la economía global.

Las crisis de oferta fueron dos. La primera, también causada por la COVID-19, se debió al cierre de los centros de producción, en especial del sector secundario, más intensivo en trabajo y, por consiguiente, más vulnerable a los confinamientos, mientras que la mayor parte de los servicios pudieron seguir operando mal que bien, debido a los avances tecnológicos, como el comercio electrónico, el teletrabajo o el fintech.

La segunda crisis de oferta fue causada por la invasión de Ucrania, y llegó cuando la COVID-19 aún no había sido totalmente superada, con la economía mundial reabriéndose aún. Su mayor golpe fue en lo que los anglosajones denominan el «complejo de las commodities», es decir, en las materias primas. En el caso del petróleo fue espectacular. La llegada de la COVID-19 no solo hundió la demanda, sino que coincidió con una guerra de precios entre Arabia Saudí y Rusia que llevó en el nodo de almacenamiento de Cushing, en Oklahoma (EE. UU.), a hacer necesario pagar para entregar petróleo13.

Crisis de consecuencias largas

El problema no es solo que haya crisis; también lo es de qué tipos sean esas crisis. La escasez de demanda puede corregirse —al menos en teoría— con políticas expansivas monetarias y fiscales, como se demostró en la que sobrevino con la COVID-19. La escasez de oferta es más problemática. Sea porque las fábricas están cerradas, porque abrirlas lleva tiempo, porque Rusia no exporta gas y otras materias primas —o no permite exportar cereal a Ucrania—, o, simplemente, porque el mercado teme disrupciones y hace que los precios suban, esta crisis de oferta —como todas las crisis de oferta— conlleva escasez y, con ella, subidas de precios. Eso no solo significa que se crezca menos y que los precios sean más altos —como sucedió en EE. UU. y Europa en 2021 y 2022— sino que el crecimiento futuro será menor.

Ese va a ser uno de los legados más perdurables de esta crisis, como se analizará más adelante. La última ocasión en la que el mundo se tuvo que enfrentar a shocks de oferta fue en los setenta, cuando las crisis del petróleo de 1973 y 1979 generaron una oleada de estanflación —hiperinflación y recesión— que marcó la década. Ahora, ha sufrido dos shocks de oferta en dos años consecutivos y, en cierta medida, superpuestos.

Esa oleada de inflación también ha puesto de manifiesto los límites de las expansiones fiscales y monetarias de los Estados, sobre todo en lo que se refiere a la inflación. La subida de los precios en EE. UU. es un efecto indirecto de la COVID-19, agravado por las tensiones en los precios de las commodities y de la energía causados por Ucrania. En la UE es, por el contrario, consecuencia sobre todo de la crisis de la energía desatada por la invasión. Esas divergencias no son más que un reflejo de cómo se afrontan las crisis a cada lado del Atlántico. En Estados Unidos, pese a su habitual énfasis en el no intervencionismo del Estado en la economía, el Gobierno tiende a actuar sobre esta en caso de crisis con políticas fiscales y monetarias expansivas, como quedó de manifiesto de manera dramática en 2008 durante la crisis de las «hipotecas basura».

El resultado es que Washington lanzó, tanto con Donald Trump como con Joe Biden, 5 billones de dólares (4,66 millones de euros, o el equivalente a aproximadamente el 20 en 2021 y 2022 a una serie de iniciativas de más gasto de Biden para aumentar la inversión en infraestructuras y acelerar la transición energética15. Cuando esa inyección fiscal se sumó a la de la Reserva Federal, y a una coyuntura marcada por la reapertura de la actividad y los cuellos de botella en las cadenas de suministros, y las tensiones en el precio de la energía por la invasión de Ucrania, se produjo una tormenta perfecta sobre los precios.

En Europa, donde se propugna un modelo «social de mercado» en el que los poderes públicos juegan un papel más relevante en la actividad económica, los Estados y las instituciones comunitarias son mucho más lentas a la hora de responder a las crisis, como ya quedó de manifiesto en la crisis del euro de 2010 a 2014. La ayuda extraordinaria de la UE para la recuperación tras la COVID-19 asciende tan solo a millones de euros, es decir, el 5 % del PIB del bloque, y, aunque los diferentes Gobiernos han lanzado todo tipo de iniciativas para limitar el efecto de la COVID-19, primero, y de la guerra de Ucrania —que ha tenido un impacto mucho más directo en la UE que en EE. UU.—, después, la intervención de los Estados ha sido, en general, mucho menor. Los problemas de inflación en Europa son más profundos, porque revelan una falla fundamental en su modelo económico, en especial del de Alemania, basado en la importación de gas natural de Rusia.

Pero, en general, todas las economías mundiales —con la excepción de Asia, que se ha librado de la hiperinflación— van a salir de la crisis bordeando la estanflación. Los países en vías de desarrollo están teniendo que pagar más por todo y están sufriendo problemas de financiación a medida que los tipos de interés en EE. UU. suben. El peor escenario —la estanflación pura y dura— se ha evitado. Pero, aun así, la COVID-19 más Ucrania van a causar problemas durante años. Estados Unidos y la Unión Europea han tenido que aceptar un trato al que no se habían sometido desde hacía cinco décadas y media: asumir más paro y menos crecimiento —acaso, recesión— a cambio de controlar los precios. Y los países en vías de desarrollo han visto su capacidad de financiarse pulverizada por el efecto combinado de las subidas de precios y de los tipos de interés de EE. UU. El resultado es que este año un tercio de la economía mundial estará en recesión16.

¿Qué han cambiado estas crisis?

Un golpe real con consecuencias psicológicas

El principal impacto de la guerra de Ucrania y de la COVID-19 ha sido sobre la idea dominante en la economía política en las últimas tres décadas: la globalización. Es un cambio trascendental. La idea de la globalización lleva dominando el debate económico y político desde el colapso de la Unión Soviética hace 31 años. Aunque su validez había sido cuestionada en la última década, primero a raíz de la crisis de las «hipotecas basura» en EE. UU. y del euro en la UE, y después por el surgimiento de diferentes Gobiernos, partidos y movimientos políticos en Europa, Norteamérica y América Latina que la rechazan en mayor o menor grado, no había una alternativa a la globalización.

Paradójicamente, la COVID-19 y la guerra de Ucrania tampoco han creado esa alternativa. Nadie defiende hoy el cierre de las fronteras, o el final del comercio o de las inversiones internacionales. Pero lo que sí es dominante hoy es la idea de que esas tendencias comerciales, financieras, económicas y hasta culturales que forman parte de la globalización deben ser supervisadas por los Estados. No se trata, en absoluto, de un regreso a la autarquía, sino de admitir la necesidad de que los Estados nación —a veces, en combinación con organizaciones internacionales que presten un apoyo auxiliar— ejerzan un control efectivo sobre la globalización. Eso conlleva someter la actividad económica mundial a la geopolítica, de modo que la deslocalización industrial, el libre tránsito de personas, y los flujos de inversión —tanto directa como indirecta— deberán llevarse a cabo conforme a las regulaciones —sean éstas firmes e inamovibles o ad hoc— de los Gobiernos, porque afectan a los intereses vitales de los países.

Es, como se ha expresado más arriba, un cambio trascendental. Hasta que la COVID- 19 prorrumpió con toda su fuerza, era casi un axioma proclamar que la integración económica internacional constituía un factor crítico de paz y estabilidad mundiales. Cierto: cada vez había más voces que se oponían a esa tesis, amparándose en todo tipo de argumentos, desde su supuesto papel en las desigualdades de ingresos en las economías desarrolladas hasta su fracaso en conseguir la democratización de China y Rusia (precisamente, los países protagonistas de las crisis que nos ocupan), pasando por su supuesta insostenibilidad medioambiental. Pero esas críticas, aunque vigorosas, distaban de ser el consenso de las élites.

Así, el periodo 2020-2023 ha sido, debido a la COVID-19 y a la invasión rusa de Ucrania, el momento en el que el discurso dominante sobre la economía política internacional ha cambiado, al reconocer que la globalización de la economía debe someterse a los Estados y a sus realidades geopolíticas. Prácticamente por primera vez en tres décadas, se ha admitido públicamente que la eficiencia económica y la seguridad nacional no van de la mano, y que la primera está supeditada a la segunda, y por razones de fuerza mayor. Estas crisis han generado la idea de la globalización no es útil para gobernar el mundo global, e incluso puede agravar los problemas en caso de crisis.

