
Todavía tenemos muy presente la ilusión con que el mundo democrático disfrutó la esperanza de que los países árabes renunciasen a una parte de su tradición autoritaria y se abriesen a la libertad y a la renuncia al poder absoluto de sus habitantes. Pero el tiempo corre rápido y, dentro de unos días, concretamente el 17, se celebrará el décimo aniversario de aquel estallido de esperanza que desencadenó en Túnez un modesto vendedor callejero de fruta reaccionando contra la prepotencia de unos policías prepotentes que se empeñaron en destruir su mercancía.
Ocurría en la localidad tunecina de Sidi Boucid y el joven héroe que, en su empeño por defender su medio de vida, murió dejando un ambiente político de protestas que se fue extendiendo por otros países hasta convertirse en una revolución internacional que logró derrocar algún régimen dictatorial, hizo temblar a otros sátrapas y dejó un reguero de sangre que en algunos lugares no se ha taponado.
Un aniversario tan idóneo para hacer un repaso de sus resultados deja la imagen de la reacción de millones de personas ante la situación en que se encontraban, pero también la frustración de muchos de ellos viendo que, salvo en Túnez, en el mejor de los casos su situación no ha variado y en el resto todo ha empeorado. Las revoluciones árabes han degenerado de una manera u otra en guerras que llevan ya acumulados centenares de miles de muertos y todavía no pueden ver la luz de la paz.
La más dura y prolongada es la de Siria a la que se unen las de Libia y Yemen. Túnez, el más afortunado, se libró del sátrapa Ben Alí y su siniestra esposa, que tuvieron que huir precipitadamente hacia el exilio. La democracia se implantó inmediatamente, pero no sin dificultades. A la inestabilidad creada contribuye la amenaza del terrorismo yihadista que enlazó el miedo con el efecto de la crisis económica que propició la caída del turismo, principal fuente de ingresos.
En Egipto, país clave en su influencia regional, la Revolución de los Jazmines como se la denominó, desencadenó una ola de manifestaciones a menudo violentas que después de muchas víctimas por el medio, obligó a Hosni Mubarak a dimitir. El éxito de que se celebraran elecciones libres y que las ganasen los Hermanos Musulmanes, el movimiento integrista que se movía en la clandestinidad, hizo que su líder, Mohamed Morsi, accediese a la Presidencia durante un año. Un golpe de Estado encabezado por Abdel Fattah al-Sisi, que alardeaba de no querer el poder, hizo que este asumiese el Gobierno retornando al régimen represivo que se venía manteniendo desde Nasser.
Lejos de propiciar cambios sustanciales y medidas liberalizadoras, la nueva dictadura de Al-Sisi se rebeló peor que la de Mubarak. Mientras tanto en Libia, la muerte del opresor Muamar El Gadafi cuando intentaba escapar desencadenó una crisis que dividió el país y enseguida una guerra implicaciones internacionales para la que no se vislumbra final. Lo mismo ocurre en Yemen donde la rivalidad regional entre Irán y Arabia Saudí reactivó los enfrentamientos tribales y lleva ya siete años de conflicto armado con el territorio dividido nuevamente –aún está reciente la existencia de dos países-, con dos capitales y dos presidentes.
También en Argelia tuvieron su influencia, aunque con retraso, las primaveras políticas que el pueblo reivindicó con gigantescas manifestaciones que se resolvieron apenas sin víctimas y obligando a retirarse al anciano y enfermo presidente Abdelaziz Bouteflika, a la convocatoria de elecciones y la implantación del Hirak, que, aunque introdujo algunas mejoras en el ámbito de las libertades, aún continúa muy alejado de las exigencias de los ciudadanos.
Donde la situación mejoró sensiblemente, al menos de momento, fue en Sudán. Las protestas contra el dictador Omar al-Bashir llevaron a sus colegas en las Fuerzas Armadas a encarcelarlo y asumir el poder desde el que están estrenando una transición con participación civil que evoluciona de forma positiva. En cambio, en Líbano, el país con mayor tradición democrática, la estabilidad que se mantenía gracias a una compleja Constitución que se respetaba, la degradación del sistema, unida a la degradación de la economía y la interferencia del islamismo están colocando al Estado al borde de su desintegración.
Mientras tanto, en el golfo arábigo algunos emiratos como Kuwait, Qatar o Bahréin algo han evolucionado, aunque apenas. Y en Arabia, las esperanzas puestas en el príncipe heredero, que es quien ya detenta el poder pleno, cada día se ven más frustradas ante sus iniciativas, como el asesinato de Adnan Kashoggi, que demuestran que las reformas cosméticas del régimen se van disipando. Irak, Marruecos y Mauritania son los tres países en los que las Primaveras no han mejorado mucho las cosas, pero tampoco han empeorado.
Como balance político es que cinco de los jefes de Estado que enfrentaron las pretensiones populares de sus primaveras han muerto o ya no están en el poder. El que resiste, a costa de muchos centenares de miles de miles de víctimas, es el sirio.