
Cuando el pasado 10 de diciembre de 2020 el expresidente norteamericano Donald Trump anunciaba en su cuenta de Twitter que, a cambio de normalizar sus relaciones con el Estado de Israel, Estados Unidos reconocía la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental, pocos en España acertaron a ver la transcendencia que esta decisión tendría sobre las relaciones de España con Marruecos y, en última instancia, también con Israel. La oleada de normalización diplomática entre Israel y los Estados árabes – los llamados Acuerdos de Abraham – de Emiratos Árabes Unidos y Bahréin (septiembre de 2020), el Acuerdo de Sudán en octubre y la renovación de relaciones con Marruecos en diciembre son indicadores de un cambio significativo en la dinámica política y estratégica de Oriente Medio que se viene produciendo a lo largo de la última década. La normalización es el aspecto más visible de una confluencia de intereses duraderos en el tiempo entre Israel y la alianza conservadora de Estados en el mundo árabe que trata de contrarrestar la expansión de la influencia de Irán y los desafíos derivados de Turquía, la Hermandad Musulmana (incluido Hamás) y el islam político en general, en particular la visión salafista yihadista. La estrecha cooperación operativa entre Jerusalén y las capitales árabes suníes, incluida Rabat, ha sido profunda y discreta para no socavar los desafíos internos de legitimidad y la autoridad de unos regímenes que, durante décadas, han venido descansando en los paradigmas ideológicos que se apoyaban en el nacionalismo árabe o las doctrinas socialistas junto con la férrea oposición al reconocimiento del Estado de Israel, al que consideran un injerto colonialista en el corazón del islam. No cabe duda de que el reconocimiento de la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental es una victoria estratégica para el reino alauí, que ha buscado consolidar el control sobre este territorio desde que lo anexionó en 1975. De todos los acuerdos de normalización recientes entre Israel y los Estados árabes, este es el único acuerdo que incluye un cambio sustancial en la postura político-diplomática de Estados Unidos hacia un territorio en disputa y oficialmente considerado territorio no autónomo y bajo tutela todavía de España. La Casa Blanca, bajo la impronta personal de Donald Trump, decide entonces que las posibilidades de un Acuerdo superan el potencial riesgo de iniciar una nueva ronda de violencia en el norte de África, una zona inestable y vital para los intereses de Europa y Estados Unidos. Por tanto, estamos ante una decisión que pone fin a la neutralidad norteamericana en un conflicto que permanece latente entre Marruecos y el Frente Polisario hasta el mes de octubre de 2020, cuando las fricciones del mes de noviembre terminaban con casi tres décadas de un alto el fuego mediado por la ONU, Organización que ayudó en cierto modo a mantener una cierta calma y unas relaciones frías pero aceptables entre Marruecos y Argelia, este último principal respaldo del movimiento independentista. Los dos países – Marruecos y Argelia – son, además, socios prioritarios en materia de Seguridad tanto para Europa como para Estados Unidos. No obstante, en el proceso de toma de decisiones de Estados Unidos hay una razón aun mayor de peso, si cabe, y que afecta directamente a Israel: la presencia de Irán en la zona.
Para entender todo este proceso hay que remontarse en el tiempo, puesto que ninguna decisión en Política Exterior es casual ni precipitada, aunque pueda parecerlo. Ya en 2018 Marruecos presentaba un documento al Gobierno iraní en el que demostraba que este país, utilizando un patrón de acción similar para penetrar en otros territorios del continente africano, estaba armando y financiando al Frente Polisario a través de Hizbulá por medio de la Embajada de Irán en Argelia. La acusación es grave y tiene como respuesta la ruptura de relaciones diplomáticas entre Marruecos e Irán. El asunto transciende y llega a la ONU en la segunda mitad de 2019, donde ya se muestran imágenes de misiles antitanque iraníes utilizados por el Ejército Nacional Libio, así como documentos que indican los intentos de infiltración militar de Irán en Egipto, Sudán, Túnez, Argelia y Marruecos. La pregunta clave que se hace la Inteligencia norteamericana en este momento es si es posible frustrar las aspiraciones del Frente Polisario en el norte, aprovechando que también ha perdido el apoyo que antaño recibía de la Unión Africana. En este contexto la Administración norteamericana madura su posición respecto al Sáhara Occidental al tiempo que, en Oriente Medio, ante el desplazamiento de fuerzas iraníes a Siria, Trump reconoce la soberanía israelí de los Altos del Golán en marzo de 2019. Con el reconocimiento de la conexión esencial entre Israel y los Altos del Golán y Marruecos y el Sáhara Occidental, la Administración norteamericana – independientemente del color político de su gobierno – transmite un potente mensaje a los actores involucrados en ambos conflictos: que los Estados Unidos trabajarán para fortalecer la moderación política en toda la región y socavar el eje extremista. Tanto es así que la nueva Administración Biden, pese a las manifestaciones de algunos funcionarios al inicio de su Gobierno, incluido el representante ante la ONU, ni se va a retirar del Acuerdo ni va a volver al estatus original, a pesar de ser consciente de que este Acuerdo complica las relaciones con los países occidentales y otros actores que se oponen al control marroquí de la región y muestran su preferencia en la resolución del contencioso por medio del referéndum, en consonancia con las resoluciones de la ONU. El referéndum se ve lejano, si no inviable, al menos en los términos en los que está planteado, y lo más probable es que la zona, bajo soberanía marroquí, camine bajo un régimen de autonomía. Marruecos controla, de facto, más del 80% del territorio desde 1974, incluidas las reservas de fosfatos y los caladeros, y no es previsible ni realista albergar la esperanza de que Marruecos renuncie a un territorio con posibilidades de desarrollo económico. Tampoco debemos olvidar el dilema que supone este territorio para la seguridad, tanto interna como externa, puesto que está en la intersección de los flujos ilícitos del Sahel, incluido el terrorismo transnacional, que pone en peligro la integridad de su territorio nacional, la continuidad de la propia monarquía y la seguridad de Europa y los flujos comerciales que circulan a lo largo del Mediterráneo y el estrecho de Gibraltar.
En cuanto a las relaciones de Marruecos con Israel, son frías pero pragmáticas. La brecha entre los estrechos límites de la cooperación política entre Jerusalén y Rabat y la profundidad y alcance de los lazos civiles y culturales entre los pueblos ilustra el enorme potencial inherente al restablecimiento de relaciones diplomáticas, rotas desde el estallido de la segunda intifada en 2005. Pero aunque los lazos políticos parecen estancados y avanzan con cautela, la cooperación económica y cultural se ha seguido expandiendo. El turismo es una fuente importante de ingresos para Marruecos – muy poco significativa para Israel – y la conexión con los judíos – más que con Israel como Estado – se apoya en la tradicional protección de la monarquía hacia una comunidad que ha formado parte de la sociedad, la economía, la vida y la cultura marroquí desde hace siglos.
La perspectiva de que otros países de la región del norte de África, como Túnez o Argelia, sigan la senda de la normalización de relaciones con Israel sigue siendo escasa. No obstante, Israel viene desarrollando una diplomacia activa y muy discreta en todo el continente desde hace más de una década. Ante el control cada vez más efectivo de Turquía y China sobre el continente africano y el aumento de la influencia de actores que se están desplazando a África, Israel no puede dejar pasar la oportunidad de promover la cooperación en los campos en los que la viabilidad de éxito es mayor, como la Seguridad, la ingeniería, la agronomía, el desarrollo rural, el desarrollo económico, el desarrollo social, la energía, la sanidad o el aprovechamiento de los escasos recursos hídricos. Son compromisos modestos desde el punto de vista políticos, pero muy profundos por la huella que dejan en las comunidades donde se aplican.
La naturaleza fluida y frágil de las alianzas, asociaciones y las animosidades regionales en todo el continente africano no es distinta de la que son comunes en toda la masa continental euroasiática. Tampoco las amenazas y la extensión de la yihad hambalita por todo África occidental y la cuenca del Níger, donde la realidad revela la influencia del Estado Islámico y su imparable progresión. Los intentos de Israel de bloquear la expansión de Irán en África y la necesidad de socavar los esfuerzos diplomáticos palestinos en la arena internacional se refleja en una estrategia centrada en intentar lograr el apoyo político de los Estados africanos. Además, los intereses de seguridad de Israel en el continente africano coinciden con la de los Estados africanos y la supervivencia de sus regímenes: frenar la infiltración de elementos de la yihad global en su territorio y paliar las carencias en materia de comunicaciones, infraestructuras, salud, agricultura, Inteligencia y Seguridad. Quizá la nueva Administración norteamericana tenga que calibrar si el esfuerzo de invertir en preservar y fomentar la normalización de relaciones con Israel como un medio para asegurar la propia supervivencia de regímenes relativamente estables es un seguro útil para forjar vínculos más estables con Estados Unidos, al tiempo que se satisfacen los intereses vitales de todas las partes en los niveles estratégicos, económicos, militares y políticos.