La COVID-19 y la invasión de Ucrania han dejado claro que la globalización es frágil y, acaso, también peligrosa. Su flexibilidad no es tan grande como se suponía. El sistema de abastecimiento energético mundial, la oferta de alimentos, o la cadena de suministros —todos ellos parte crítica de las arterias por las que circula el crecimiento y la riqueza en el siglo XXI pueden ser muy vulnerables a las fracturas catastróficas. Así pues, el cuestionamiento de la globalización no obedece, como antes, a factores ideológicos (extensión del capitalismo por todo el mundo), políticos (transferencia de tecnología y riqueza de EE. UU. a competidores como la UE y China) o éticos (sostenibilidad), sino más bien pragmáticos.

Es un cambio fundamental, que tardará años en aplicarse de manera plena, en lo que constituirá un proceso cuya profundidad y ramificaciones son imposibles siquiera de adivinar hoy. Pero es un cambio que ya ha empezado. Con la COVID-19 y la guerra en Ucrania los Estados han impuesto medidas de control de las economías nacionales —y también de la economía internacional que antes de esas crisis hubieran sido inimaginables.

Las exportaciones de petróleo de Rusia han sido sometidas a un control de precios por parte del G7 y la UE; varios bancos de ese país han sido expulsados del sistema de pagos SWIFT; los Gobiernos han competido activamente, utilizando todo tipo de estratagemas, para conseguir productos de primera necesidad que en ocasiones eran bienes tan básicos como mascarillas quirúrgicas con las que frenar la propagación del virus, o han bloqueado la exportación de material médico; el libre tránsito de personas ha sido suspendido a nivel mundial por la COVID-1917 y, finalmente, han aparecido una serie de estrategias a largo plazo de política económica —entre las que destaca el friendshoring— destinadas a reforzar la seguridad nacional a costa de la eficiencia económica.

No se trata solo de las grandes tendencias macroeconómicas. También la gestión de empresas está cambiando en sus niveles más básicos. La idea de que había que mantener el mínimo de stocks posibles o de que era necesario tener grandes y complejas cadenas de suministros dispersas por el mundo para abaratar costes y mejorar la eficiencia, que habían adquirido carácter de actos de fe en sectores tan diversos como la automoción, el farmacéutico o el de productos electrónicos de consumo, está ahora vista como excesivamente peligrosa. Hoy es preciso tener cadenas de suministros cortas, en países aliados e incluso amistosos —el friendhshoring antes citado— o, directamente, en el mercado final, y mantener almacenados stocks en previsión de periodos de escasez.

En el terreno de las realidades prácticas, eso tiene un triple efecto. El primero es sobre la política económica; el segundo, sobre el mercado de la energía; y el tercero, sobre el comercio mundial, aunque hay otros componentes difíciles de evaluar por el momento, como, por ejemplo, el futuro papel del dólar como moneda de reserva, sobre el que se ha basado toda la economía mundial en las últimas ocho décadas. Finalmente, queda la cuestión de a quién ha favorecido y a quién han perjudicado estos tres convulsos años. Las próximas páginas tratarán de analizar todos estos elementos. Pero, antes de entrar a analizarlos, es necesario un somero examen de lo que es la globalización, un término que no por manido es menos vago.

La crisis de los 40 de la globalización

Hace justo cuatro décadas, en mayo de 1983, el profesor de Harvard Business School Theodore Levitt popularizó la palabra globalización en un artículo en la Harvard Business Review18. Era una visión mucho más modesta del término que la que luego este iba a adquirir, ya que se limitaba a definir la tendencia a la estandarización de los bienes y servicios producidos por las empresas, que hacía que cada vez más artículos idénticos fueran consumidos sin ninguna modificación en cualquier país del mundo.

Poco después, el dinamismo de los llamados «tigres asiáticos», la extensión de las políticas de estabilización económica en América Latina y, sobre todo, la caída del comunismo y la apertura de la antigua Unión Soviética y sus satélites al libre mercado y a la democracia (aunque con notables dificultades y excepciones), transformaron el concepto de globalización en una dinámica totalmente diferente y mucho más ambicioso que fue resumido por el FMI en 2000 en función de cuatro elementos19:

  1. Comercio.
  2. Movimientos de capital e inversiones.
  3. Movimientos de personas y migraciones.
  4. Diseminación del conocimiento.

Desde que el 31 de diciembre de 2019 las autoridades de Wuhan, en China, admitieron oficialmente la existencia de un virus respiratorio, estos rasgos se han revelado no solo como insuficientemente eficaces para combatir los problemas económicos causados por la COVID-19, primero, y por el conflicto de Ucrania, después, sino incluso como un factor multiplicador de estos. Es más: en el caso de la COVID-19, la integración de la economía mundial ha jugado un papel crítico en la mera existencia del problema: menos de tres meses después del reconocimiento oficial del virus, este se había extendido por todo el mundo gracias al tráfico aéreo.

En un sistema interrelacionado, los shocks se han extendido rápidamente. En la primera mitad de 2020, el comercio mundial (el primer elemento en la taxonomía del FMI) sufrió un súbito colapso seguido luego de una rapidísima subida aunque con «cuellos de botella», dificultades logísticas y distorsiones de otro tipo debidas a las sanciones a Rusia y, en menor medida, a su aliada Bielorrusia (curiosamente, la recuperación del comercio de servicios ha sido mucho más lenta)20. Esas mismas sanciones han impactado también en los movimientos de capital e inversión —tanto de cartera como directa—, que están siendo golpeados además por la legislación de EE. UU. (leyes CHIPS e IRA) y la Unión Europea (Reglamento de Chips de 2022, que deberá ser continuado en 2023) para retener en sus territorios a las grandes empresas tecnológicas fabricantes de microprocesadores avanzados y para impedir que China desarrolle una industria independiente en ese sector, en unas decisiones cuyas bases teóricas son anteriores a la guerra de Ucrania y a la pandemia, pero que se han visto aceleradas por el contexto de competición estratégica que esas crisis ha reforzado.

Esa situación de debilidad ha llegado al extremo de hacer que pequeños incidentes que en circunstancias normales se hubieran tomado a un nivel anecdótico sean ahora vistos como señales de la proclividad al desastre de los actuales modelos de relación comercial. Eso quedó de manifiesto en marzo de 2021, cuando, en un entorno de extrema debilidad de la cadena de suministros mundial debido a la lentitud de la reapertura de la actividad tras los peores momentos del confinamiento, el portacontenedores Even Given se atravesó en el canal de Suez, cerrando esa vía de tráfico marítimo y causando un atasco de decenas de navíos con miles de millones de dólares de carga. «El Even Given ha dado una lección para todos aquellos que dependen del transporte marítimo: No tomen el suministro de bienes por garantizado», escribió entonces Elizabeth Braw, del think tank American Enterprise Institute en la revista Foreign Policy21. El corolario de todo ello es que, si un solo barco puede detener una parte significativa del flujo de mercancías en el mundo, es lógico cuestionar las razones por las que hay que confiar en un sistema tan vulnerable.

Pero, de los cuatro puntos definitorios de la globalización propugnados por el FMI, no solo comercio e inversión han sido puestos en cuestión por estas dos crisis. Lo mismo cabe decir de los otros dos: movimientos de personas y diseminación de conocimientos.

Los movimientos de personas y migraciones, que ya eran un aspecto clave en el debate sobre la globalización, han continuado, esta vez con la llegada de millones de ucranianos a otros países europeos, si bien las reacciones de rechazo han sido menores debido a la proximidad cultural, religiosa y racial de los recién llegados. China, entretanto, ha cerrado durante tres años sus fronteras a prácticamente todos los extranjeros, logrando así algo que en 2019 hubiera parecido un imposible: que fuera virtualmente imposible viajar —por negocios o por turismo— a la segunda mayor economía del planeta y al país más poblado de la Tierra.

Por último, la diseminación del conocimiento, aunque es un concepto más ambiguo, también ha sufrido. La COVID-19, en particular, ha planteado cuestiones incómodas, como si es posible tener un intercambio de ideas y conocimientos con países autocráticos que controlan la información de manera sistemática, como es el caso de China, que ha sido acusada de ocultar información sobre la gravedad de la COVID-19 en los primeros meses de la crisis, e incluso de mentir al no reconocer que el coronavirus salió de un laboratorio militar de ese país. Es una tesis que ningún Gobierno defiende, pero que no por ello ha dejado de circular en redes sociales y ciertos medios de comunicación. Igualmente, Rusia achacó a problemas técnicos el progresivo recorte de gas natural a Europa iniciado a finales de 2021, cuya finalidad era crear una crisis energética en el Viejo Continente en caso de que —como acabó sucediendo— este apoyara de manera inequívoca a Ucrania.

Así es como en estos tres años, ha quedado en evidencia la tremenda fragilidad del sistema económico internacional, desde las cadenas de suministros hasta, por supuesto, el flujo de materias primas energética, mineral y de alimentación, o de vacunas y material sanitario. La crisis de las «hipotecas basura» de 2008 en EE. UU. y la del euro de 2010 a 2014 en la UE pusieron de manifiesto la fragilidad de los sistemas financieros de los países más avanzados del mundo e hicieron que la ciudadanía viera como una posibilidad muy real una nueva gran depresión o un colapso económico.

