La génesis del apoyo a Ucrania

El conflicto en Ucrania es probablemente el más seguido y escrutado de toda la historia. Y viendo todas las reacciones, comentarios, opiniones y análisis que suscita, es interesante hacer algunas reflexiones.
Un aspecto que a menudo no se tiene en cuenta o que tiende a confundirse es el papel de la Alianza Atlántica como organización y el de sus integrantes como actores particulares e independientes. Aunque pueda parecer incongruente o contradictorio, en no pocas ocasiones los intereses de la una, y los de los otros, no son coincidentes. Y esto puede explicarse atendiendo al hecho de que la no convergencia no significa necesariamente oposición.
En este escenario observamos de una forma general que los intereses de los países pertenecientes a la OTAN derivan del nivel político. Las inercias que mueven y dirigen estos intereses suelen tener objetivos económicos, industriales, sociales o de opinión pública y casi siempre el interés particular de la formación política en el poder. Pero rara vez tienen una motivación realmente operativa.
Por el contrario, las decisiones de la Alianza, aun necesitando su aprobación unánime por el NAC, tienen un cariz meramente operativo. ¿Y cuál es el significado de esto? Pues que el único interés que guía sus decisiones y acciones es la protección y defensa de los Estados miembros y de su territorio, así como el cumplimiento de los acuerdos firmados por estos y reflejados en el Tratado Atlántico.
Por todo ello este es uno de los motivos principales por los que la OTAN no se ha involucrado como organización en la entrega de los diferentes paquetes de ayuda a Ucrania más allá de facilitar cierta coordinación entre los miembros que han decidido prestar ese apoyo.
La decisión de ayudar con unos equipos u otros, las cantidades, plazos etc. son decisiones puramente nacionales y soberanas, y, por lo tanto, con un trasfondo político y de intereses particulares. Y en este punto hemos de hacer una aclaración, la causa ucraniana es justa, la invasión una acción totalmente reprochable y condenable, y toda ayuda está justificada. Pero en política, y especialmente en política internacional, todo, absolutamente todo se realiza por interés. El altruismo es una “rara avis”, y en esta ocasión no es diferente.
Esto nos lleva a afirmar que podemos tener la certeza de que en el mismo momento que la situación cambiara o que los diferentes países donantes hubieran de afrontar consecuencias o sacrificios más allá de lo que los diferentes gobiernos consideren asumible, o que la amenaza se ciñera sobre su propio territorio, esa ayuda disminuiría o cesaría.
Como resulta del todo comprensible, son aquellos que sienten la amenaza más próxima, tanto geográficamente, como por historia, a pesar de su relativo poco tamaño y peso económico, los que porcentualmente más están colaborando. Pero si acudimos a los dos principales suministradores de ayuda, es igualmente claro el trasfondo de interés particular y político de ambos.
¿Quiere decir esto que, tanto tomando a los diferentes países como actores individuales e independientes como a la Alianza Atlántica como conjunto hay dudas sobre la legitimidad de la causa ucraniana? La respuesta no puede ser más obvia y rotunda: no. Dicha legitimidad no se cuestiona. Del mismo modo que no se cuestiona la del apoyo que se está prestando. Pero esto no puede llevarnos a realizar un análisis ingenuo. Por encima de esa legitimidad reconocida están los intereses nacionales y los de la Alianza. Y desde el momento en que estamos hablando de una amenaza real para la seguridad e integridad de ambos, países y Alianza, este hecho toma más relevancia aun si cabe.
Y una vez más, esto no es incompatible con la afirmación de que en Ucrania se está librando la guerra que no queremos luchar dentro del territorio de la OTAN. Esta frase hace referencia al hecho de que la mejor manera de limitar las aspiraciones expansionistas de Rusia es, una vez dado el paso de atacar Ucrania, contribuir a degradar sus capacidades de tal modo que estas no supongan una amenaza por un periodo de tiempo razonable. Pues si esto no sucede nada nos garantiza que con el paso del tiempo repita una acción similar contra cualquier otro país fronterizo.
Pero incluso aquí entran en juego, como no, esos intereses particulares a los que se ha hecho referencia anteriormente. Para EE. UU. por ejemplo, una Federación Rusa con sus capacidades militares mermadas le permitiría dedicar atención y recursos a la región Asia-Pacífico, que es su verdadera prioridad. Los países fronterizos, especialmente las repúblicas bálticas, alejarían el temor de la injerencia rusa en sus asuntos internos. Incluso las potencias europeas tienen cada una sus propios motivos para implicarse en el conflicto, principalmente relacionados todos ellos con los intentos de convertirse en la referencia de la Unión Europea después de la salida de Reino Unido y las incipientes muestras de debilidad de Alemania. Pero por duro que parezca no podemos olvidar el pragmatismo que domina las relaciones internacionales y sobre todo este tipo de situaciones.
El elemento de convergencia entre esos intereses nacionales y los de la OTAN no es otro que las capacidades de cada uno de los países miembros. Capacidades que además al menos parcialmente están atribuidas a la Alianza y a sus planes regionales de defensa.
Ese es el principal motivo por el cual ninguna de las naciones contribuyentes a la ayuda a Ucrania se está desprendiendo de material en servicio (hay excepciones, pero en muy pequeña cantidad y de material cuya reposición está asegurada en el corto plazo). El desarrollo del conflicto ha dejado bien claro que el riesgo de escalada es real y posible, incluso en algunos momentos ha llegado a ser probable. Y eso es algo que se tiene muy presente. Y precisamente por eso nadie quiere correr el riesgo de renunciar a unas capacidades, aunque sea para cedérselas a Ucrania y que las emplee en degradar a las fuerzas rusas, que si las tornas cambian pueda necesitar. Es más, esas capacidades son con las que la Alianza cuenta para ejecutar sus planes de defensa.
Parece obvio por lo tanto que a pesar de la justificada solidaridad con Ucrania nadie esté dispuesto a correr según que riesgos. Y esta actitud no es reprochable en absoluto. En este tipo de situaciones la primera prioridad es asegurar la propia defensa, y la segunda la contribución a las organizaciones supranacionales en las cuales también descansa esta.
Es un difícil equilibrio el que se ha de mantener, pero el punto de apoyo de este no es otro que la integridad territorial de la OTAN y de sus países miembros. Ceder capacidades cuya posible reposición puede llevar años, con la excusa o esperanza de que su empleo por parte de las fuerzas ucranianas logrará el objetivo que todos deseamos, pero sin necesidad de implicarnos directamente, además de una actitud algo hipócrita puede llegar a tildarse de temerario. Porque ni está garantizado el éxito ni eso aleja de ningún modo esa posible escalada. Y desde luego, si esta se produce podemos lamentar mucho esa pérdida. Esta es una de las razones por las que aquellos países que más cerca tienen la amenaza se han guardado muy mucho de mantener su Fuerzas Armadas intactas.
Por otro lado, la única fijación de la OTAN es tener a punto tanto equipos como personal y los planes correspondientes para dar una respuesta adecuada a un posible giro de los acontecimientos que, no debemos olvidar, puede ser deliberado o no. La postura de la Alianza se basa en cuatro conceptos: Disuadir, Defender, Derrotar y Restablecer. Todos los planes se basan en ellos, y la clave está en el primero, si la disuasión es efectiva no será necesario pasar por los segundos. Pero para que esto sea así cada nación y la organización en su conjunto ha de mantener intactas sus capacidades. De lo contrario se estará abriendo una ventana de oportunidad que puede costar muy cara.