Mi padre, la voz de nuestro pueblo

Haitham El Zobaidi
Haitham El Zobaidi
El Dr. Haitham El-Zobaidi era mi padre. También era mi mentor, un visionario, un guardián del lenguaje y del legado

Mi padre, el Dr. Haitham El-Zobaidi, no era solo un hombre de letras. Era la voz de nuestro pueblo. A través de las páginas de Al Arab y más allá, narró las esperanzas, las luchas y las complejidades de una región a menudo incomprendida, pero siempre resistente. En Londres, construyó una plataforma para las voces árabes en Occidente; en cada columna que escribía, tendía un puente entre mundos. Como hija suya, no solo vi al intelectual público, sino al padre firme, mesurado, con principios y profundamente comprometido con la verdad. Este homenaje no es solo por lo que construyó para los demás, sino por lo que dejó en mí.

Desde muy temprana edad, comprendí que el mundo de mi padre se extendía mucho más allá de nuestro hogar. Llevaba consigo el peso de un legado, el orgullo de una lengua y la responsabilidad de representarla. Pasaba largas noches redactando editoriales, en silenciosas pausas llenas del clic del teclado y el ruido de los borradores impresos. No abordaba el periodismo como una profesión, sino como un imperativo moral, arraigado en la integridad, el conocimiento y un profundo sentido del deber hacia sus lectores.

Como director general de Al Arab Publishing House, era tanto arquitecto como administrador. No solo imaginó una organización de noticias, sino una institución cultural que diera una voz digna e intelectual a las comunidades árabes que viven en todos los continentes. Bajo su liderazgo, The Arab Weekly, Al Arab y las plataformas afiliadas se convirtieron en lecturas imprescindibles para quienes buscaban comprender el pulso de la región MENA, no a través del sensacionalismo, sino a través del contexto, la claridad y la compasión.

Lo que siempre me llamó la atención era cómo hablaban de él los demás, con reverencia, sí, pero también con calidez. Sus colegas admiraban su intelecto, su capacidad para moverse con la misma soltura en la sala de redacción y en los salones diplomáticos. Escritores, académicos y estadistas recurrían a él en busca de consejo. Tenía el don poco común de escuchar atentamente antes de hablar con deliberación, y cuando hablaba, lo hacía con precisión y con una perspectiva moldeada tanto por su erudición como por su experiencia vital.

Pero, incluso a medida que su influencia se expandía, seguía con los pies en la tierra. Creía que el papel de un líder de los medios de comunicación no era dominar una conversación, sino elevarla. Ya fuera escribiendo sobre geopolítica regional o sobre las corrientes políticas de Washington, ofrecía a los lectores algo más que opiniones. Ofrecía una visión profunda, enmarcada en la historia y agudizada por los principios.

En casa, su curiosidad era ilimitada. No había ningún tema, ya fuera historia, ciencia, arte o geopolítica, que no pudiera abordar. 

Las conversaciones con él nunca eran superficiales, sino viajes llenos de contexto y claridad. Leía constantemente, con la misma dedicación que ponía en la escritura. Sentarse frente a él era recordar que la búsqueda del conocimiento es un compromiso para toda la vida, y él lo vivió con elegancia.

Le gustaban los búhos, criaturas de la noche, observadores silenciosos del mundo, símbolos de sabiduría. Le parecía apropiado. Compartía su fuerza tranquila, su presencia reflexiva, su capacidad para ver con claridad cuando otros no podían. Sin embargo, lo que no compartía con ellos era el amor por el ajo. De hecho, el ajo era su enemigo acérrimo. Afirmaba que ofendía todos los sentidos y que incluso su sombra podía arruinar un plato. Solíamos bromear diciendo que, si alguna vez hubiera un vampiro entre nosotros, sería él, culto, nocturno y totalmente ajeno al ajo.

Mientras escribo esto, me sorprende lo imposible que es plasmar su espíritu en palabras. Mi padre no era solo la voz de nuestro pueblo. Era nuestra ancla, nuestra conciencia, nuestra brújula. Creía que los medios de comunicación podían informar, sí, pero también inspirar, empoderar y proteger. Construyó plataformas no solo para contar historias, sino para construir futuros, para ideas que le sobrevivirían, para verdades que no podían ser ignoradas.

Su fallecimiento ha dejado un silencio que aún no sé cómo llenar. Pero en ese silencio, oigo ecos: el de su teclado a altas horas de la noche, su risa ante un giro ingenioso, su insistencia silenciosa para que siempre lo hiciéramos mejor, pensáramos más profundamente y fuéramos fieles a nosotros mismos. Ahora llevo esos ecos conmigo, no como una carga, sino como una bendición.

El Dr. Haitham El-Zobaidi era mi padre. También era un mentor, un visionario, un guardián del lenguaje y del legado. Y aunque ya no está sentado en su escritorio, su voz perdura, en cada titular, en cada idea, en cada uno de nosotros que cree que las palabras siguen importando.