De hecho, la crisis de 2008 marcó el inicio del declive de la globalización. Si se sigue de nuevo el esquema del FMI y se analiza el comercio mundial, se constata cómo este había pasado de crecer del 1,2 % anual en el periodo 1978-1992, a hacerlo al 3 % en el 1993- 2007 y, a continuación, a desplomarse a un mínimo 0,04 % de 2008 a 2021. El cuestionamiento de la globalización no es, así pues, un mero fenómeno político representado por el trumpismo, el Brexit, los movimientos bolivarianos o Georgia Meloni, sino una realidad económica que comenzó antes de que las dos grandes crisis de la tercera década del siglo XXI —la COVID-19 y Ucrania— lo pusieran en la primera página de los periódicos o en las home de las webs de noticias.

Porque, además, no es que el comercio —y su pariente cercano, la inversión extranjera directa— esté en declive; es que se ha convertido, de cara a una parte de la opinión pública, en un elemento de vulnerabilidad a través del cual se importan crisis económicas y de salud, y se exportan puestos de trabajo y salarios altos. Es una crisis de confianza diferente de la de 2008 en EE. UU. (o de 2010 a 2014 en la UE) porque atañe a cosas reales, como barcos, fábricas, contenedores o automóviles, no fungibles o abstractas como derivados financieros. Ha quedado claro que la llamada «economía real», como contraposición a la «economía financiera», también es vulnerable a los shocks externos, y la globalización se ha mostrado incapaz de garantizar el suministro de bienes públicos tan básicos como la salud o el suministro de energía en algunas de las economías más avanzadas del mundo.

Todo esto marca el inicio de un proceso que parece irreversible. La globalización cumple 40 años bajo el signo de la crisis. Tras cuatro décadas, ha quedado claro que no se gobierna ella sola, sino que necesita que los Estados la gobiernen. Es un cambio que podría considerarse como el equivalente a nivel mundial de la crisis de las «hipotecas basura» de 2008 en Estados Unidos, cuando quedó claro que los mercados financieros necesitaban un marco regulatorio e instituciones públicas que los regulasen y, llegado el caso, que los salvasen del colapso.

La gran diferencia es que esas instituciones ya existían en Estados Unidos, donde, además, tenían la capacidad técnica y jurídica para ejercer sus funciones. A nivel mundial no existe nada parecido, más allá del embrionario y poco eficaz multilateral articulado en torno al FMI, los bancos de desarrollo, el Banco Internacional de Pagos de Basilea (BIS, por sus siglas en inglés), la OMC —sometida a una virtual parálisis desde hace años—, los organismos de integración regional y los foros de cooperación global, como el G-7 o el G-20. Ninguna de esas organizaciones es un ejemplo de efectividad y, además, sus acciones se encuentran limitadas por el hecho de que están formadas por Estados que los controlan y deciden sus actuaciones, de modo que siempre están supeditadas a los intereses de los Gobiernos que las controlan.

El mundo que nos espera

Una vuelta a los setenta

La COVID-19 y la guerra de Ucrania van a dejar un entorno macroeconómico radicalmente diferente del que existía antes de que llegaran. Durante dos décadas, el mundo ha temido a la deflación, es decir, a la caída de los precios. Ahora, eso es cosa del pasado. La deuda pública de los países ha crecido de manera dramática, las materias primas de todo tipo son más caras, la transición energética va a tener un coste enorme, la seguridad nacional va a mandar sobre la economía y, por encima de todo, la globalización, que había permitido recortar los costes al deslocalizar industrias a países con bajos costes de producción, está siendo limitada por todos los factores anteriores.

Eso solo significa una cosa: más inflación. A mayor inflación, menor productividad, y a menor productividad, menos crecimiento económico. Es, en buena medida, un retorno al paradigma económico de la década de los setenta, aunque en esta ocasión no se debe exclusivamente a la subida del petróleo, sino a una combinación de factores muy diversos. Sea como sea, el gran reto de política económica en este 2023 para Estados Unidos y la Unión Europea es que la inflación se reduzca —en especial la subyacente, que tiende a ser más persistente— sin provocar una recesión. La última vez que EE. UU. sufrió una recesión por el esfuerzo de la Reserva Federal de controlar la inflación fue nada menos que en 1990, y coincidió con la crisis del petróleo desencadenada por la invasión de Kuwait por Irak.

Estamos, así pues, en una situación como no se veía desde hacía más de tres décadas. Si se examinan las últimas recesiones de EE. UU., todas se debieron a correcciones en los mercados financieros: en 2001 por el estallido de la burbuja de las puntocom del NASDAQ, o en 2008, por la de la burbuja del ladrillo. La de la COVID-19 fue tan breve —apenas tres meses22— que no entra dentro de la definición más aceptada de recesión como «caída de la producción durante dos trimestres consecutivos».

Incluso aunque la guerra terminara ahora mismo, se levantaran todas las sanciones económicas sobre Rusia y la COVID-19 desapareciera milagrosamente, sería imposible revertir la situación a su estado de 2019. La pandemia y el conflicto han alterado la política económica y la geoestrategia, de modo que los nuevos criterios de seguridad van a seguir siendo operativos en el futuro, mientras que la idea de la transición energética va a continuar ganando impulso.

Eso, además, se suma a los problemas que derivados de dos décadas de infrainversión en materias primas y, en especial, en energías fósiles, ha quedado claro que la economía global necesita más inversión en esos terrenos. El problema es que eso lleva tiempo y, en un momento en el que los principios ESG (Environmental, Social, and Corporate Governance) se están extendiendo a la hora de valorar inversiones, la oferta de commodities de todo tipo parece destinada a crecer por debajo de la demanda.

Finalmente, parece improbable que se produzca un shock de oferta que permita compensar los problemas generados por esta nueva situación. Durante la mayor parte de las cinco últimas décadas, los avances tecnológicos han generado resultados decepcionantes en términos de productividad, en una situación resumida por el célebre «aforismo de Solow», que toma su nombre de su creador, el premio Nobel de Economía Robert Solow, quien ya en 1987 afirmó que «la era de las computadoras está visible en todas partes menos en las estadísticas de la productividad»23.

El crecimiento de la productividad en Occidente empezó a declinar en términos generales a principios de la década de los setenta, coincidiendo con el primer shock del petróleo y, con la excepción del periodo 1995-2005, marcado por la llegada y la extensión de Internet, se ha mantenido en niveles bajos —y, en el caso de algunos países, como EE. UU., incluso decrecientes—. Si eso se debe a problemas para medir de manera fiable la productividad o, por el contrario, es un reflejo de la realidad, permanece abierto para el debate. Pero lo cierto es que en la revolución tecnológica no parece haber una relación clara entre tecnología y eficiencia en términos macroeconómicos. La COVID-19, además, no parece haber abierto nuevas avenidas de avance científico y tecnológico que den resultados en el corto plazo24 y algunas de sus innovaciones más celebradas — como el teletrabajo— podrían actuar incluso en contra del aumento de la productividad, al reducir el intercambio de ideas que se da de manera casi espontánea en los centros de trabajo25. Finalmente, gran parte del I+D se está desviando del descubrimiento de nuevos productos al desarrollo de redes de resiliencia y a la reestructuración de las cadenas de suministros.

Zoom, WebEx, Skype y las demás apps que nos permitieron conectarnos durante la crisis, y Amazon, Uber Eats, GrubHub y las otras empresas que nos permitieron seguir llevando a cabo una vida lo más normal posible en aquellas dramáticas circunstancias no han tenido un efecto importante sobre la actividad económica, aunque nos permitan trabajar desde casa u ordenar cualquier tipo de comida a domicilio. Paradójicamente, su efecto beneficioso en el corto plazo no parece haberse traducido, al menos por el momento, en un shock de oferta, pese a que parecen contar con las características necesarias para ello. Entretanto, el teletrabajo se ha extendido, pero dista de ser una fórmula aceptada, en primer lugar y, en segundo, que aparte de un beneficio económico significativo a las empresas y trabajadores, aparte de la comodidad de trabajar desde casa o el ahorro en alquiler de oficinas, el «boom post-COVID» nunca se ha producido.

