China y EEUU buscan aliados

American President Donald Trump and Chinese President Xin Jinping

La pandemia ocupa todo el espacio de los periódicos y de los informativos y es natural que así sea porque nos afecta directamente en nuestras vidas, nuestras economías, la vuelta al cole y la propia salud mental de gentes confinadas o con miedo a salir a cenar y a coger aviones. Además de todo eso el dichoso virus está acelerando tendencias preexistentes que van a modificar muchas cosas en la geopolítica mundial como son la desmitificación de la globalización, la crisis (inducida) de organismos multilaterales como la Organización Mundial de la Salud, el ascenso de China como consecuencia de su éxito en la lucha contra la pandemia, y la equivalente pérdida de influencia norteamericana que no sólo ha privado al mundo de un liderazgo al que nos habíamos acostumbrado desde 1945 sino que, además, ha gestionado muy mal la actual emergencia sanitaria.

Los celos y las desconfianzas entre chinos y norteamericanos no han dejado de crecer, sustentados en acusaciones recíprocas y a veces infundadas, sin que nada pueda hacer pensar que las cosas vayan a cambiar tras las elecciones de noviembre en los EEUU o el Congreso que China celebrará el año próximo. En China se piensa que los EEUU están empeñados enfermizamente en impedir su desarrollo, y en Washington se cree que el ascenso de China es un peligro estratégico de tipo existencial. Si estas ideas siguen creciendo nos abocarían a un conflicto de mayores proporciones entre dos potencias nucleares y eso es algo que a nadie interesa

Y como las economías de ambas superpotencias están muy ligadas, más probable parece que la nueva guerra fría que se avecina se concentre en temas de armamentos y de tecnología punta, donde el dominio norteamericano sigue siendo abrumador, mientras prosiguen las relaciones poco calurosas pero fluidas en otros ámbitos como la política y el comercio. Al menos cuando se logre controlar el virus.

Donde creo que sí se van a librar batallas entre americanos y chinos es por ganar aliados y aquí Beijing está moviendo ficha con rapidez, especialmente en Oriente Medio. Mientras EEUU patrocina el acercamiento estratégico entre Israel y algunas monarquías del Golfo como los Emiratos Árabes Unidos y Bahrain con objeto de configurar un frente común en contra del miedo que suscitan las ambiciones regionales de la República Islámica de Irán, Beijing aprovecha la ocasión para acercarse a ella con un macro acuerdo de 400.000 millones de dólares que ofrece ventajas claras para ambas partes. Para Irán, porque le saca de su aislamiento y le da una importante inyección de capital y de tecnología en un período de vacas muy flacas por las sanciones norteamericanas, y para China porque le asegura una entrada por la puerta grande en Oriente Medio y un cuarto de siglo con petróleo abundante, garantizado y a bajo precio, que no es poco.

Es un acuerdo que además da un asidero al sector más intransigente del espectro político iraní que se podría quedar colgado de la brocha si Donald Trump pierde la presidencia en noviembre. No hay que olvidar que es su radical oposición al Acuerdo Nuclear firmado en 2016 con la comunidad internacional la que ha impulsado a los radicales por encima de un sector moderado (estos términos en Irán son siempre relativos) al que han dejado sin bazas las penurias económicas derivadas del régimen de sanciones... unas sanciones que Biden podría levantar en todo o en parte si gana las elecciones en noviembre.

Otra ficha que están moviendo estos días los chinos es la de Afganistán. Mientras los norteamericanos negocian un dificultoso acuerdo a tres bandas entre ellos mismos, los talibanes y el gobierno de Kabul, Beijing se ha presentado en Afganistán ofreciendo una especie de Ruta de la Seda adaptada a las necesidades de este país con una vasta red de infraestructuras como autopistas y ferrocarriles, y que también incluye un oleoducto hasta Asia central para traerle el gas y el petróleo que necesita. Y a diferencia de los norteamericanos o, a su modesta escala de los europeos, los chinos no dan la lata con cuestiones de gobernanza, de derechos humanos, o criticando el degradante papel que se reserva a las mujeres en la sociedad afgana y menos aún en el Emirato Islámico que los talibanes quieren imponer tras la retirada de los soldados norteamericanos. Lo irónico será que sea este el primer gobierno que se haga en Afganistán que no sea fruto de imposición de señores de la guerra, de invasiones, de golpes de estado, o de intervenciones extranjeras... aunque tampoco será democrático.

Algo, sin embargo, que no le está saliendo bien a China es su relación con la India, otro gigante con volumen similar de población (1.400 millones) y al que la presión de China en la frontera común de la cordillera del Himalaya (donde desde este verano se repiten los incidentes, que ya han causado muertos, al menos por parte india), está llevando a revisar su política de neutralidad que desde la época de Nehru le dio un papel muy significativo dentro del Movimiento de Países No Alineados.

Desaparecida la URSS y con ella la gran confrontación ideológica del siglo XX y desaparecida también la importancia de este movimiento, la India trata de mantener una posición de neutralidad ante la creciente enemistad entre China y los EEUU, procurando evitar ser arrastrada a ninguno de los campos enfrentados. India es una democracia, la mayor del mundo, y eso aboga por su militancia en el campo occidental, mientras que el creciente nacionalismo hinduísta del presidente Modi y de su partido, que acosa y viola los derechos de la importante minoría musulmana (lo que le enfrenta con Pakistán) junto con los fuertes lazos comerciales con China, le aconsejan no romper con este país mientras satisface las exigencias de Washington con medidas sobre TikTok y la penetración de tecnología punta china. Encaje de bolillos que hasta ahora ha funcionado pero que se hace cada día más difícil.

Más que apuntarse a la política norteamericana de “containment” de China, que se caracteriza por su tono negativo de rechazo y aislamiento cristalizada en la alianza Quad con Australia y Japón, Nueva Delhi coquetea con la idea y se deja querer pero parece favorecer otra política más matizada que le permita disfrutar de las ventajas de tan poderoso vecino mientras trata de moderar sus actitudes más enemistosas o belicosas. O sea, sacar lo mejor de ambos bandos una opción que no está al alcance de Putin, al que la realidad empuja contra su voluntad a ser el socio menor de una relación dominada por Beijing y que quizás por eso ventila sus frustraciones en Bielorrusia y envenenado a opositores políticos.
 

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