Opinión

Unión Europea: ¿decidir unánimemente?

photo_camera bandera-union-europea

¿Es posible la acción política basada en la regla de la unanimidad? El único de los clásicos que se valía de ella, Rousseau, lo hacía de manera hipotética para fundar lógicamente una sociedad por medio de un contrato que desaparecía a la hora de refundarla históricamente; una vez establecida, el órgano que decidía el destino de esa comunidad racional, la voluntad general, se regía a sí mismo por el principio de la mayoría. Hobbes, por su parte, había rechazado explícitamente alcanzar la unanimidad para legitimar el poder político surgido de un contrato social originario: la mayoría se bastaba y sobraba al respecto.

Y si ello era así durante la fase primigenia de la instauración de un Estado, qué no sería durante su ulterior vida política: como mucho, y en función de la importancia de las decisiones a adoptar, se elegían formas más o menos rígidas de mayoría, pero todas presuponían el destierro de la unanimidad. Pericles, Aristóteles o Polibio no recurrieron nunca a ella, como tampoco los pensadores modernos que pensaban el Estado a partir de la ficción de un contrato social originario.

Los hechos, en cambio, aceptaron la regla de la unanimidad mientras se trató de crear o ampliar determinadas unidades políticas (ligas, Estados); más, echados los cimientos, la criatura creada o ampliada basaba su funcionamiento en la mayoritaria: la Liga Délica –el germen de la formación del imperio ateniense– en la Antigüedad o la fundación de los actuales Estados Unidos por las trece colonias originarias nos ilustran ejemplarmente.

Y sin embargo, la UE –ese híbrido político que no es Estado ni deja de serlo, que aspira a la potencia con su existencia en tanto se debilita con su organización, que se presenta ante el mundo con cierto pedigrí histórico y aun cierta osadía imperial en tanto airea su impotencia en la incapacidad de hablar con una sola voz y en la ausencia de una fuerza propia y común que la respalde– lo ha elevado al trono en su funcionamiento al tiempo que no cesa de conspirar, no sin cierto aire de clandestinidad, contra él por medio del principio de mayoría cualificada. Un híbrido político que dice ser y no sabe lo que dice al desconocer lo que quiere: ¡el heredero racional-normativo de la Ilustración que se deja llevar por los impulsos de la necesidad!
Entre los principales instrumentos mediante los que el gran artificio político-cultural de la UE socava su propia existencia cultivando su debilidad se cuenta la paralizante regla de la unanimidad.

A decir verdad, cuando siguiendo sus instintos naturales el embrión de la actual UE, la primitiva Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), devino merced al Tratado de Roma de 1957 en la Comunidad Económica Europea (CEE), hacía tiempo que se sabía que la historia llevaba en su vientre una criatura nueva, algo que no se correspondía ni con los antiguos imperios o viejas ligas o asociaciones de débiles potencias, ni con los nuevos Estados en cualesquiera de sus posibles versiones o combinaciones: centrales, federales o confederados. Su extensión a nuevos dominios de la vida económica, primero, y político-social más tarde, así como su ulterior ampliación a otros Estados a partir de los fundacionales, demostraba, como diría Spinoza, que para permanecer en su ser le era forzoso crecer.

Que durante ese doble proceso las decisiones se rigiesen básicamente por el principio de unanimidad forma parte de la misma lógica que busca garantizar la solidez y estabilidad del edificio institucional con el máximo consenso político posible, así como fundar la legitimidad del consenso en el acuerdo universal de las diversas voluntades estatales. Paso a paso, como quería Monet, la nueva criatura crecía y tomaba forma bajo el amparo colectivo de la fuerza de cada uno de sus miembros.

En su actual configuración como UE la unanimidad ha perdido parte importante de su autoridad, si bien preserva selectos privilegios, en tanto el Consejo debe recurrir a ella en los asuntos concernientes a política exterior y seguridad común, ciudadanía, adhesión a la UE, armonización de las legislaciones nacionales en campos como la fiscalidad indirecta o la igualdad y la protección social, etc. Ahora bien, ¿exige la trascendencia de la materia la regla de la unanimidad a la hora de decidir sobre ella? Si la respuesta es sí, la UE debe desandar los pasos dados desde su fundación como CECA en sentido contrario a la misma; si la respuesta es sí es justo que el No solitario de Malta, esa bomba demográfica, valga cuanto el Sí multiplicado del resto de sus miembros (el poder de chantaje que una tal medida atribuye al que se sale de la regla colectiva para seguir la propia, la nacional, ni siquiera es el peor de los males aquí concitados). Si la respuesta es sí podemos esperar pacientemente a que el orden que vayan estableciendo los muchos conflictos anticipo de la tercera guerra mundial salte en pedazos para dar otro humilde pasito hacia adelante; o, en suma, si la respuesta es sí los europeos podremos asistir a la reconfiguración del orden internacional desde el salón de nuestras casas guardando respetuosamente un minuto de silencio al paso del féretro de la Unión.

En mi opinión, la unanimidad debería regir sólo en el asunto de la adhesión a la UE, pues parece desaconsejable querer ingresar en un club donde no todos los miembros se alegran de recibirte; pero en lo demás, in primis en el ámbito de la política exterior y de seguridad común, dicha regla debería ser abolida, y en este caso con la máxima urgencia. El papel que ya juega China dentro de la UE por sus relaciones especiales con algunos de sus miembros es indicativo de lo que nos espera al respecto si no se actúa con celeridad y determinación. ¡Y si fuera el único ejemplo! Añádase que la parálisis inherente al método de la unanimidad constituye un atentado permanente contra el factor tiempo, uno de los elementos clave de la acción política, según enseñara Alexander Hamilton.

Para acabar; al igual que Aristóteles había exhumado la ley de hierro de las aristocracias y las oligarquías en la monarquía al revelar cómo los regímenes que depositaban el poder en manos de los mejores o los más ricos, respectivamente, carecían de argumentos que oponer a la concentración de dicho poder en manos del mejor o del más rico, también el artificio político de la actual UE esculpía en el desarrollo que llevaba hasta ella el secreto de la ley de hierro que la configura: el Estado unitario en el que idealmente se reconoce y al que secretamente aspira, con independencia de cualesquiera de sus conformaciones antedichas y de si figura o no entre sus objetivos. Prescindir de la regla de la unanimidad no sólo significaría que la criatura nacida como CECA ha crecido hasta convertirse en irreconocible, sino que al hacerlo siguiendo su daímon interno se ha nacionalizado lo suficiente como para confiar en un destino propio que nos abarca a todos sus ciudadanos.

¡O la UE es una ficción frente al Ser absoluto del Estado Nacional o el Estado Nacional, que crea y mantiene una criatura que lo recrea y preserva, es la ficción! Y, en tal caso, la obstinación en proclamar la intangibilidad de la soberanía nacional o la pervivencia de un interés nacional ajenos a la soberanía y al interés común constituyen el cerril intento de sacrificar a los viejos ídolos caídos la seguridad y libertad futuras del pueblo europeo, como también su bienestar. Bodin y Rohan deben poder descansar en paz incluso en estos tiempos en los que el delirio campa por sus respetos también entre las sepulturas.

Antonio Hermosa Andújar, catedrático de Filosofía de la Universidad de Sevilla, director de Araucaria y miembro de la Global Academy de Citizens pro Europe.