El final de la «paz capitalista»

La guerra de Ucrania ha sido la sentencia de muerte de la frase —mitad humorada, mitad aforismo— de Thomas Friedman de que «dos países que tienen McDonald nunca han ido a la guerra uno contra otro»26. La idea, todo hay que decirlo, había hecho agua nada más ser formulada. No habían pasado tres años y medio desde que fue formulada cuando la OTAN (formada por 19 países, la mayoría de ellos con presencia de McDonald, y liderada por el país en el que esa empresa tiene su sede social, EE. UU.) bombardeara Serbia, donde esa cadena de restaurantes de comida rápida también tenía locales. En 1999, India y Pakistán fueron a la guerra de Kargill; en 2006, Israel invadió Líbano; en 2008, Rusia hizo lo propio con Georgia, y en 2014 con Ucrania, a la que volvió a invadir en 2022. Todos esos países tenían McDonald en el momento en el que comenzaron las hostilidades. Paradójicamente, Rusia ahora no los tiene, como consecuencia de la reacción internacional desatada tras su segunda invasión de Ucrania.

Con todo, la idea general de Friedman seguía considerándose válida en términos generales. No era que los McDonald fueran una fuerza de paz, sino que el capitalismo liberal lo era. Era la tesis de una «paz liberal» o «paz capitalista», como algunos la definieron, y que viene resumida acaso con menos elocuencia pero con más precisión que en el artículo de Friedman en el archifamoso El final de la historia27, de Francis Fukuyama, que concluía proclamando que el triunfo del capitalismo liberal de Occidente «será un periodo muy triste. La lucha por el reconocimiento, la voluntad de arriesgar la vida de uno por un objetivo puramente abstracto, la lucha ideológica mundial que convocó la audacia, el coraje, la imaginación y el idealismo, será reemplazado por el cálculo económico, la resolución interminable de problemas técnicos, la preocupación por el medio ambiente, y la satisfacción de sofisticadas demandas de los consumidores». La guerra, venía a decir Fukuyama en 1989, se iba a convertir en una cosa del pasado gracias a la extensión de la democracia liberal y del modelo de libre mercado a todo el mundo. Era, de otra manera, el paradigma de la globalización.

Eso ha desaparecido con la invasión de Ucrania y, en cierto modo, ha sido puesta en cuestión por la COVID-19. Hasta ahora, se daba por hecho que la interconexión de la economía mundial no solo era beneficiosa desde el punto de vista material sino que era un factor de paz, progreso y estabilidad. Esta suerte de paz kantiana iba en consonancia con las ideas del liberalismo en las relaciones internacionales y su teoría de la paz democrática. La idea de que la convergencia económica llevará a la paz y la paz llevará a más convergencia económica se ha desacreditado. China no se ha democratizado por abrir su economía. Más bien al contrario.

En los últimos ocho años, a medida que su poder económico se expandía, el control político y social de Pekín se endurecía. Algo parecido cabe decir de Rusia, cuya adopción del libre mercado no ha dado lugar a una democracia. Ambos países, además, han demostrado no compartir en sus relaciones internacionales los valores de las sociedades abiertas liberales por las que Fukuyama profesa admiración. Rusia negó que fuera a invadir Ucrania hasta el mismo momento en el que lanzó los primeros misiles contra Kiev.

Y, como se ha comentado antes, China minimizó la importancia de la COVID-19, y hoy en día aún no está claro el origen del virus. Ha quedado claro que comerciar y tener relaciones de inversión con autocracias no garantiza la paz.

Eso no quiere decir que la integración económica no conlleve una reducción del riesgo de guerra, como han propuesto Mearsheimer (1990)28, y Waltz (2000)29. De hecho, una de las razones de la invasión de Ucrania por Rusia fue el acercamiento de ese país a la Unión Europea. Pero, para ello, esta debe estar basada en acuerdos entre Estados soberanos. Y, como se ha comentado más arriba, ninguno de ellos defiende ya la liberalización comercial per se, ni la deslocalización sistemática de plantas productivas, alegando que los beneficios de esas medidas exceden con mucho los costes. Las tensiones hoy son entre países con modelos económicos similares, aunque las potencias revisionistas —otros dirán emergentes— como sobre todo China, pero, también, Rusia, Arabia Saudí, e Irán, tienden a seguir un modelo más de «capitalismo de Estado» que el de las potencias establecidas, sobre todo las occidentales. Con todo, todos los países profesan sistemas económicos relativamente parecidos y las diferencias entre sus modelos de sociedad son menores que durante la Guerra Fría o durante la llamada guerra contra el terrorismo. Los McDonald no han traído la paz que preveía Thomas Friedman ni, tampoco, el aburrimiento que tanto preocupaba a Francis Fukuyama.

Menos integración regional

La integración regional había sido una de las claves tanto de esta «paz capitalista» como de la globalización económica. Su lógica no solo se basaba en el concepto de la gravedad en la economía (que postula que la proximidad geográfica, junto con otros factores, determina la intensidad de las relaciones comerciales entre los países), sino también en el efecto que la integración económica europea tuvo en la paz del continente, tanto en la resolución del permanente conflicto entre Alemania y Francia como en la transición hacia la democracia y el libre mercado tras el colapso del Muro de Berlín. La UE y el euro fueron, de hecho, el modelo de integración para el mundo en desarrollo, hasta que la crisis de 2010-2014 hizo que su atractivo se desplomara en favor de otros tipos de acuerdos, como asociaciones informales de swaps de divisas30, o pactos comerciales con China. Esos swaps de divisas se han convertido en lo que podría ser el inicio de la caída del papel del dólar estadounidense en el sistema financiero internacional, un peligro para Estados Unidos agravado por el hecho de que Rusia está vendiendo a países como India y China petróleo denominado en las divisas de esos países, y no en dólares. Aunque se trata de operaciones limitadas y excepcionales, indican una caída del poder del billete verde, que puede tener también su impacto en la efectividad de las sanciones que Estados Unidos ha impuesto a países a los que considera hostiles en las últimas dos décadas31.

Paradójicamente, la guerra de Ucrania se desató en gran medida por el temor de Rusia al éxito del modelo de integración de la Unión Europea, que era cada día que pasaba más atractivo para Kiev, en un momento en el que la UE aún está recuperándose del trauma del Brexit y, en general, existe una frialdad creciente en el mundo hacia los acuerdos de integración económica y comercial. La idea de que un político gaste capital político hasta el punto de poner en peligro su presidencia y destruir su mayoría en el Legislativo por un tratado de libre comercio, como hizo Bill Clinton en 1993 cuando envió a su vicepresidente, Al Gore, al Senado a deshacer el empate entre partidarios y detractores del NAFTA (el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, entre Estados Unidos, Canadá, y México) se antoja inconcebible.

La continuación del progreso en la integración regional ha quedado prácticamente paralizada en todo el mundo, y cuando se ha hecho —fundamentalmente en el caso de la adhesión de Ucrania a la Unión Europea— ha sido supeditada a las urgencias estratégicas ineludibles causadas por la invasión de ese país. El Acuerdo de Asociación Transpacífica (TTP) que había sido negociado por el Gobierno de Barack Obama, y liquidado por su sucesor, Donald Trump, antes de tener siquiera la posibilidad de ser votado en el Senado de Estados Unidos (donde su ratificación distaba de estar garantizada), ha sido sucedido por el equipo de Joe Biden por una iniciativa mucho más modesta, el Marco para la Prosperidad en el Indopacífico, en el que prácticamente lo único que se discute es la armonización de reglas y estándares para así reforzar los vínculos de los aliados de EE. UU. y crear un muro de contención contra China mucho más modesto que el TTP.

Finalmente, la Unión Económica Euroasiática, dominada por Moscú, ha vivido un cierto éxito debido a la entrada de Irán. Pero ese triunfo se debe más al pragmatismo político y estratégico que a los éxitos de ese grupo, y además se ha visto empañado por las crecientes tensiones entre los países miembros y Moscú debido a la invasión de Ucrania y a las amenazas rusas de controlar el flujo del petróleo de Kazajistán hacia Europa. Todas esas iniciativas son un pálido reflejo de las que se estaban dando hasta hace apenas cinco o seis años. Y no deja de ser notable que la guerra de Ucrania, desatada en parte, tal y como se ha explicado antes, por el temor de Moscú a que Kiev se sumara al proceso de integración europeo, no haya alterado esta dinámica.

La crisis europea y el reforzamiento de Estados Unidos

Lo mismo ocurrirá con el mercado internacional de la energía, se tenderá a la integración regional con países aliados —el friendshoring antes citado—, y se reducirá la dependencia de las autocracias.
La COVID-19 y, sobre todo, la guerra de Ucrania ha cuestionado el modelo económico de la Unión Europea y han reforzado el de Estados Unidos. Es algo que se debe tanto a la posición geográfica de ambos territorios, como a sus políticas industriales, tecnológicas y energéticas. El resultado es que la UE está teniendo que replantearse su sistema económico, mientras que EE. UU. ha visto la suya reforzada, como un activo estratégico que ha aumentado su resiliencia a estas crisis, en especial a la de Ucrania.

