
No todo el mundo puede decir lo mismo. En 1258, los mongoles arrasaron Bagdad y mataron a todos sus habitantes, con mujeres y niños incluidos, y cuando Tamerlán conquistó Isfahan en 1387 construyó 28 torres con 1.500 cabezas de vencidos cada una, como cuenta su cronista oficial Hafiz-i-Abru, que lo vio con sus propios ojos y a quien no cabe criticar si se pasa en elogios a su jefe... por lo que pudiera ocurrirle a él.
Los ejemplos abundan y lo triste es que estas salvajadas no son exclusivas de tiempos lejanos y siguen ocurriendo hoy con los nazis como responsables del genocidio de los judíos, mientras Stalin desplazó a poblaciones enteras de tártaros y asesinaba opositores a mansalva en sus terribles “gulag”; y los turcos se ponen como panteras cuando se les recuerda el genocidio de los armenios en 1915.
Los hutus mataron a machetazos a todos los tutsis que encontraron en Ruanda en 1994, y los serbios hicieron lo mismo con los bosnios en Srebrenica y otros lugares, algo por lo que los líderes nacionalistas Karadzic y Mladic fueron juzgados y condenados en el Tribunal de Derechos Humanos de La Haya.
Aún más cerca de nosotros, los birmanos budistas han asesinado a los rohingya musulmanes, quemado sus aldeas y forzado al exilio hacia Bangladesh de los supervivientes, mientras se acusa a China por internar en “campos de reeducación” a un millón de uigures musulmanes de Xinjiang con el objetivo de borrar su identidad.
Parece como si estuviéramos empeñados en confirmar la afirmación hobbesiana de que “el hombre es un lobo para el hombre” que desmiente la idea del progreso lineal hacia el superhombre de Nietzsche, tan querida por los marxistas despistados que todavía quedan por ahí.
Estos días hemos asistido a una nueva furia iconoclasta cuando multitudes en su mayoría ignorantes y manipuladas se han dedicado a derribar las estatuas que encontraban a su paso sin distinguir muy bien entre unas y otras, movidas por el ejemplo llegado desde Estados Unidos tras la muerte de George Floyd, un afroamericano estrangulado bajo la rodilla inmisericorde de un policía blanco. Este acto brutal conmocionó a una sociedad que sufre la segregación racial y que explotó en demanda de igualdad, de dignidad y de castigo de los culpables. Así, se derribaron en EEUU estatuas de líderes confederados que defendían la esclavitud en la guerra civil norteamericana, por considerar acertadamente que la segregación actual de los afroamericanos desciende directamente de la condición de esclavos de sus abuelos. Y en Inglaterra se echó al agua la estatua de un tal Colston que era tratante de esclavos (sólo allí son capaces de erigir una estatua a un esclavista), y en Bélgica se pintarrajearon las estatuas del rey Leopoldo que era dueño personal del Congo donde se cometieron indecibles atrocidades que cuenta Joseph Conrad en “El corazón de las tinieblas”. Y en Madrid algún descerebrado, no queriendo quedarse atrás, escribió “asesino” sobre una efigie de Alexander Fleming en la plaza de toros Monumental. Supongo que no sabía que se trataba del inventor de la penicilina gracias a la cual se han salvado muchas vidas. Debió pensar que Fleming era un torero. Más graves son los atentados contra las estatuas de Cristóbal Colón y fray Junípero Serra.
Que lo hagan en EEUU me parece mal, pero que lo mismo suceda en Palma o en de Madrid me parece aún más triste. Les acusan de maltratar a los indios cuando uno los puso en contacto con el resto del mundo, y el otro trató de sacarlos de la Edad de Piedra. El error es juzgar con nuestra mentalidad a gente de otras épocas. Si aún hoy no se cambia sólo de geografía sino de mentalidad y de valores cuando se viaja de España a Marruecos, ¿qué no sucederá cuando se va del siglo XXI al XV? El emperador Adriano nunca hubiera entendido que se le condenara por pedófilo, o Atahualpa que se le criticara por arrancar los corazones de los vencidos, y los pieles rojas por arrancarles la cabellera a los cowboys. Y así todo.
Lo cual no tiene nada que ver con que ahora todas esas cosas nos parezcan muy mal. Lo que pasa es que las condenas son selectivas y así, por razones políticas del siglo XVI que tienen que ver con las guerras de Flandes, se decidió que la conquista y colonización de América fue el no va más de la crueldad, se puso la imprenta al servicio del mensaje que se adornó con los grabados de Theodor de Bry, y desde entonces gentes interesadas se han dedicado a repetirlo de forma como un mantra divino que masas ignorantes aceptan a pies juntillas.
Por supuesto que se cometieron barbaridades pues hay ejemplos como el de Cholula, y que la llegada de los conquistadores a América difundió plagas como la viruela que diezmaron a una población indígena sin defensas. Y que los españoles todavía somos racistas, como muestra nuestro lenguaje diario, lleno de expresiones condenables. Todo eso es verdad, pero aun así les voy a dar unos datos objetivos que pueden contribuir a poner las cosas en su sitio cuando se acusa a España de genocidio en América: el porcentaje de población mestiza es del 63% en Colombia, 57% en Venezuela, 88% en Bolivia, 92% en Ecuador, 82% en Guatemala, 85% en México, 96% en Honduras, 83% en Nicaragua y 75% en Perú... Al mismo tiempo es del 4% en Canadá y del 1% en los Estados Unidos. No hace falta añadir nada más.