La última oportunidad de Venezuela

El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro - REUTERS/LEONARDO VILORIA
El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro - REUTERS/LEONARDO VILORIA
Durante los pasados días, el indiscutible protagonista del escenario internacional ha sido la República Bolivariana de Venezuela, y ese hecho ha provocado que ponga fin a lo que considero un error propio que es bastante más común de lo deseable, aunque eso no es excusa alguna

Nuestro país en general, por su ubicación geográfica, vive centrado en lo que sucede en el continente europeo, pues, como ya hemos repetido en numerosas ocasiones, carecemos de una visión pausada, profunda y centrada de lo que sucede al sur de nuestras fronteras. 

Nuestros problemas, proyectos, esperanzas y esfuerzos los proyectamos sobre la Unión Europea, algo que tiene todo el sentido. Sin embargo, por diversos motivos que sería muy largo de explicar, salvo en casos o eventos puntuales, podríamos decir que, desde finales del siglo XIX, España ha ido alejándose poco a poco de la que debería ser su principal área de influencia y foco de asociación y colaboración hasta prácticamente vivir de espaldas a esta. Me refiero a HISPANOAMÉRICA, y lo resalto en mayúsculas de forma totalmente intencionada.

Como he comenzado diciendo en estas líneas, el que suscribe sea probablemente el primero que nunca ha prestado la suficiente atención a lo que allí sucede ni al vínculo que debería unirnos. Pero es hora de tomar otro rumbo, y no se me ocurre mejor asunto a poner sobre la mesa que lo que está sucediendo en Venezuela, porque además tiene no pocas conexiones con lo que sucede también en el este de Europa, ya que tanto nos preocupa, y por motivos obvios. 

La toma de posesión de Nicolás Maduro, con la aparición fallida de Edmundo González, ganador de facto de las elecciones, no ha hecho sino evidenciar la grave y triste realidad que vive Venezuela. El régimen venezolano, desde la primera etapa del difunto Hugo Chávez, ha ido degenerando hasta alcanzar un punto en el que el aparato estatal, en sus diferentes facetas, controla todos los aspectos de la vida del país y dispone de las herramientas suficientes para actuar con la impunidad que ha demostrado estos días. 

Ante tal situación, y con lo sucedido escasas 24 horas antes con María Corina Machado, ¿quién puede reprochar que se reconsiderara el regreso de Edmundo González? 

Se ha escrito mucho sobre lo acontecido, y se ha llegado incluso a reprochar la falta de reacción del pueblo venezolano, pero eso es algo del todo injusto. 

El gran logro del régimen chavista ha sido conseguir sacar de la ecuación política a gran parte de la masa electoral que apoya a la oposición, algo que ha obtenido, no sólo con las medidas de presión contra todo aquel que se posicione contra el régimen, sino mediante el deterioro progresivo de la economía. Pero, sea como sea, casi ocho millones de venezolanos han abandonado en los últimos años el país, lo cual supone un porcentaje cercano al 30 % de la población. No cabe duda de que son números realmente estremecedores. 

Por supuesto que aún quedan muchos opositores en el país. Entonces, ¿por qué le ha sido tan fácil al régimen, con Maduro a la cabeza, volver a manipular todo el proceso electoral casi sin contestación alguna? 

La respuesta a esta pregunta debemos buscarla en 2019. Después de las últimas elecciones, con el escándalo de las actas, parte de la población salió a la calle en protestas sin precedentes dando la impresión de que las bases del sistema se tambaleaban. Pero, tanto entonces como ahora se evidenció que un cisma en las fuerzas de seguridad que permitiera proporcionar elementos de fuerza y presión reales a la oposición para desalojar al chavismo era poco menos que remota. Y, por otro lado, el apoyo internacional no pasó de declaraciones, proclamas y en algunos casos sanciones. Y nada de ello hizo entonces, ni ha hecho ahora, mella alguna en Maduro y los suyos. Y quienes, en 2019 y meses atrás, salieron a la calle a enfrentar al régimen, se vieron solos, con sensación de abandono y sufriendo la purga y posterior represión. 