Los problemas de Europa podrían resumirse en una palabra: outsourcing. La UE ha practicado outsourcing de tecnología a Estados Unidos, outsourcing de energía a Rusia, y outsourcing de exportaciones a China. El primero de esos apartados es menos acuciante. El segundo, afecta especialmente a Alemania, la locomotora de la UE, que lleva, ya desde principios de los setenta una política de engagement de la Unión Soviética, primero, y de Rusia, después, a través de la compra de gas natural a ese país. El resultado de esa estrategia, que siempre tuvo la oposición de Washington, es que Alemania ha sido capaz de basar su potencia industrial sobre la base de los suministros de gas natural ruso a bajo precio, que en 2022, a consecuencia de la invasión de Ucrania, dejó de fluir. Finalmente, la política de outsourcing de exportaciones a China —en la que la Francia de Emmanuel Macron apoya a Alemania— es un nuevo punto débil de la economía europea, ya que el gigante asiático crece menos y, además, está llevando a cabo una expansión de sus empresas tecnológicas en Europa que ha levantado las alarmas del Viejo Continente que, sin embargo, se ve atrapado en sus propias contradicciones cuando trata de articular una política común al respecto.

El problema energético es el más acuciante. Europa pudo sobrellevar el invierno de 2022-2023 con un limitado aporte de gas ruso debido a lo benévolo del clima, a la propia torpeza de Putin al suspender las exportaciones de gas a la UE cuando esta ya había hecho acopio de reservas, y a la adquisición acelerada de gas natural licuado (LNG, según sus siglas en inglés), que se ha visto acompañada de la construcción de terminales de descarga de esa fuente de energía en tiempo récord en Alemania. Con todo, la industria alemana ha sufrido la escasez de gas ruso y, lo que es más preocupante, tal y como ha señalado la Agencia Internacional de la Energía (IEA, según sus siglas en inglés), persiste la incógnita de si en el invierno de 2023-2024 la UE podrá, de nuevo, salvar la situación.

El problema se agrava por las decisiones políticas. Ni tan siquiera en medio de su mayor crisis energética en cuatro décadas, la UE ha sido capaz de coordinar un plan de acción energético unificado, como ha quedado de manifiesto en el rechazo francés —para proteger a sus centrales nucleares— a la construcción de un gasoducto desde España que permita transportar gas de los puertos de la península ibérica a Centroeuropa. En otras áreas, sin embargo, sí ha dado muestras de cierto pragmatismo. A lo largo del continente existe un creciente consenso en que la energía nuclear es, hoy en día, irreemplazable, y esto se aplica incluso a Alemania, un país que hasta que estalló la guerra de Ucrania estaba firmemente comprometido con el abandono de esa tecnología. Asimismo, la actitud con relación al gas natural se ha flexibilizado considerablemente.

Con todo, Europa afronta una encrucijada en los próximos años: cómo lograr sus objetivos de descarbonización. Aunque nadie duda de que estos van a ser alcanzados, es probable que los objetivos no se alcancen en las fechas previstas, al menos mientras la transición energética se profundiza, porque ni la economía ni la opinión pública están en condiciones de pagar unos inputs energéticos incosteables. La política energética europea es voluntarista, pero la crisis de Ucrania le ha puesto bajo los focos del realismo. No se trata solo de las limitaciones al consumo de combustibles fósiles, es, también, las trabas a la extracción de esos combustibles, manifestadas en la virtual prohibición en numerosos países europeos del fracking, un método de extracción de hidrocarburos que EE. UU. empezó a expandir en torno a 2005 y al que debe desde hace casi una década su total independencia petrolera y su posición como primer exportador mundial de gas natural.

Mientras el consenso político y de la opinión pública coincida en ese rechazo a esas tecnologías y fuentes de energía, la UE deberá seguir buscando alternativas energéticas en las renovables, que están todavía en fase de desarrollo y, además, tampoco garantizan plena autonomía energética.

Las renovables reducen la dependencia de los combustibles fósiles. Pero eso no significa que faciliten una autarquía energética. Minerales como el litio y materiales como las «tierras raras» serán aún más demandados, porque juegan un papel fundamental en esas nuevas tecnologías. Eso abre una ventana de oportunidad para países africanos y latinoamericanos (Bolivia, por ejemplo, tiene las mayores reservas de litio del mundo) para desarrollarse. Pero también presenta peligros bajo la forma del «mal holandés», o sea, la tendencia de un sector de actividad de éxito que requiere poca inversión nacional a fagocitar el resto de la actividad económica de un país. Todo ello sin dejar de lado todos los problemas que ya han experimentado los grandes productores de crudo y gas natural y que llevaron al ministro venezolano del Petróleo y cofundador de la OPEP, Juan Pablo Pérez Alfonzo, a calificar a esa fuente de energía como «el excremento del diablo»32. Por de pronto, en lo que podría considerarse una humorada de pésimo gusto, Elon Musk ya alardeó en abril de 2020 de que «daremos todos los golpes [de Estado] que queramos. Haceos a la idea»33 para controlar el mercado mundial del litio, clave en la fabricación de baterías empleadas por, entre otros, los vehículos eléctricos.

Todos estos problemas no son los de Estados Unidos. La primera economía mundial tiene recursos naturales en abundancia y, aunque está desarrollando las renovables, mantiene una masiva industria de combustibles fósiles que la hace la primera productora de petróleo y gas natural del mundo. Indirectamente, la guerra en Ucrania ha favorecido a EE. UU., al permitirle aumentar en un 60 % sus exportaciones de LNG, y ha obligado al Gobierno de Joe Biden a dar marcha atrás en parte de sus políticas destinadas a fomentar el desarrollo de las renovables a costa de las energías fósiles.

EE. UU. también tiene ventaja en la segunda debilidad de la UE: la digitalización. De hecho, en ese apartado, la UE compite por la segunda posición no con su socio transatlántico, sino con China. Esto ha quedado de manifiesto durante la pandemia, cuando las app que ayudaron a mitigar los efectos económicos del confinamiento fueron, en su inmensa mayoría, estadounidenses. La UE, pese a su retórica, ha sido incapaz de generar un entorno de innovación lo suficientemente dinámico como para generar su propia industria tecnológica. Al contrario, la sucesión de casos legales contra las «Big Tech» estadounidenses, culminados en la Digital Millenium Act (DMA), amenazan con alejar a las grandes tecnológicas de ese país de Europa.

Y, sin Apple, Meta, Alphabet o Amazon ¿quién liderará la tecnología en la UE? Los gigantes de Silicon Valley tienen una respuesta a esa pregunta: las empresas chinas. Y citan la penetración de la red social TikTok como un ejemplo de los posibles futuros líderes de Internet en Europa. Si ese es el caso, la UE podría estar abriendo sus mercados y sus sociedades a unas empresas que tienen conexiones directas con un Estado autocrático —China— que no comparte los valores de Occidente. A ello se suman, además, las tensiones entre Francia y Alemania, por un lado, y Estados Unidos, por otro, acerca de la limitación de las transferencias tecnológicas a China, un sector en el que, de nuevo, Washington lleva ventaja, pero en el que los europeos no quieren perder un mercado clave y, además, ceder ante unos Estados Unidos que, como quedó de manifiesto en la visita de Emmanuel Macron a Washington en diciembre de 2022, también usan la competición estratégica con China para tratar de lograr el liderazgo en toda una serie de industrias que marcarán el futuro del siglo XXI, como las de las energías renovables y los coches eléctricos.

Y ahí está la tercera gran desventaja de la UE en relación con EE. UU.: ambas dependen del mercado chino, porque Europa ha decidido darle prioridad. Eso se ha producido en un momento en el que, por primera vez en cuatro décadas, el PIB chino podría crecer menos que el mundial, en el que Pekín está, además, empleando su creciente músculo económico como una herramienta de política exterior (incluyendo a países de la UE, como Lituania, al que ha sometido a un bloqueo comercial de facto34) para extender su influencia política o rechazar lo que considera intromisiones en sus asuntos internos.

Los problemas de la UE tienen una última derivada: Bruselas ha sido el mayor defensor de la «paz capitalista» o, si se prefiere, «paz liberal» en la última década. Los países europeos han sostenido firmemente que la cooperación económica y la apertura de fronteras eran la mejor vía para lograr un mundo pacífico y próspero. Es la filosofía que estaba tras la paz perpetua con Rusia, y que ha quedado destruida con la invasión de Ucrania. La Europa posterior a la invasión de Ucrania deberá asumir que el comercio internacional y la economía en el siglo XXI estarán sometidos necesariamente a consideraciones estratégicas. Como afirma Rohac (2022):

«En un entorno global benigno, la idea de un naciente siglo europeo dirigido por el poder blando, el progreso, y la extensión mundial de los valores liberales y democráticos podría parecer plausible. Sin embargo, con la invasión rusa de Ucrania en 2014 y 2022, los conflictos en Oriente Medio y en el Norte de África que desataron oleadas caóticas de inmigración a Europa, la emergencia de China como un poder revisionista y las tensiones en la relación trasatlántica, el idilio se ha terminado35».

