¡Asesino!

Joe Biden Vladimir Putin

No es frecuente que un jefe de Estado insulte abiertamente a otro, pero cuando le preguntaron a Joe Biden si pensaba que Vladimir Putin era un asesino, asintió con la cabeza. El Gobierno ruso se molestó comprensiblemente y llamó a consultas a su embajador en Washington, mientras Putin se limitó a contestar irónicamente que él, por su parte, deseaba salud al presidente norteamericano.

El vocablo asesino procede del nombre de una secta de la Persia medieval, los ‘Hassasin’ que vivían la fortaleza de Alamut, en una zona montañosa cerca del mar Caspio, desde dónde su propietario, conocido como el ‘Viejo de la Montaña’, les atiborraba de hachís antes de enviarles a cometer asesinatos por encargo que, por su dificultad, casi siempre resultaban operaciones suicidas. Para lograrlo además de llenarles los pulmones de hachís les llenaba también la imaginación con las huríes que les esperaban en el paraíso, en una técnica que casi 1.000 años más tarde siguen utilizando con éxito los reclutadores de Al-Qaeda o de Daesh. Al parecer el viejo hizo una fortuna antes de que consiguieran acabar con él y le enviaran a su vez a disfrutar del porcentaje de huríes que le correspondía.

Según la primera acepción del Diccionario que publica la Real Academia, asesinar es “matar a alguien con alevosía, ensañamiento o por una recompensa”. Otras acepciones se refieren a “causar viva aflicción o grandes disgustos”, o a “engañar en un asunto grave”, que no parecen tener el mismo dramatismo e la primera. Me entra la duda sobre en cuál de estas tres posibilidades encajaría Biden a Putin, aunque mi impresión es que se le podrían aplicar todas si uno piensa en la periodista Anna Politkovskaya, en los opositores Sergei Skripal y Anton Navalny (primera acepción); en los disgustos que le dio a Hillary Clinton cuando contribuyó a su derrota en las elecciones norteamericanas de 2017 (segunda acepción); y en las mentiras que ha dicho tantas veces como negar que sus fuerzas derribaron el Vuelo 17 de Malasia Airlines sobre las planicies ucranianas, o que no fueron sus soldados vestidos de “hombres de verde” los que ocuparon y luego anexionaron Crimea.

Si Biden quería hacerle saber que se acabó el extraño romance que Putin tuvo con Donald Trump durante los últimos cuatro años por razones todavía no explicadas (¿chantaje?), podía hacerlo sin necesidad de meterle el dedo en el ojo de una manera tan descarada. Porque, aunque Rusia tiene una población envejecida y solo exporta gas y petróleo (el senador Mitt Romey dice que es “una estación de servicio disfrazada de país”) y es cierto que su poder blando es manifiestamente mejorable pues nadie sigue su moda o su cine y a nadie se le ocurre ir allí a estudiar. Pero Rusia no es tampoco la “potencia regional” a la que desdeñosamente se refirió Obama, es la única otra superpotencia nuclear, tiene unas fuerzas militares convencionales poderosas que suponen una amenaza grave para Europa, tiene un asiento permanente con derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU, y aunque no sea una potencia económica y su PNB sea sólo ligeramente superior al español, es la undécima economía del planeta. Y además es un enemigo ideológico que con Putin ha abrazado un iliberalismo conservador, nacionalista y ortodoxo que representa una alternativa al liberalismo democrático que profesamos en Europa con las excepciones de Hungría, Polonia y, algo más lejos, Turquía. Y por si no fuera poco, la Rusia de Putin echa de menos la influencia internacional y el respeto de que un día gozó la URSS y está dispuesta a recuperarlos incluso pagando un alto precio como demuestran sus acciones en Georgia o Ucrania y su anexión de Crimea, que le han supuesto graves sanciones por parte de EEUU y de la UE, o su creciente presencia en los diversos conflictos de Oriente Medio.

Biden necesita replantear la relación con Rusia y debería hacerlo de la mano de los europeos, restableciendo con nosotros la confianza y el respaldo a nuestra seguridad que Trump menospreció repetidamente. Porque hay que contener a Rusia en sus comportamientos ilegales y agresivos, pero también hay que buscar su cooperación para resolver asuntos en los que nos interesa trabajar juntos como son la lucha contra la pandemia, el cambio climático o la proliferación nuclear. No es fácil y desde luego no se conseguirá con insultos.

Jorge Dezcallar, embajador de España

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