Esos dos momentos mencionados fueron la ocasión más propicia para derrocar al Gobierno, pero su resultado solo provocó frustración y resignación en la población. 

En estos días se ha hablado mucho de la necesidad de una intervención extranjera, pensando evidentemente en Estados Unidos. Incluso ha habido llamamientos públicos a ello y hasta al regreso a las tácticas empleadas por el vecino del norte en los años ochenta, cuando se afanaba por derrocar o imponer gobiernos. Sin embargo, esa posibilidad podemos considerarla más que remota, y mucho más a partir del 20 de enero.  

Estados Unidos se encuentra en un momento complicado en el que su prioridad en materia geopolítica tiene poco que ver con lo que suceda en Sudamérica. El conflicto en Ucrania (en este caso encontrar la forma de detenerlo o congelarlo) y sobre todo el área Asia Pacífico, son sus prioridades. La pugna con China, que a pesar de las apariencias es eminentemente económica, copa toda la atención de los norteamericanos, y la existencia de regímenes o dirigentes de corte populista o revolucionario en Hispanoamérica no es considerado como una amenaza real o urgente salvo por un factor, la inmigración. Ese es el verdadero problema hispanoamericano que preocupa en Washington en tanto puede afectarle debido a la presión que supone para su frontera sur. Más allá de las medidas para frenar el flujo, la Casa Blanca no se inmiscuirá en la política de sus vecinos del sur. Y la prueba más evidente la tenemos en lo sucedido a comienzos de la invasión rusa de Ucrania. Cuando convino, se relajaron las sanciones al régimen de Maduro para permitir que el petróleo venezolano fluyera hacia los mercados para contener los precios.  

La principal consecuencia que debemos extraer de todo lo expuesto es que lo único que puede sentir actualmente el pueblo venezolano es abandono y hastío. Sus esfuerzos han caído en saco roto y solo les ha traído más represión, empujando a más venezolanos a abandonar el país. 

La solución en este punto no es fácil en absoluto. El régimen tiene fuerza del aparato de seguridad, y una parte de la población fanatizada, podríamos decir, la oposición no acaba de encender la chispa del hartazgo, y desde luego, de manera sensata, no pretende lograr el poder a toda costa, aunque sea mediante un conflicto civil. No puede permitirse el lujo de gobernar un país partiendo de un baño de sangre. Y, desde luego, desde el punto de vista económico y social, Venezuela no lo soportaría. 

La presión debe venir del exterior, pero de tal forma que oprima a los dirigentes del régimen y no a la población en general, que demasiadas calamidades sufren ya. Y esa presión no debemos esperarla de Estados Unidos. La Unión europea, y España en particular, tienen mucho que decir, y más interés en resolver la situación del que se cree. 

Los vínculos del régimen venezolano con Irán y con Rusia convierten a este en la correa de transmisión del relato de ambas tiranías hacia Europa. Y por cultura, relación y por supuesto idioma, España es la puerta de entrada de sus campañas. 

Durante demasiado tiempo hemos mirado hacia otro lado; no hemos contado nuestra historia, ni ensalzado nuestros logros y aportaciones. Y ello no sólo ha ido alejándonos de una región que fue España (no digo “de España”) durante casi quinientos años, sino que hemos dejado que sean otros los que cuenten la historia por nosotros, aumentando ese cisma. 

Por los mismos motivos que otros usan a Venezuela para implantar su ideología y lanzar sus mensajes, somos nosotros los que debemos volver la mirada de nuevo hacia el oeste, buscar la forma de ayudarles, ser su voz en la Unión Europea, y convertirnos en sus principales valedores liderando las políticas comunes necesarias para acabar con tan tremenda injusticia. Si somos capaces de hacerlo, casi con toda seguridad nuestro papel para con nuestros hermanos americanos cambiará hacia la dirección correcta.