La incertidumbre de China

Más que la guerra de Ucrania, la pandemia de la COVID-19 ha cuestionado gran parte de las ideas dominantes sobre la economía mundial a todos los niveles. Una de las más importantes es la idea del crecimiento imparable de China. Si bien es cierto que Pekín ha seguido manteniendo altos niveles de expansión económica, su modelo económico no se ha revelado necesariamente mejor que el de los países occidentales. La crisis de la COVID-19 ha durado más en China que en ningún otro país, debido a la obstinación del Gobierno de Xi Jinping en rechazar las vacunas extranjeras. Su sistema, que siempre destacaba por su eficiencia frente a Occidente, ha pinchado. Si hay una víctima de la COVID-19, es la capacidad china de gestionar su economía.

Y, por paradójico que pueda resultar, la expansión del poder del Gobierno que tanto la pandemia como la guerra han causado no ha supuesto la vindicación del capitalismo de Estado chino ni de su modelo de gestión de la economía «de arriba a abajo». La segunda potencia mundial entró en 2023 con una nueva oleada de casos debido a su obstinación en rechazar las vacunas occidentales. Con el crecimiento más bajo en 43 años, China afronta este año por primera vez de forma clara lo que el presidente de ese país, Xi Jinping, declaró a la entonces vicepresidenta del Gobierno español, Soraya Sáez de Santamaría, en 2016, como uno de sus mayores miedos: caer en la «trampa de los ingresos medios»36.

Los problemas económicos chinos previos a la pandemia —en particular, exceso de inversión, sobre todo en el sector inmobiliario, y envejecimiento de la población— siguen después de esta. Lo mismo cabe decir de sus tensiones comerciales con EE. UU., lo que está teniendo consecuencias de inversión directa. Apple ya ha anunciado37 el traslado de parte de la cadena de producción del iPhone al gran rival continental de China, India, y a Vietnam, aunque esa tarea tardará años en llevarse a cabo38. El trasvase del poder económico relativo de China a India y al sudeste de Asia —en particular Vietnam— ya ha comenzado. Será lento, porque ningún país ofrece las ventajas demográficas y políticas de China —un sistema «de arriba a abajo» en el que os interlocutores políticos siempre están muy claros para los inversores extranjeros—, pero todo apunta a que el monopolio de Pekín como potencia económica de Asia está empezando a sufrir algún tipo de erosión que será visible en unos años.

La COVID-19 ha creado, además, una serie de incertidumbres a las que China no hubiera tenido que enfrentarse de no haberse convertido en una superpotencia. El caso más claro es el de las suspensiones de pagos y crisis financieras derivadas, primero, de la pandemia y, después, de las subidas de tipos posteriores a ella, que han afectado a países como Yibuti, Sri Lanka, Zambia, Chad o Etiopía en los que Pekín tiene un interés estratégico tanto desde el punto de vista económico como militar. Eso ha puesto a Pekín en una situación nueva, ya que le obligan a balancear sus intereses estratégicos —en Yibuti, por ejemplo, tiene una de sus únicas dos bases militares fuera de su territorio— con los económicos, una disyuntiva propia de una gran potencia de la que China hasta ahora se había librado al ser una permanente economía en desarrollo.

Eso también plantea problemas a Pekín como «potencia revisionista» —es decir, que no acepta el statu quo del mundo liderado por EE. UU.— ya que le obliga a tener como partners a organizaciones a las que mira con suspicacia por su sometimiento a Washington, como el FMI39, o de las que ni siquiera es miembro, como el Club de París, que agrupa a los Gobiernos acreedores de deuda soberana del mundo. Son inconsistencias que Pekín ha podido permitirse hasta la fecha —ser el mayor financiador del mundo en desarrollo sin estar en el Club de París— pero que en el nuevo contexto internacional cada día van a ser más difíciles de mantener y en las que Pekín está, de hecho, dando marcha atrás40. Finalmente, la nueva situación va a obligar a China a hacer lo que siempre rehuyó en su política de créditos a países en vías de desarrollo: aceptar riesgos financieros. De otro modo, corre el peligro de que sus grandes proyectos de infraestructuras sean rechazados por los países que supuestamente se iban a beneficiar de ellos41. El capitalismo de Estado chino, así pues, no puede ser considerado uno de los vencedores de estas crisis, a pesar de que el poder de los Estados sobre las economías ha salido reforzado de ellas.

La crisis del «laissez-faire»

Todo esto revela al gran vencedor de la COVID-19 y de la guerra de Ucrania: el Estado nación y su capacidad para intervenir en la economía. Ambas crisis han puesto de manifiesto que, aunque la cooperación internacional es absolutamente clave en la gobernanza de la economía mundial, los Estados van a jugar un papel más activo, especialmente en previsión de crisis como estas. La era que comenzó con el discurso de jura del cargo de Ronald Reagan, el 20 de enero de 1981, y su frase: «El Estado nunca es la solución al problema, siempre es el problema»42, empezó a hacer agua tras la crisis de las «hipotecas basura» en EE. UU., y con la pandemia y la crisis energética derivada de la invasión de Ucrania se ha hundido.

La época del laissez-faire —real o retórico— que comenzó en la década de los ochenta
—o de los setenta, si nos remontamos a Margaret Thatcher o a las últimas medidas liberalizadoras de Jimmy Carter— ha terminado. Hoy vivimos en una época de política industrial. Según el think tank de Washington Center for Strategic and International Studies (CSIS), en el periodo que va de 2019 a 2023, Estados Unidos habrá casi duplicado el porcentaje de su PIB que destina a política industrial, situándolo a un nivel similar al de Corea del Sur y claramente superior al de países tradicionalmente dirigistas, como Francia, Japón, Alemania, Taiwán, o Brasil43.

Si la globalización económica conoció sus años de más éxito entre 1990 y 2020 fue, precisamente, por el dominio mundial de Estados Unidos, al fin y al cabo un Estado nación, que fue capaz de proveer bienes públicos a nivel global (un sistema internacional estable y basado en normas, instituciones internacionales como el FMI que intervienen en casos de crisis para estabilizar países, rutas de navegación seguras, un sistema internacional basado en el respeto de los derechos de propiedad intelectual). Bien sea porque el poder relativo estadounidense ha disminuido debido a su menor peso económico, bien por el auge de China, bien porque Washington está haciéndose más introspectivo y menos preocupado por el resto del mundo, lo cierto es que EE. UU. ya no provee todos los bienes públicos internacionales.

Eso supone una fractura de la globalización que ya está en curso, por ejemplo, en el ámbito tecnológico, donde se están empezando a perfilar dos Internet. Una, abierta, se basa en los principios de las democracias liberales, y está controlada por Estados Unidos; la otra, cerrada, «es un Internet que mantiene el control del Estado soberano [sobre la sociedad]»44. Por ahora, el grado de compatibilidad e interoperabilidad entre esas dos redes es muy alto. Pero si ambas empiezan a evolucionar conforme a sus propios criterios técnicos, es posible que esas diferencias crezcan en el futuro. De hecho, la masiva importancia del componente económico y tecnológico es la gran diferencia en esta Segunda Guerra Fría que enfrenta a Estados Unidos con China.

La recuperación del poder del Estado en la economía ya se está manifestando de forma visible. Cada día son más los sectores de actividad considerados estratégicos y, por tanto, sometidos a la supervisión directa de las autoridades o a regímenes que limitan o excluyen a competidores extranjeros. Volviendo a Ronald Reagan, es el final de otra de sus frases, esta vez para criticar los principios de la acción estatal sobre la economía:

«Si se mueve, ponerle impuestos. Si se sigue moviendo, ponerle regulaciones. Y, si deja de moverse, subvencionarlo»45.

Subvencionar a determinadas industrias —desde la sanitaria hasta la energética—ha sido la pauta durante esta crisis. E imponer regulaciones en aras del interés nacional es, también, una práctica cada vez más común, como ha quedado de manifiesto en EE. UU. con la expulsión de las empresas chinas ZTE y Huawei, las regulaciones destinadas a impedir la exportación de chips avanzados y tecnología de inteligencia artificial y de computación cuántica a China, y las limitaciones a la red social también china TikTok.

