Opinión

Benjamin Netanyahu, el regreso del Ave Fénix

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Religión y Estado, separación de poderes, corrupción gubernamental, sistema electoral, derechos humanos y valores democráticos, el futuro de los territorios de Judea y Samaria – Cisjordania - y los ciudadanos árabes de Israel. Son variables que el Instituto de Democracia de Israel viene analizando para determinar el sentido del voto, los cambios sociológicos y, sobre todo, las diferencias entre la pléyade de partidos y opciones ideológicas que hacen que la sociedad israelí sea esa mezcla confusa entre laicos y religiosos que fascina, e Israel un Estado judío, independientemente de quien gobierne y del respeto jurídico que se tiene por todas las minorías que lo conforman. De la misma manera que la democracia es consustancial a su sistema político, y su carácter fundamental no se va a alterar por muy extravagantes que sean – o nos parezcan en el exterior – las propuestas de algunos líderes que conforman ese puzle heterogéneo de sensibilidades políticas que confluyen a las elecciones y que, si sobrepasan el techo del 3,25%, obtienen representación en la Knesset, el Parlamento israelí compuesto por 120 escaños. 

“El Estado de Israel está por encima de toda consideración política y le deseo éxito a Netanyahu por el bien del pueblo de Israel y del Estado de Israel”, declaraba con naturalidad y cordialidad institucional Yair Lapid, el todavía primer ministro en funciones, quien ya ha dado órdenes para transferir el poder de forma ordenada a quien ha sido su mayor contrincante político en los últimos años y ha vuelto a ganar las elecciones, el pasado 1 de noviembre, al frente del Likud. Bibi regresa fortalecido, contra todo pronóstico, con 32 escaños y la promesa de una coalición amplia de 64 escaños (la mayoría absoluta se sitúa en 61) con unos compañeros de viaje que, desde la ortodoxia religiosa tradicional – sefaradí (Shas) y askenazi (Judaísmo Unido de la Torá) – y el nacionalismo religioso (Sionismo Religioso) -, le va a permitir gobernar sin depender de los partidos árabes. Y es que, sin lugar a dudas, esta es la clave del resultado de las quintas elecciones celebradas en Israel en los tres últimos años y medio y del fracaso del último Gobierno de coalición encabezado por Neftali Bennet (Yamina) primero, y Lapid (Yesh Atid) después: que la izquierda en general, y la israelí en particular, sigue sin reconocer que el nacionalismo palestino se fundamenta en la negación del derecho a aceptar la legitimidad de un Estado judío – con independencia de que todos sus ciudadanos lo sean - soberano, independientemente de dónde se tracen las fronteras. Sólo así se puede entender que el ascenso político de los líderes de Sionismo Religioso, Bezalel Smotrich e Itamar ben Gvir, que están causando tanta alarma por su extremismo ideológico, se deben, más que al crecimiento demográfico de la comunidad religiosa en Israel, a la frustración por la forma en la que el anterior Gobierno ha gestionado la violencia intracomunitaria árabe, el terrorismo palestino, la ausencia de un interlocutor válido en la arena palestina o el apaciguamiento frente a una administración norteamericana cada vez más crítica y polarizada con cuestiones que Israel entiende que son de dominio doméstico y que afectan a su Seguridad Nacional. Cada vez más informes, tanto académicos como procedentes del mundo de la Inteligencia, señalan que la erosión en el apoyo a Israel y los ajustes en el orden de prioridades a escala global van a determinar un período de relaciones inestables con los Estados Unidos, en un momento de desafíos sin precedentes en la región y en el que se cuestiona la sostenibilidad de una relación estratégica basada en los valores compartidos y los beneficios mutuos. Las desavenencias respecto a la cuestión palestina, el programa nuclear iraní o las presiones por la no ruptura de Israel con Rusia en la guerra de Ucrania son percibidos en la sociedad israelí como una incomprensión profunda de sus necesidades de seguridad nacional, una erosión del apego histórico entre los dos países y una injerencia en la elección de las alternativas con las que Israel trata de armar sus coaliciones de gobierno en base a los equilibrios sociales que representan sus múltiples opciones políticas. 

Aunque lo parezca, apenas hay diferencias sustanciales entre partidos de un mismo bloque, y el factor que más influye en el votante israelí no es la ecuación tradicional derecha-izquierda, sino el binomio religión/laicismo y territorio, con toda la gama de matices entre ambas. La mayoría de la población aboga, en general, por un Estado tradicional no religioso – es decir, no teocrático –, que conserve las tradiciones judías, respete los diferentes credos y conviva en armonía tanto con laicos como con religiosos haredíes. El factor territorial se resume en la forma en la que se simpatiza con la creación de un Estado palestino, se prioriza – o no – el diálogo con Ramallah y se definen las fronteras del Estado de Israel. El problema es que el estancamiento político, la ausencia de un interlocutor fiable que quiera realmente llegar a un acuerdo viable, la convicción de que la convivencia es imposible y la indiferencia y ausencia de deseos de coexistencia y reconciliación, están dibujando una realidad política que muchos ven con preocupación porque augura, sin quererlo, un Estado único que, no sólo no será funcional, sino profundamente hostil para los judíos, que quedarían en minoría dada la demografía y la incompatibilidad de las aspiraciones nacionales.  

En Israel no gana un partido, sino la posibilidad de generar una alianza. Y como Israel no es ajena a la segmentación y polarización que también se vive en otros países, ni a la pérdida de representación de los partidos políticos en favor de liderazgos personificados, el regreso de Netanyahu se entiende como la apuesta por la estabilidad pragmática con un personaje que ha demostrado que, además de gestionar positivamente la economía, no tiene ningún complejo a la hora de definir su proyecto de país, que pasa por la separación de las dos comunidades – la israelí y la palestina -, la continuación de la normalización de Israel en la región, la extensión de los Acuerdos de Abraham más allá de Oriente Medio y la neutralización y paralización del programa nuclear de Irán. 

Estabilidad, solidez, definición, desarrollo económico, seguridad nacional, experiencia, éxitos diplomáticos contundentes y liderazgo creíble son razones, más que suficientes, para que este Ave Fénix, carismático y con conocimiento acumulado, asuma con responsabilidad la conformación de un Gobierno amplio que afronte los dilemas internos necesarios que aseguren, en el interior, el carácter de Israel como Estado judío, democrático, seguro y próspero, y en el concierto internacional, la continuación de un proceso de reconciliación con el mundo árabe hábil y de alianzas geopolíticas basadas en la razón de Estado, que anteponga la seguridad de su país en un escenario global convulso.