Todas esas medidas han venido con el consenso de los dos grandes partidos de un país que se precia de la no injerencia del Estado en la economía. Y han logrado ese consenso porque están basadas en el gran principio condicionador de la política económica en esta tercera década del siglo XXI: la seguridad nacional. Es la misma seguridad nacional que ha hecho que un enorme número de empresas tecnológicas —incluyendo las Big Tech de Silicon Valley— hayan puesto —gratuitamente o a precios muy bajos— sus activos materiales y humanos al servicio de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos para ayudar a Ucrania contra Rusia. Desde Microsoft46 hasta Palantir47, pasando por SpaceX48 o una infinidad de compañías de imágenes por satélite, todas han olvidado las discrepancias que mantienen con el Gobierno de Joe Biden —en algunos casos, como el de Microsoft49 o el dueño de SpaceX, Elon Musk50, muy notorias— para cooperar en la acción exterior del Gobierno estadounidense.

El friendshoring: una oportunidad para América Latina

El renovado poder de los Estados ya ha creado un nuevo término: friendshoring, que consiste en fomentar la deslocalización solo a países aliados, y que tiene entre sus mayores defensores a la secretaria del Tesoro y expresidenta de la Reserva Federal de Estados Unidos, Janet Yellen. El friendshoring es la respuesta que ya se ha activado a los problemas de la cadena de suministros ocasionados por la COVID-19, y puede reordenar la economía mundial. El Gobierno de Japón y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) ya han lanzado programas para financiar el traslado de fábricas de China a Japón y a América Latina, respectivamente51.

El friendshoring —o, si se prefiere un término más tradicional, el nearshoring— debería beneficiar a América Latina. México, en especial, gracias a su posición geográfica, junto a los Estados Unidos, su base industrial y su tratado comercial (USMCA) parece estar listo para ser el mayor ganador como proveedor de bienes a los EE. UU. Esto sucede al mismo tiempo que China mantiene su demanda de productos latinoamericanos (especialmente commodities), que no muestra signos de disminuir.

Sin embargo, para capitalizar al máximo esa tendencia, la región necesitará mejorar su capital humano, tecnología, institucionalidad, estabilidad política y apertura a la inversión extranjera para explotar al máximo su ventaja geográfica y poder exportar bienes y servicios de alto margen. Ese desafío se aplica especialmente a países como México, Argentina, Ecuador, El Salvador, Perú, Venezuela o Nicaragua (los dos últimos están prácticamente aislados del resto de la economía mundial). Otro problema adicional es la integración económica regional, que también se encuentra estancada en parte por la tendencia de ciertos países a ver las relaciones económicas como una herramienta para lograr objetivos ideológicos.

Conclusiones

Todo análisis de prospectiva es un ejercicio arriesgado y, antes de iniciarlo, siempre es conveniente recordar tanto el famoso «aún es pronto para saberlo» que supuestamente respondió Zhou Enlai cuando le preguntaron sobre el impacto de la Revolución francesa como el hecho de que, según algunas interpretaciones, el premier chino se refería con esa frase no al derrocamiento de la Monarquía francesa que tuvo lugar en 1789, sino a las revueltas estudiantiles de mayo de 196852. En otras palabras: el riesgo de equivocarse de manera clamorosa acecha siempre y en los sitios más insospechados.

En todo caso, no cabe duda de que la COVID-19 y la invasión rusa de Ucrania son dos acontecimientos de una dimensión verdaderamente histórica que dejarán una huella indeleble en la economía mundial. Han creado pocas grandes tendencias nuevas, pero han acelerado sobremanera las que ya estaban apareciendo antes. Ambos fenómenos han acentuado de manera dramática el aumento del intervencionismo de los Estados en las economías, y han acelerado el proceso de digitalización. Con la COVID-19 y la guerra en Ucrania, los factores geopolíticos y de seguridad nacional han pasado a jugar un papel preponderante en la gestión de la economía. La búsqueda de socios comerciales fiables, la resiliencia de los sistemas de producción y de las cadenas de suministros, y el control nacional de un número creciente de industrias consideradas estratégicas van a ser elementos definitorios en todos los sectores de la economía mundial, y muy especialmente en el energético, en el que la transición hacia las energías renovables probablemente se acelerará. Eso se va a producir en un contexto de inflación más alta de la que estamos acostumbrados y, paradójicamente, con los márgenes fiscales de muchos Estados mucho más reducidos que antes de la pandemia y la guerra.

Ambas crisis han abierto nuevos interrogantes, han aumentado, si cabe, el cuestionamiento del papel preponderante de Occidente en la economía mundial, y han puesto una enorme señal de interrogación sobre la viabilidad del modelo económico de la Unión Europea y, en especial, de Alemania. Sin embargo, no han ofrecido ninguna respuesta a esas cuestiones. La digitalización, aunque continúa avanzando, no ha supuesto un cambio económico o social. La eficacia del modelo económico chino se ha puesto en cuestión, algo que antes de la llegada de la COVID-19 era, lisa y llanamente, impensable. La economía mundial, así, afronta un periodo de más incertidumbre, marcado por la geopolítica, con los líderes siendo menos líderes y las mismas —o mayores— disrupciones causadas por la tecnología que antes de 2019.

Pablo Pardo*
Periodista

Referencias:

1 Flanders, S. y Sasso, M. (24 de diciembre de 2022). The Era of Geoeconomics Has Arrived. Boomberg. Disponible en https://www.bloomberg.com/news/articles/2022-12-22/podcast-the-geoeconomics-era-has- arrived-and-it-s-going-to-be-complicated#xj4y7vzkg?#xj4y7vzkg=true&sref=O4n99ZFS.
Todos los enlaces se encuentran disponibles a fecha de 4 de enero de 2022.
2 Roser, M. (4 de marzo de 2020). The Spanish Flu (1918-1920): The Global Impact of the Largest Influenza pandemic in history. Our World in Data. Disponible en: https://ourworldindata.org/spanish-flu- largest-influenza-pandemic-in-history
3 World Economic Outlook. (Octubre 2022). IMF. Disponible en: https://www.imf.org/external/datamapper/NGDPD@WEO/OEMDC/ADVEC/WEOWORLD
4 Korotayev, A. y Tsirel, S. (January 2010). A Spectral Analysis of World GDP Dyanimcs: Kondratieff Waves, Kuznets Swings, Juglar and KItchin Cycles in Global Economic Development, and the 2008-2009 Economic Crisis. Disponible en: https://www.researchgate.net/figure/Dynamics-of-the-Annual-World- GDP-Growth-Rates-1945-2007-1945-point-corresponds-to_fig4_41026025.
5 GDP Growth (annual %) - world. The World Bank. Disponible en: https://data.worldbank.org/indicator/NY.GDP.MKTP.KD.ZG?locations=1W
6 Global Economic Effects of Covid-19. (10 de noviembre de 2021). Congressional Research Service. Disponible en: https://sgp.fas.org/crs/row/R46270.pdf
7 Al medir el PIB en PPA se corrigen las distorsiones causadas por los niveles de precios y el tipo de cambio, lo que da una idea más precisa de lo que se puede comprar con la misma cantidad de dólares en economías con niveles de desarrollo muy diferentes.
8 Giuglielmi, G. (28 de junio de 2022). COVID was twice as deadly un poorer countries. Nature. Disponible en: https://www.nature.com/articles/d41586-022-01767-z
9 Shalal, A. (1 de diciembre de 2022). IMF’s Georgieva to press for quicker action on debt relief with China. Reuters. Disponible en: https://www.reuters.com/markets/imfs-georgieva-discuss-economy-covid- with-chinese-authorities-2022-12-01/
10 Temple-West, P. y Fedor, L. (1 de enero de 2023). Recession will hit a third of the world this year, IMF chief warns. Financial Times. P. 1.
11 Gallagher, D. (21 de diciembre de 2022). Apple May Face Greatest Loyalty Test Yet. The Wall Street Journal. Disponible en: https://www.wsj.com/articles/apple-may-face-greatest-loyalty-test-yet- 11671595466
12 Terbush, John. (8 de enero de 2015). John McCain: «Russia is a gas station masquerading as a country». The Week. Disponible en: https://theweek.com/speedreads/456437/john-mccain-russia-gas- station-masquerading-country
13 McGrath Goodman, L. (19 de noviembre de 2020). The Secretive Town and the Center of the World 's Oil Market. Institutional Investor. Disponible en: https://www.institutionalinvestor.com/article/b1pb0kmg67rymb/The-Secretive-Town-at-the-Center-of-the- World-s-Oil-Market
14 Parlapiano, A. et al. (11 de marzo de 2022). Where $5 Trillion in Pandemic Stimulus Went. The New York Times. Disponible en: https://www.nytimes.com/interactive/2022/03/11/us/how-covid-stimulus- money-was-spent.html
15 Williams, J. (20 de marzo de 2021). Larry Summers Blasts $1.9T stimulus as ‘least responsible’ economic policy in 40 years. The Hill. Disponible en: https://thehill.com/policy/finance/544188-larry- summers-blasts-least-responsible-economic-policy-in-40-years/
16 Temple-West, P. y Fedor, L. (2023).
17 Las limitaciones a la entrada de ciudadanos rusos en la UE, aunque existentes, no se pueden considerar excepcionales. Para más detalles, ver Borogan, I. y Soldatov, A. (2022). Europe 's Disastrous Ban on Russians. Foreign Affairs. Disponible en: https://www.foreignaffairs.com/russian- federation/europe-disastrous-ban-russians?check_logged_in=1
18 Levitt, T. (Mayo de 1983). The Globalization of Markets. Harvard Business Revie. Disponible en: https://hbr.org/1983/05/the-globalization-of-markets
19 IMF Staff. Globalization: Threat or Opportunity. Disponible en: https://www.imf.org/external/np/exr/ib/2000/041200to.htm
20 UNCTAD. (9 de diciembre de 2021). Handbook of Statistics, 2021. Disponible en: https://unctad.org/webflyer/handbook-statistics-2021
21 Braw, E. (10 de noviembre de 2021). What the Ever Given Taught the World. Foreign Policy.
Disponible en: https://foreignpolicy.com/2021/11/10/what-the-ever-given-taught-the-world/
22 NBER. U.S. Business Cycle Expansions and Contractions. [Consulta: 28 de noviembre de 2022]. https://www.nber.org/research/data/us-business-cycle-expansions-and-contractions
23 Triplett, J. E. (1999). The Solow Productivity Paradox. What Do Computers Do to Productivity? Brookings Institution. [Consulta: 10 de noviembre de 2022]. https://www.brookings.edu/articles/the-solow- productivity-paradox-what-do-computers-do-to-productivity/
24 The Economist. (2022). The Missing Pandemic Innovation Boom. [Consulta: 8 de septiembre de 2022]. https://www.economist.com/finance-and-economics/2022/08/28/the-missing-pandemic-innovation-boom
25 Tsipurski, G. (2022). Workers Are Less Productive Working Remotely (At Least That’s What Their Bosses Think). Forbes. [Consulta: 28 de nociembre de 2022]. https://www.forbes.com/sites/glebtsipursky/2022/11/03/workers-are-less-productive-working-remotely-at- least-thats-what-their-bosses-think/?sh=692b02af286a
26 Friedman, T. (8 de diciembre de 1996). Foreign Affairs Big Mac I. New York Times. Dispomible en: https://web.archive.org/web/20130106132459/http://www.nytimes.com/1996/12/08/opinion/foreign-affairs- big-mac-i.html
27 Fukuyama, F. (Verano de 1989). The End of History? The National Interest. Disponible en: https://www.jstor.org/stable/24027184?read-now=1&seq=16#page_scan_tab_contents
28 Mearhseimer, J. (1990). Why We Will Soon Miss the Cold War. Atlantic Monthly. 266(2). Pp. 35-50
29 Waltz, K. (2000). Globalization and American Power. National Interest. 59 (Spring). Pp. 46-56.
30 Douglas, J. (1 de diciembre de 2022). China Props Up Belt-and-Road Borrowers Via Unusual Channel. The Wall Street Journal. Disponible en: https://www.wsj.com/articles/china-props-up-belt-and-road- borrowers-via-unusual-channel-11670727153
31 Demarais, A. (2022). Backfire: How Sanctions Reshape the World Agianst U.S. Interests. Columbia University Press.
32 Pérez Alfonzo, J. P. (1976). Hundiéndonos en el excremento del diablo. Caracas, Editorial Lisbona. 33 Musk, E. (25 de julio de 2020). Twitter. Disponible en: https://twitter.com/panoparker/status/1318157559266762752?lang=en
34 Rohac, D. (2022). Governing the EU in an Age of Division. Cheltenham, Edward Elgar.
35 Rohac, D. (2022).

36 Pardo, P. (2019). La trampa de Tucídides: por qué EE. UU. y China están más cerca que nunca de la guerra total. El Mundo. 3 de junio de 2019. Disponible en: https://www.elmundo.es/papel/historias/2019/06/03/5cf3a02021efa074678b4592.html
37 Jie, Y. y Tilley, A. (3 de diciembre de 2022). Apple Makes Plans to Move Production Out of China. The Wall Street Journal. Disponible en: https://www.wsj.com/articles/apple-china-factory-protests-foxconn- manufacturing-production-supply-chain-11670023099?clickid=b2c92172-8cad-11ed-b69d-126fc020f1bb

38 Gang, D. (7 de diciembre de 2022). In global supply chain restructuring, China’s advantage is manpower. Global Times. Disponible en: https://www.globaltimes.cn/page/202212/1281338.shtml

39 Shalal, A. (2020). IMF Chief Georgieva cites ‘fruitful exchange’ with China on debt issues. Reuters. 9 de diciembre de 2022. Disponible en: https://www.reuters.com/world/china/imf-chief-georgieva-cites- fruitful-exchange-with-china-debt-issues-2022-12-10/
40 Douglas, J. (2022). China’s Lending Strategy in Emerging Markets Risks Prolonging Borrowers’ Pain. The Wall Street Journal. 8 de septiembre de 2022. Disponible en: https://www.wsj.com/articles/chinas- lending-strategy-in-emerging-markets-risks-prolonging-borrowers-pain-11662629962?clickid=5dd7d585- 8d66-11ed-b6df-0acb1f7b7e95
41 Douglas, J. (2020). Op. cit.

42 Reagan Foundation. Inaugural Address. Disponible en: https://www.reaganfoundation.org/media/128614/inaguration.pdf
43 Joe Biden attempts the biggest overhaul of America 's economy in decades. The Economist. (27 de octubre de 2022). Disponible en: https://www.economist.com/briefing/2022/10/27/joe-biden-attempts-the- biggest-overhaul-of-americas-economy-in-decades
44 Morgus, R. y Sherman, J. (26 de ocutbre de 2018). A tale of two Internets. New America Foundation. Disponible en: https://www.newamerica.org/weekly/tale-two-internets/
45 White House. (15 de agosto de 1986). Remarks to State Chairpersons of the National White House Conference on Small Business. Disponible en: https://www.reaganlibrary.gov/archives/speech/remarks- state-chairpersons-national-white-house-conference-small- business#:~:text=Back%20then%2C%20government's%20view%20of,ve%20turned%20all%20that%20ar ound.
46 Sanger, D. E.; Barnes, J. E. y Conger, K. (28 de febrero de 2022). As Tanks Rolled into Ukraine, So Did Malware. Then Microsoft Entered the War. The New York Times. Disponible en: https://www.nytimes.com/2022/02/28/us/politics/ukraine-russia-microsoft.html
47 Ignatius, D. (19 de enero de 2022). How the algorithm tipped the balance in Ukraine. The Washington Post. Disponible en:
https://www.washingtonpost.com/opinions/2022/12/19/palantir-algorithm-data-ukraine-war/
48 Iyengar, R. (22 de noviembre de 2022). Why Is Ukraine Stuck (for now) With Elon? Foreign Policy. Disponible en: https://foreignpolicy.com/2022/11/22/ukraine-internet-starlink-elon-musk-russia-war/
49 Needleman, S. E. (22 de diciembre de 2022). Microsoft Responds to FTC Suit Over Activision Deal. The Wall Street Journal. [Consulta: 1 de enero de 2022]. Disponible en: https://www.wsj.com/articles/microsoft-responds-to-ftc-suit-over-activision-deal- 11671758536?mod=Searchresults_pos2&page=1
50 Mangan, D. Elon Musk blasts Biden administration, Democrats on Twitter over ‘hate,’ sidelining of Tesla. CNBC. Disponible en: https://www.cnbc.com/2022/05/20/tesla-boss-elon-musk-blasts-biden- democrats-on-twitter-.html
51 Pardo, P. (27 de diciembre de 2021). Si hay empresas españolas que quieran irse de Asia a América Latina, el BID les financia el traslado. El Mundo. Disponible en: https://www.elmundo.es/economia/empresas/2021/12/27/61c341b0fdddff6b5e8b457d.html
52 McGregor, R. (10 junio 2011). Zhou’s cryptic caution lost in translation. Financial Times. P. 1.

More in Economy and business
CRITTA TDC
The Regional Investment Center of the region Tangier Tetouan Al Hoceima organized on Thursday, March 28 at Tecnopark Tangier an information conference on the Territory Development Challenge for project idea holders who want to participate in the competition.

The CRITTA reiterates its call to the TDC from Tecnopark Tangier